Crátilo

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Concepto:Diálogo escrito por el filósofo griego Platón

Crátilo, diálogo escrito por el filósofo griego Platón, poco tiempo después de la fundación de la Academia, posiblemente hacia el 385 a.C. El contenido de Crátilo, tratado que puede ser encuadrado en la rama filosófica de la lógica, se centra en la "exactitud de los nombres", es decir, en el origen y características del lenguaje. Su título proviene de uno de los tres interlocutores que aparecen en el escrito, Crátilo, filósofo discípulo de Heráclito. Los otros dos son Sócrates y uno de sus discípulos, Hermógenes.

Platón hace intervenir a Sócrates en un debate que opone a Crátilo y Hermógenes. Éste le resume las tesis sobre las que se discute: mientras que Crátilo sostiene que los nombres son imitaciones o representaciones exactas de la naturaleza de las cosas, él prefiere pensar que son signos convencionales. Aunque parece que este duelo discursivo se interrumpe en el momento en que Sócrates aparece, ante la pregunta de Hermógenes, saber si los nombres de Crátilo y de Sócrates corresponden a las personas designadas, Crátilo responde afirmativamente; en cambio, y para su gran desconcierto, puntualiza: "tu nombre no es Hermógenes, incluso aunque todo el mundo te llame así".

Los nombres: ¿naturaleza o convención?

Este equívoco, cuyo sentido es un juego de palabras, explica la estructura singular del diálogo. Éste se compone de dos actos bastante desproporcionados en extensión. Además, los dos tercios de la obra están esencialmente dedicados a especulaciones etimológicas más o menos arbitrarias, de las cuales sólo un reputado helenista podría captar su intrínseca ironía. Hermógenes, de hecho, significa literalmente ‘descendiente del linaje de Hermes’, dios omnipresente que asegura el contacto, el paso o la transición entre los hombres y los dioses, la vigilia y el sueño, lo lejano y lo próximo. Por eso, es el dios de los viajeros, de los comerciantes y de los oradores. Pero éste no es el caso de Hermógenes: pobre (a pesar de tener un padre y un hermano muy ricos) y desprovisto de la agilidad física y mental que exigía el arte de la oratoria y que suponía la fortuna material de los sofistas (como, por ejemplo, Pródico de Ceos, del que Sócrates recuerda sus lecciones “a cincuenta dracmas”).

Por ello, Platón suscita la cuestión de los nombres en términos discursivos, pero la plantea, igualmente, de forma dramatúrgica. Es mediante un subterfugio como Sócrates es identificado veladamente con Hermes, en oposición a Hermógenes que, efectivamente, debe su nombre sólo a las convenciones. De hecho, Sócrates parece estar a favor de Crátilo. Aceptando romper su silencio en la última cuarta parte del texto, se propone incluso tomarlo ocasionalmente como discípulo. Gracias a la larga disgresión etimológica precedente, Sócrates le demostrará con su virtuosismo y su erudición en materia onomástica, fonética y gramática, que la cuestión de los nombres merecía ser planteada.

Los nombres y la naturaleza de las cosas

Sócrates retoma pues la discusión recapitulando acerca de las conclusiones a las que había llegado con Hermógenes. Como el nombre de éste es una usurpación, Sócrates demuestra la preponderancia de la imitación basada en la naturaleza más que en la cultura (o las costumbres). Pero imitar o pintar no es suficiente en sí, sino que hay que hacerlo bien, pues “las cosas bellas son difíciles”. Rechazando, de paso, el relativismo de Protágoras y de Eutidemo, distingue entre los nombres bien imitados de los que no lo están, de la misma forma que se podría distinguir entre los hombres buenos y los malos por sus actos. Ahora bien, hablar es nombrar y, por tanto, actuar. Se plantea entonces cuál es, en el orden del lenguaje, el medio apropiado para efectuar dicha discriminación, llegando a la conclusión de que sólo puede ser la palabra. Ésta es una herramienta útil, comparable a una tejedora en el oficio de tejer. Permite separar los hilos de la trama y “tejer” un discurso, nombrando las cosas por su nombre y mostrándolas. Pero, del mismo modo que hay que concordar la palabra con los actos, también hay que distinguir las buenas enseñanzas de los sofismas. Por tanto, Sócrates se pregunta a qué artesano recurrir para proceder a la “reparación” de las palabras, en tanto que su estado actual es comparable al de una tejedora rota.

Responde entonces Sócrates que es necesario recurrir a un legislador, al igual que el tejedor llamaría a un carpintero para arreglar su herramienta. Porque al igual que éste, el legislador tiene los ojos puestos en el modelo inmutable, en la forma o naturaleza de cada palabra según la realidad a la que refiere. Es pues el único capaz de reproducir las palabras justas pero igualmente bellas. En efecto, afirma que los antiguos creadores de los nombres fijaron éstos “según la idea de que todo está en movimiento y flujo continuo”; pero podría no ser así, y “que fuesen ellos mismos los que, caídos en una especie de torbellino, fuesen confundidos y nos arrastren”. Dicho de otro modo, Platón sobrentiende a través de las palabras socráticas que fueron malos artesanos, puesto que no hay que confundir a Hermes con Hermógenes, ni a Sócrates con Crátilo, ni tampoco a las cosas con su esencia.

Finalmente, Platón dibuja el modelo ideal del legislador, que afronta una doble competencia muy específica en tanto que debe “saber” al mismo tiempo que “hacer”. Es por lo que sustituye la alternativa inicial de cultura o naturaleza, por la oposición entre la buena reproducción (idea) y la mala representación (imagen) de la esencia, en tanto que ésta ha de ser el objeto de un “saber hacer” ejemplar: la dialéctica. De este modo, Platón apela a una verdadera reforma del lenguaje, con motivo de la cual el buen reproductor (de ideas) tendrá que competir con los malos o falsos representantes (de opiniones). El límite del nombre correcto no es pues el “ruido sin significado” evocado por Crátilo que arroja a la tinieblas exteriores los vocablos erróneos porque, para el dialéctico, el parecido intrínseco del nombre (Hermes) no es la similitud extrínseca del nombre (Hermógenes). La alternativa nunca se sitúa entre el nombre y el innominable, ni por otra parte entre la esencia y la apariencia, lo inteligible y lo sensible o el saber y el hacer, sino que reside, por así decirlo, en el enfrentamiento o la agonía del nombre (según la idea) y de los nombres (según la naturaleza).

Pregunta finalmente Sócrates: “¿Hay que partir de la imagen (...) y conocer la verdad de la que es imagen, o de la verdad para conocerla en sí misma, y ver al mismo tiempo si su imagen esta bien lograda?”. Afirma ante ello Crátilo: “Es, a mi modo de ver, de la verdad, de la que hay que partir”. Dicho de otro modo, el límite de un nombre no es una cosa (o una persona) considerada desde el punto de vista extrínseco sino su no pertinencia intrínseca respecto a ésta; al contrario, el límite de una cosa no es un nombre considerado desde el punto de vista intrínseco a su esencia, sino su atribución (o su ejecución) extrínseca con respecto a ésta. Es por lo que, “no es nada sensato encomendar las palabras a su propio cuidado y al de su alma”, concluye Sócrates, al término de este diálogo en el que Platón deja entrever por primera vez, “como en sueños”, su teoría de las ideas.

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