Filosofía alemana (Siglo XVII)

Filosofía alemana (Siglo XVII)
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En la Guerra de los Treinta Años se combinaron una serie de factores diversos. La división religiosa del Imperio, ratificada en la paz de Augsburgo (1555), era todavía fuerte de tensiones. Alemania se fragmentó en diversos pequeños Estados feudales.

Filosofía alemana (Siglo XVII). Comparada con Holanda e Inglaterra, la Alemania de la segunda mitad del siglo XVII era un país atrasado. Tras el fracaso de la Guerra de los campesinos, estalló en el siglo XVII la Guerra de los Treinta Años, que entrañó la inusitada ruina, la devastación, el aniquilamiento de ciudades enteras. Políticamente el país se vio desmembrado en infinidad de pequeños Estados y unidades administrativas. En todas partes subsistieron los enclavados y el aislamiento feudales.

Guerra de los Treinta Años

En esta cruenta guerra se combinaron una serie de factores distintos. La división religiosa del Imperio, ratificada en la paz de Augsburgo (1555), era todavía fuerte de tensiones. El elector palatino Federico IV fundó la Unión Evangélica (protestante) en 1608, y Maximiliano I de Baviera respondió con la Santa Liga al siguiente año. La situación se completaba con las contradicciones entre el emperador y los príncipes por el poder en el Imperio. Por otro lado, los esfuerzos de los Habsburgo vieneses por introducir la contrarreforma católica y germanizar sus dominios patrimoniales encontraron gran oposición, particularmente en Bohemia.

Habría que añadir la tradicional pugna franco-española por la hegemonía europea, resuelta en el siglo anterior a favor de España al precio de la secesión de las provincias protestantes de los Países Bajos (Holanda). Por su parte, Inglaterra, Dinamarca y Suecia esperaban sacar partido de la inestabilidad centroeuropea. Por último, la crisis general del siglo VII, con el enfrentamiento entre las estructuras socioeconómicas del feudalismo y el capitalismo emergente, añadió la crispación social a la política y la religiosa. En estas circunstancias, el Habsburgo Fernando de Estiria, elegido rey de Bohemia (1617), trató de implantar por la fuerza el catolicismo en sus dominios. Los protestantes bohemios se rebelaron y, tras defenestrar a los consejeros imperiales en Praga (23 de mayo de 1618), eligieron como nuevo soberano a Federico y del Palatinado, destituyendo a Fernando II, emperador desde 1619. Este contó con el apoyo de sus parientes españoles y de la Santa Liga, mientras la Unión Evangélica era neutralizada en un primer momento por el tratado de Ulm, impuesto por Francia e Inglaterra. Sólo Gábor Bethlen de Transilvania apoyó a Federico y los bohemios, cuyas fuerzas fueron aplastadas por el general Tilly en la Montaña Blanca, cerca de Praga (noviembre de 1620), mientras los españoles invadían el Palatinado. Hacia 1624, Bohemia había sido sometida al absolutismo habsbúrgico, Maximiliano de Baviera se había adueñado del alto Palatinado y del título de elector, y las tropas españolas controlaban Renania.

Francia, ante estos éxitos de su rival, intentó infructuosamente cortar las comunicaciones entre la Italia española y el Imperio (ocupación de la Valtelina, 1625) y recurrió entonces a la guerra interpuesta, animando las aspiraciones de Cristián IV de Dinamarca. Este, interesado en extender sus dominios a costa del Imperio, y temeroso del avance católico en el norte, se alió con Inglaterra, Holanda y Federico y, refugiado en este último país (1625). Pero su ofensiva fue rápidamente desbaratada en Dessau (abril de 1626) y Lutter (agosto) por los imperiales Wallenstein y Tilly, respectivamente. Cristián IV vio invadidos sus propios territorios y tuvo que firmar ¡a paz de Lübeck (mayo de 1629). Al mismo tiempo, España lograba vencer a holandeses e ingleses.

La victoria parecía completa para las fuerzas católico-imperiales, pero Fernando II desaprovechó la ocasión de pacificar el Imperio, con la anulación de las secularizaciones de bienes eclesiásticos tras la Reforma (Edicto de Restitución, 1529) y el intento de imponer la sucesión hereditaria en el trono imperial (dieta de Ratisbona, 1630). Esto enconó la oposición de los príncipes alemanes y prolongó el conflicto.

