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Crisis Modernista
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Fecha:Verano de 1907
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[ El verano de 1907 fue dramático para la Iglesia católica y para la teología. En el plazo de dos meses el papa Pío X intervino con dos determinaciones radicales: el decreto “Lamentabili”(3.7.1907) condenaba 65 proposiciones tomadas en su mayoría de los libros de Loisy, de Tyrell y de otros; la encíclica Pascendidominicigregis”(8.9.1907) confirmaba el decreto, llamando por primera vez “modernistas” a los autores incluidos en la condena, a quienes hasta entonces se solía llamar “loysistas”.

Tres años después el Motu Proprio “Sacrorum Antistitum” (1.9.1910) impone un juramento contra los errores modernistas que fue exigido hasta 1967 ¡dos años después de terminado el Concilio!)a todos los clérigos antes de la recepción de las órdenes y a quienes querían alcanzar el grado de doctor en teología.

Fueron obligados a cumplir reiteradamente con esa exigencia .

Crisis Modernista, Se conoce por modernismo a la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu y que se manifiesta en el arte, la ciencia, la religión y la política. En ciertos aspectos su eco se percibe en movimientos y en corrientes posteriores.

Historia

El verano de 1907 fue dramático para la Iglesia católica y para la teología. En el plazo de dos meses el papa Pío X intervino con dos determinaciones radicales: el decreto “Lamentabili”(3.7.1907) condenaba 65 proposiciones tomadas en su mayoría de los libros de Loisy, de Tyrell y de otros; la encíclica Pascendidominicigregis”(8.9.1907) confirmaba el decreto, llamando por primera vez “modernistas” a los autores incluidos en la condena, a quienes hasta entonces se solía llamar “loysistas”. Tres años después el Motu Proprio “Sacrorum Antistitum” (1.9.1910) impone un juramento contra los errores modernistas que fue exigido hasta 1967(¡dos años después de terminado el Concilio!)a todos los clérigos antes de la recepción de las órdenes y a quienes querían alcanzar el grado de doctor en teología. Fueron obligados a cumplir reiteradamente con esa exigencia .