La derrota danesa propició la entrada en la guerra de Suecia, cuyo rey, Gustavo II Adolfo, luterano convencido, deseaba tanto apoyar a sus correligionarios alemanes como afianzar su dominio en el Báltico, disputado por Dinamarca y Polonia. El cardenal Richelieu, valido de Luis XIII de Francia, favoreció la firma de una tregua entre Suecia y Polonia (1629) y concedió subsidios de guerra al soberano sueco. este organizó un ejército popular, bien armado y lleno de entusiasmo por su rey y su religión. Con el apoyo de los príncipes protestantes tras el saqueo de Magdeburgo por Tilly (mayo de 1631), Gustavo Adolfo venció a éste en Breitenfeld (septiembre). Dueño del norte de Alemania, ocupó Renania y avanzó sobre Baviera (1632). Fernando II tuvo que llamar de nuevo a Wallenstein, caído en desgracia en 1630, que logró expulsar a los sajones de Bohemia y contener a los suecos en el sur de Alemania, aunque fue derrotado por Gustavo Adolfo en Lützen (noviembre de 1632).

La momentánea desorganización sueca permitió a los imperiales rehacer sus fuerzas, a pesar del asesinato de Wallenstein (febrero de 1634), sospechoso de conspirar contra el emperador. El regente sueco Oxentiern logró organizar la liga protestante de Heilbronn (abril de 1633), pero fue finalmente derrotada en Nórdlingen por los hispano imperiales (septiembre de 1634>, que lograron acceder al Báltico. Los suecos tuvieron que retirarse al este y Sajonia firmó con el emperador el tratado de Praga (mayo de 1635), que preveía la disolución de las ligas.

Esta nueva oportunidad de paz fue frustrada por la intervención directa de Francia en el conflicto, temerosa de la supremacía de los Habsburgo. Se alió con los suecos, Holanda, Saboya y Sajonia en contra del Imperio y desarrolló también su particular guerra contra España (1635>. De En un principio, los hispano imperiales llevaron la mejor parte en esta nueva fase las hostilidades, con la toma de Corbie y la amenaza sobre París del cardenal-infante Fernando de Habsburgo (1636). Pero la ofensiva francosaboyana logró cortar el paso de la Valtelina entre Italia y el Imperio (1637) y la victoria en Rheinfelden permitió a Bernardo de Sajonia-Weimar tomar Breisach (1638), interrumpiendo las comunicaciones entre Italia y los Países Bajos. El aislamiento entre las fuerzas habsbúrgicas se complicó con ¡as victorias francesas en los Países Bajos y holandesas en las Dunas (1639) y las colonias (1640). Por otra parte, España sufrió en 1640 las rebeliones dePortugal y Cataluña, que abrieron nuevos frentes bélicos en el centro de sus dominios.

Francia aprovechó la ocasión para penetrar en Cataluña, donde Luis XIII fue proclamado conde de Barcelona (1641), y atacar al debilitado ejército español de Flandes en Rocroi (1643). A partir de ese momento España luchó por mantener sus posesiones, mientras la liga de Heilbronn y los franceses derrotaban a los aliados sajones y bávaros del emperador, que abandonaron la lucha en 1645 y 1647.

En 1644 se habían iniciado conversaciones de paz en Münster (entre Francia y el emperador) y Osnabruck (entre el emperador, Suecia y los príncipes alemanes), simultáneas a los combates, por lo que las propuestas de cada bando cambiaban según los resultados en el campo de batalla. Pero la apurada situación de los Habsburgo aceleró las negociaciones, que resultaron en un conjunto de tratados conocidos como paz de Westfalia (octubre de 1648).

La paz de Westfalia

Tratado de Westfalia

Como consecuencia de estos tratados, Francia logró importantes ventajas territoriales en Alsacia y la frontera renana, Suecia se quedó con Pomerania occidental y diversos enclaves alemanes del mar del Norte y el Báltico, convirtiéndose en miembro del Imperio. Brandemburgo se expandió en Pomerania oriental y obtuvo algunos territorios en Alemania occidental, mientras el duque de Baviera retenía el alto Palatinado y la condición de elector, restituida no obstante —junto al bajo Palatinado— a los herederos de Federico y, hecho que se tradujo en el aumento del colegio electoral imperial a ocho miembros. Por su parte, la independencia formal de Suiza fue acatada por el Imperio.