Clima de inquietud eclesial en el cambio de siglo

La clave del conflicto radical que supuso la crisis modernista hay que buscarla más de un siglo antes en la encrucijada de la Ilustración. La entronización de la autoridad de la razón por encima de cualquier otra (revelación, tradición de la Iglesia, autoridad religiosa) suscitó importantes cuestiones acerca de la naturaleza del conocimiento religioso, la relación de fe y razón y la vinculación entre las religiones. Un mundo así ilustrado veía al Estado como el reino de la razón y a la Iglesia como el reino de la fe; por ello intentó construir un muro de separación entre estas autoridades opuestas. El clima de la época, tanto en el campo político-social, como en el ámbito cultural, contraponía a una Iglesia identificada con una estructura rígidamente dogmática y disciplinar, la búsqueda de un espíritu religioso orientado a valores que fuesen universalmente compartibles, sea con otras religiones, sea con la sociedad laica; por tanto necesariamente desligados de esquemas vinculantes teológico disciplinares o incluso de toda referencia a lo trascendente. Pues bien, el modernismo nació de la necesidad de recuperar el retraso científico acumulado por la teología católica. Los centros teológicos católicos se encontraban en inferioridad respecto a las facultades universitarias: su estricta vinculación a la jerarquía les había conducido a una situación de gueto cultural que bloqueaba la comunicación con otras disciplinas. En el dominio de la teología comenzaba a sentirse, aunque de una forma peculiar, lo que durante el siglo XIX había sellado profundamente el cambio social en su conjunto: la diferenciación y el pluralismo. La modernización cultural exigía a la teología académica primariamente la aceptación del pluralismo de planteamientos, escuelas, orientaciones, posiciones y programas, que de manera particular en cada caso debía reaccionar a los desafíos del dramático cambio social, cultural y religioso. A comienzos del siglo XX la teología católica, que desde la segunda mitad del siglo anterior estaba empeñada en recuperar la tradición escolástica porque creía que era la clave de su modernización, se vio sacudida por una áspera controversia en la que se planteaba con virulencia el problema de la relación entre historia y dogma, entre crítica científica y teología. Se percibe en el campo católico la necesidad de una teología histórica: emerge al comienzo con cautela; luego poco a poco de manera cada vez más apremiante. Hubo muchos pastores (presbíteros y obispos) que consideraban positivamente el mundo llamado “moderno”. Tuvieron conciencia de que ese mundo, que era el suyo, planteaba cuestiones de ningún modo anodinas, que ese mundo no era a priori hostil a la fe católica, que los nuevos métodos no eran por principio enemigos a abatir a cualquier precio y que mantenerse en las viejas recetas solo podía llevar a callejones sin salida. Frente a posiciones maximalistas consideraban que no se debía condenar,sin más lo nuevo, como era muchas veces la actitud de la curia romana y de eminentes cardenales. El verdadero servicio de la Iglesia era dedicarse a “empresas positivas” (expresión de L. de Grandmaison), que correspondían a los cambios rápidos de la sociedad y de la vida intelectual. Defendían la idea de que en la Iglesia no puede imponerse por la fuerza una verdad y que el individuo no puede abdicar de su libertad de pensar y dejarse adoctrinar pasivamente. Pensaban que la autoridad solo goza de legitimidad cuando tiene en cuenta las exigencias de la conciencia. El peligro de un total aislamiento de la cultura eclesiástica frente a los desarrollos metodológicos verificados por la ciencia contemporánea suscitó en una minoría sensible en el interior de la Iglesia la preocupación, inicialmentalmente todavía apologética, de reafirmar la validez histórica y cultural del cristianismo, mostrando su perenne vitalidad. Puede asegurarse que el indicador más importante de la modernización intelectual de la teología hacia 1900 era hasta qué punto se abrió a la revolución intelectual del historicismo, o sea, a la historización de la exégesis. La clave era la apertura a los métodos de la ciencia bíblica histórico-crítica y a los nuevos cuestionamientos de la historia de las religiones, así como a la inserción interdisciplinario de la historia de la Iglesia en los nuevos discursos sobre la historia de la cultura. Lamentablemente le faltaba a la ciencia bíblica católica de entonces una hermenéutica bíblica suficientemente desarrollada que estuviera a la En el centenario de la condenación del modernismo altura de la tensión entre dogma e historia, como posteriormente introdujo en la exégesis católica M. J. Lagrange (que por otra parte fue personalmente tenido por sospechoso durante la crisis modernista).