Esta institución fue la más perjudicada, pues el reconocimiento de la soberanía de los príncipes y las ciudades vaciaba de contenido el título imperial. La consagración de la libertad religiosa de los príncipes, que impondrían su fe en sus Estados se extendió al calvinismo y puso fin al ciclo de guerras religiosas que habían ensangrentado Europa desde el siglo XVI.

Los Habsburgo vieneses, a pesar de algunas concesiones, fortalecieron el control sobre sus posesiones patrimoniales, gobernadas desde Austria. La gran perdedora de este prolongado conflicto fue Alemania en su conjunto, sometida a terribles devastaciones durante tres décadas —especialmente en regiones como Renania, que perdió dos tercios de su población— y afectada por pérdidas materiales que tardaron decenios en ser reparadas. Por su parte, Inglaterra y Holanda se afianzaron como potencias marítimas, condición que posibilitaría un gran desarrollo comercial y colonial futuro. Francia se confirmó como la nueva potencia europea, aunque todavía tenía que dirimir su conflicto con España.

Gottfried Wilhelm von Leibniz

Gottfried Wilhelm von Leibniz

Así las cosas, la ideología religiosa conservó la situación preponderante. Tras ciertos avances derivados de los éxitos en las ciencias físicas, biológicas y médicas, el materialismo no en venir a menos y, en contra de lo ocurrido en los países de Europa Occidental, no se transformó en una potente fuerza ideológica. En este tiempo difícil para Alemania apareció el genial científico y filósofo Gottfried Wilhelm von Leibniz (1646-1716) que tras estudiar jurisprudencia en la Universidad de Leipzig, renunció a la docencia y fue historiógrafo y diplomático del duque de Hannover.

En condiciones difíciles y, en ocasiones humillantes que exigían tacto y hasta conformidad, Leibniz desplegó múltiples actividades prácticas y teóricas. En todas las esferas del saber aspiró a elaborar amplias concepciones aglutinadoras, pero a veces intentó combinar lo incombinable: la ciencia y la religión, el materialismo filosófico y el idealismo, el apriorismo y el empirismo.

Las opiniones de Leibniz acerca del nexo entre la teoría y la práctica le llevaron a comprender de un nuevo modo la organización de toda la actividad científica. En las notas sobre la fundación de la Academia de Ciencias de Berlín señala que el fin de esta institución debe ser unir la teoría y la práctica, mejorar no sólo las artes y las ciencias, sino además la agricultura, la manufactura y el comercio.

Maquina de Leibniz

El rasgo característico de su actividad científica es la tendencia a unificar la teoría y la práctica. Leibniz descubrió casi al mismo tiempo que Newton el cálculo diferencial e integral e ideó una máquina calculadora apta para diversas operaciones, incluso la extracción de raíces. En las minas de plata de Harz inventó y construyó molinos y bombas para achicar aguas subterráneas, estudió las condiciones para el restablecimiento de la extracción, combatió la rutina y el formalismo de los funcionarios de la administración minera. En una carta al físico Denis Papín avanzó la idea de la regulación automática de las máquinas. Leibniz entronca los problemas de la técnica y la tecnología con las cuestiones cardinales de la ciencia y de la cosmovisión científica.

También le interesaron los problemas sociales. Redactó escritos concernientes a la reforma tributaria, la abolición de las prestaciones personales y de la servidumbre y el cambio de la administración comunitaria, así como un proyecto de constitución de sociedades de seguros y medidas para facilitar trabajo a los pobres. Entre los trabajos referentes a los servicios municipales figuran un proyecto de nuevo sistema de alumbramiento público en Viena, un borrador para la organización de panaderías, etc.

Doctrina leibniziana del ser

Al igual que Descartes y Spinoza, Leibniz confiere a su doctrina del ser la forma de doctrina de la substancia. Descartes había reducido la materialidad o corporeidad a la extensión. Según Leibniz, de la extensión no pueden ser extraídas las propiedades físicas de los cuerpos, sino únicamente las geométricas. Necesario es por consiguiente suponer en la substancia propiedades de las que puedan ser deducidas las características físicas fundamentales de los cuerpos.