El detonador de la crisis

Fue Loisy el que con su reacción a la obra de Harnack desató la crisis modernista. Hoy se reconoce pacíficamente que el modernismo (el propio término es tardío y, como hemos dicho, acuñado por Pío X en función de la condena del movimiento) no tuvo una unidad organizativa propia, sino que consistió en un variado entrelazamiento de contactos personales y epistolares, de relaciones de amistad entre personas individuales,con tratos recíprocos ocasionales. Ni siquiera puede individuarse una temática orgánica y unitaria. La teología protestante liberal de fines del siglo XIX mantenía este criterio: el dogma es una superposición y distanciamiento del mensaje bíblico mediante elementos que le son extraños. Por tanto, es preciso recuperar al Jesús histórico en su figura humana y en su mensaje, liberándolo de las ataduras de los dogmas posteriores que lo han tergiversado. Así era la orientación de A. von Harnack (1851-1930) en su obra “La esencia del cristianismo”(1900). Analizando el cristianismo con el método histórico crítico, había reducido su “esencia” al mensaje ético basado en la paternidad de Dios y en la relación interior, individual con Dios Padre. A.Loisy intentó contraponerse a él, procediendo sobre el mismo terreno y con el mismo método. Su librito de res-puesta a Harnack, “El evangelio y la Iglesia” (1902) no tenía nada de subversivo; al contrario, traducía una preocupación apologética: replicar a .Harnack. Como escribiría años después, su intención había sido esbozar una interpretación histórica del catolicismo que fuera al mismo tiempo una apología y un discreto programa de reformas para realizar su misión en el mundo moderno. Loisy consiguió efectivamente recuperar el valor kerigmático de los orígenes cristianos, subrayando el anuncio que hizo de Jesús de la venida inminente del Reino y el carácter colectivo de su advenimiento. Ahora bien, Loisy considera cristiano no solo ese mensaje de Jesús, sino todo lo que de él ha surgido, no solo el origen, sino todo su desarrollo histórico: eso es “la esencia” del cristianismo. Ante el desencanto de la no Venida del Reino, el evangelio solo podía mantenerse vivo mediante su transformación. Este desarrollo por necesidad interna no es según Loisy una defección, sino condición para la supervivencia del mensaje de Jesús en una historia que dura. El desarrollo histórico a partir de la necesidad interna y como reacción a los desafíos del tiempo y de la cultura le parecían a Loisy prueba de la legitimidad de la evolución. Ciertamente hubo evolución, pero la Iglesia ha sido siempre lo que era preciso que fuera para adaptarse a las situaciones cambiantes: ella no ha hecho más que ampliar la forma del evangelio, que era imposible mantener tal cual tras la muerte de Jesús, pero no lo ha traicionado. Loisy intentó abordar el meollo del problema que los estudios críticos planteaban a la cultura católica, a saber, la relación entre el hecho evangélico y el hecho eclesiástico. El pretendía moverse únicamente en el terreno de la historia, a diferencia de Harnack, al que le achacaba moverse en el terreno de la filosofía. La base histórica utilizada por Harnack le parecía angosta y los escasos textos que este consideraba decisivos son ya interpretaciones teológicas y no datos históricos comprobados como tales. Pues bien, en el terreno de la historia se puede comprobar una conexión histórica de la Iglesia con el evangelio, aunque nada más. La reacción al planteamiento de Loisy fue inmediata. Aunque él había querido probar contra Harnack y la teología liberal que el cristianismo subsistía en la Iglesia y por medio de ella, la alabanza de Renan en el sentido de que con él se iniciaba una “ecole progressiste” hizo saltar las alarmas de los responsables y ver en su obra un peligro peculiar. El cardenal François Richard deParís prohibió ya en 1903 la lectura del libro, cuatro años antes de la condenación de Pío X. A partir de ese momento la postura de Loisy se radicaliza. La polémica antiprotestante es sustituida por una polémica intracatólica contra cuantos se negaban a tener en cuenta los resultados de la crítica bíblica y a acoger las aspiraciones del presente siglo. La postura de Loisy se hizo cada vez más áspera llegando a proponer en definitiva un neocatolicismo que comportaba una progresiva refundación del pensamiento cristiano. No vamos a seguir su proceso personal, por otra parte todavía no muy bien conocido, pues lo que ahora nos in-teresa es la reflexión sobre las propias corrientes subyacentes al movimiento modernista.

Intenciones sinceras de modernizar la Iglesia

Para tener un conocimiento más amplio de lo que supuso el movimiento modernista y superar la angostura de su retrato en los documentos condenatorios de Pío X, conviene comprender las intenciones de sus impulsores. En su intento Loisy no se movía aislado. Hoy día en el ámbito de la historia de la teología se reconoce ampliamente que el modernismo se insertaba en aquel movimiento de pensamiento que puede considerarse como “el conjunto de los intentos puestos en marcha para conciliar la Iglesia y la sociedad moderna” . Con otras palabras, el modernismo es visto como la mayor expresión de las tendencias filosóficas y teológicas dirigidas a adecuarse a la moderna crítica histórica, con la convicción de que la doctrina cristiana, con sus dogmas y sus instituciones ha de entrar en la historia, ha de estar en constante devenir y no estática. El modernismo quiso ser una afirmación del catolicismo y al mismo tiempo de la modernidad. Para sus impulsores era decisiva la opción fundamental de mantener la fidelidad tanto a la ciencia como a la doctrina eclesial. Y esa fidelidad había de ser en los dos casos tan arraigada que con tranquila confianza podía ser crítica hasta el fin con ambos. El modernismo, según ellos, tiene esos dos polos; frente a ambos quieren ser críticos, a ambos quieren permanecer vinculados, aunque sufren por ambos. Por tanto, no se trataba de una modernización de la Iglesia según la moda o de imitar al protestantismo liberal. Lo que querían era vincular la fidelidad a la fe y la lealtad eclesial con la modernidad, reconciliar el pensamiento moderno y la fe transmitida. El modernismo, como ya sus precursores, el llamado catolicismo liberal y en un cierto entido incluso el jansenismo, solo puede en-tenderse sobre el telón de fondo del cambio estructural general desde comienzo de la Edad Moderna al que hemos hecho alusión arriba. En su deseo de buscar una respuesta a la modernidad, no solo pretendía en el orden del pensamiento un diálogo con la filosofía contemporánea y la ciencia histórica, sino que en el orden práctico reivindicaba reformas en la estructura de la Iglesia, la formación del clero, la pastoral, la liturgia, el apostolado de los laicos y una cierta democratización, y se volvía contra la neoescolástica, el centralismo y el clericalismo. En su núcleo, a pesar de sus extralimitaciones, era la fase primera de una crisis de crecimiento. En definitiva, en el modernismo, más que determinados contenidos de los que vamos a hablar a continuación y que siempre son cambiantes, lo decisivo era la dinámica. Para ellos no existía un sistema cerrado modernista; lo esencial era el encuentro siempre nuevo de la Iglesia con la época correspondiente.

Primeras reacciones en la teología católica

Aunque la propuesta de introducir la historia en la reflexión teológica no era una cuestión del todo nueva, sin embargo va a ser en torno a ella donde se envenene la querella modernista. Cronológicamente la aplicación del método no había empezado por la exégesis, sino por la historia de la Iglesia. Si este terreno, ciertamente sensible, no era tan candente como la Biblia, en los dos casos era el método histórico-crítico el que estaba en cuestión. Aparecía como sospechoso en la medida en que se separaba del método “tradicional” y se dejaba llevar por las derivas del protestantismo liberal. La primera reacción de la teología católica y del episcopado fue la oposición casi unánime. A la pérdida de lo sobrenatural que trasparentaba la enseñanza modernista, la enseñanza eclesial solo pudo salir al encuentro con una condena. Las diferentes posturas frente al “loisysmo” pueden recapitularse en cuatro: ·Desde la izquierda, por parte de los ambientes culturales liberales, no se aceptaba el fideísmo de Loisy y Tyrell que frenaba la radicalidad de su crítica destinada a desembocar en el racionalismo. ·En el polo opuesto, los tradicionalistas ni siquiera percibían el problema. Ante una ciencia perennemente mudable la Iglesia no tiene por qué buscar una inútil conciliación de los propios dogmas con los datos provisionales de las ciencias. Si la ciencia cambia constantemente, la fe es inmutable. La Iglesia solo debe preocuparse de su enseñanza y de proveer a las necesidades de la gente, previniéndola contra las causas de la duda y el peligro de las opiniones temerarias. · El tercer grupo lo componían un conjunto de teólogos que se denominaban a sí mismos anti modernistas o antiliberales y se presentaban como contra modelo del modernismo, pero no pertenecía en su mayor parte a lo que llamaríamos tradicionalistas en el preciso sentido de la palabra. Sus autores eran de carácter conservador, pero se presentaban con la pretensión de ser la verdadera vanguardia. Se escenificaban como modernizadores de la enseñanza tradicional de la Iglesia y desarrollaban, por ejemplo en los campos de la doctrina social y de la ética social, res-puestas teóricas innovadoras a los múltiples problemas consecuencia de la crisis de la transformación capitalista de la economía. Llenaron antiguos conceptos con nuevos contenidos para poder fundamentar una fuerte identidad de la Iglesia frente a una sociedad sufrida como enemiga. Se trataba de una teología neoescolástica con esquemas rígidamente racionalistas, contrarios a toda orientación hacia la experiencia y la subjetividad. Precisamente esa neoescolástica permite comprender qué entendía por modernidad esta línea conservadora. En su estricto intelectualismo no representaba de ningún modo una continuación de la gran tradición teológica sino que pretendía trasladar a la teología y al dogma la “moderna” credibilidad científica positivista del siglo XIX fabricando algo así como una “ciencia natural de la fe”. ·Un grupo de intelectuales católicos (P. Battifol, M-J. Lagrange, L. La-berthonière, M. Blondel) señalaron que había que distinguir entre, por una parte, la crítica bíblica, histórica y filosófica, que debía ser integrada en la teología y, por otra parte, el criticismo practicado por Loisy, que llevaba a la separación entre historia y dogma. Nos detenemos en la reflexión de este cuarto grupo, la más sólida, que se dirigió principalmente a criticar el historicismo modernista. El riesgo con el que chocaban los intentos modernistas era que, partiendo de un deseo de conciliación con los métodos de la ciencia crítica, llegaban fácilmente a obrar cualquier selección de los datos tradicionales. Se censuraba sobre todo su pretendida neutralidad: quería aplicar uniformemente las reglas de la crítica a todos los textos, comprendiendo en ellos a la Biblia, sin tener en cuenta su estatuto único y su carácter sagrado.

Tres ejes de la propuesta modernista

Los teólogos modernistas se plantearon muchas cuestiones de carácter ético referidas al orden social: la valoración del capitalismo, la participación política y la democratización, la aceptación o no de los procesos de individualización, la relación entre el Estado y la sociedad, así como el papel que aquel reconoce a la religión, etc. Sin embargo, la fijación en los conflictos doctrinales con Roma ha conducido a que se traten con exclusividad los problemas de exégesis, teología dogmática y filosofía de la religión. Señalamos aquí tres claves. En primer lugar, el punto de partida para los modernistas era tomar en serio la historia, la historicidad, la evolución y la investigación con ellas ligada de las fuentes de la fe por medio de los métodos de las ciencias modernas. Se trataba de acercarse científicamente a los textos bíblicos con los métodos histórico-críticos. Precisamente la introducción del concepto de relatividad histórica o de verdad relativa con la constatación del desarrollo histórico de los principales misterios de la fe será lo que producirá una fractura entre las afirmaciones dogmáticas y los resultados de la investigación histórico-crítica de los textos y abrirá el camino a un vivísimo debate. La relatividad histórica no se limita solo a la Escritura, pues la misma enseñanza de la Iglesia y de los concilios e incluso las definiciones dogmáticas están subordinadas a la Palabra de Dios y por ello deben ser sometidas a la criba de la investigación histórica. Y así la verdad contenida en la Biblia no puede ser fijada más que a partir del trabajo del exégeta; todo intento de interpretación del dato bíblico, por tanto, tiene que pasar a través de la mediación de la investigación histórico-crítica. En segundo lugar, el subrayado de la subjetividad. De acuerdo con lo dicho hasta aquí, la cuestión fundamental siempre repetida en el modernismo era la de cómo poner de acuerdo el carácter sobrenatural de la revelación y de la Iglesia con sus formas de manifestación histórica. ¿Cómo resolver las contradicciones históricas sacadas a la luz por la crítica bíblica? Solo podía lograrse si se relativizaban todos los datos históricos.

“El modernismo, matriz del catolicismo contemporáneo”

Noventa años más tarde de que el modernismo fuera condenado, E. Foui lloux, uno de sus historiadores más valorado, enunciaba un juicio de tenor muy diferente: “la crisis modernista constituye la matriz intelectual del catolicismo contemporáneo” . No solo para él, sino para bastantes de sus historiadores aquella crisis es un trauma persistente y profundo del cuerpo católico, un fenómeno que volverá a suscitarse en el futuro. Su colapso se debió no solo a su debilidad intrínseca, sino también a la desmedida coacción ejercida sobre él. Los años de virulencia fueron la fase crítica de un crecimiento inevitable de la Iglesia, del paso a un nuevo ciclo de cultura. ¿Qué es en realidad el “modernismo”? La expresión “modernismo” sigue siendo todavía hoy un término ambiguo y discutido contaminado por su aparición histórica y su condenación, y por la dialéctica entonces provocada. Desde el punto de vista de la historia de la teología, dado que el modernismo se considera la expresión de un catolicismo alternativo, no integrista, “liberal” diríamos, hay que tener en cuenta lo que le unía en cuanto a contenido con las corrientes anteriores de modernización como el humanismo, el jansenismo, la ilustración eclesial, etcétera y lo que le distinguía como específico. Hay que anotar también un aspecto importante. El modernismo del cambio de siglo, que se afirmaba tan vinculado al pensamiento moderno, ilustrado, manifestaba también contradictoriamente rasgos antimodernos, irracionales, místicos, de crítica a un racionalismo exagerado en el dominio religioso. Y viceversa, la ortodoxia romana actuaba de forma “modernista” en razón de su racionalismo excesivo y de su positivismo de la fe. Por eso puede decirse que la historia del modernismo es la historia de su definición: hasta hoy no existe una precisa En el centenario de la condenación del modernismo

Fuentes

  • AUBERT, Publicaciones recientes en torno al modernismo, Concilium 2

(1966) 16,432-446

  • R. GARCÍA HARO, Historia teológica del modernismo, Pamplona (EUNSA) 1972
  • E. POULAT, La crisis modernista : historia, dogma, crítica, Madrid (Taurus) 1974
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