V. I. Lenin

A Leibniz no le encajaba ni el dualismo cartesiano de la substancia ni la doctrina spinoziana de la substancia única; si no existiera más que una substancia, todas las cosas serían pasivas y no activas. Deduce luego Leibniz del hecho de que todas las cosas poseen su propio movimiento que, en rigor, todas son fuerzas. Cualquier cosa es substancia, luego el número de substancia es infinito. Cada substancia o fuerza es una unidad del ser, o mónada. La mónada no es una unidad material, sino espiritual del ser, una suerte de átomo espiritual. Cada mónada es espíritu y cuerpo. Al solucionar de modo idealista el problema cardinal de la Filosofía, Leibniz afirma que el número es la expresión externa de la pasividad de la mónada, de su limitación. Sin embargo, la pasividad no es sino un momento derivado de la mónada, cuyas cualidades primeras son la independencia, el movimiento propio. Gracias a las mónadas, la materia posee la aptitud del automovimiento externo. Leibniz afirmaba no haber visto nunca las masas insignificantes, baldías y rutinarias de las que habitualmente se habla, pues en todas partes se observa actividad y no hay ni un solo cuerpo sin movimiento, ni una sola substancia sin una aspiración activa. Al hilo de esta idea, consideró Lenin posible deducir que Leibniz “llegó, a través de la teología, al principio de la conexión inseparable (y universal, absoluta) de la materia y el movimiento.”

Cada mónada es simultáneamente forma y materia puesto que cualquier cuerpo material posee una forma determinada. Pero afirma Leibniz que la forma es inmaterial, una fuerza finalista, en tanto que el cuerpo es una forma mecánica. Por ello no se puede aclarar sólo la naturaleza por las leyes de la mecánica, sino que es menester también introducir el concepto de fin. Cada mónada es a la vez fundamento de sus acciones y del fin que estas persiguen.

Leibniz trata de combinar la doctrina aristotélica de la finalidad interna que rige en la naturaleza y la doctrina spinoziana de la causalidad mecánica. Este intento de conjugar la teología con el mecanicismo está patente en la doctrina leibniziana de la relación entre el alma y cuerpo. Según el filósofo, el alma es la finalidad del cuerpo, finalidad interna, aquello a lo que aspira el cuerpo. Respecto a esta finalidad interna, el cuerpo es el mediador del alma. La relación entre alma y cuerpo no se reduce a su interacción ni al concurso permanente o apoyo por parte de Dios. Es la relación de la “armonía preestablecida”. Dios ha instaurado una correspondencia eterna entre el mecanismo físico del cuerpo y el alma, a semejanza de dos relojes que marchan con absoluto sincronismo.

Como substancia, las mónadas son independientes entre sí. No hay interacción física entre ellas, “no tienen ventanas abiertas al exterior por las cuales algo pudiera entrar o salir de ellas”. Pero, bien que independientes, las mónadas no están absolutamente aisladas: en cada mónada se refleja el mundo, todo el conjunto de mónadas, por lo cual Leibniz las llama “espejo viviente” del Universo. Como las acciones de las mónadas son acciones corporales se subordinan a la naturaleza del cuerpo y recaban una explicación mecanicista, en otros términos, una explicación mediante las “causas eficientes”. Y por cuanto estas acciones son acciones de la mónada en desarrollo se subordinan a la naturaleza del alma, recaban una explicación mediante el finalismo, mediante las causas finales.

El concepto de desarrollo es en Leibniz sumamente amplio. En la naturaleza todo se halla en evolución, dice. No se produce ni surgimiento en el sentido estricto de la palabra ni destrucción. El desarrollo es sólo cambio de las formas originarias a través de cambios infinitamente pequeños. En principio, este filósofo niega la posibilidad de todo salto o ruptura de la continuidad. La misma opinión sustenta para la evolución biológica, en la que echa los cimientos de la intelección metafísica e idealista, según la cual, el individuo biológico no nace, en puridad, sino que se despliega de un germen preexistente. Es esta la denominada teoría del preformismo, que Leibniz completa con la del “transformismo”, en virtud de la cual hay un proceso continuo de cambio de las cosas. Leibniz resuelva el problema de la fuerza motriz del desarrollo basándose en la analogía que tiene un origen psicológico. en la mónada acontece el cambio continuo que se deriva de un principio interno. La infinita pluralidad de los momentos que comparecen en la evolución de la mónada están ínsito en ella no “materialmente”, sino sólo “idealmente”, es decir, como representación.

De esta manera, la fuerza en que se sostiene el desarrollo de todas las mónadas es la fuerza de la representación. Leibniz llama percepciones a la fuerza de representación propia de las mónadas. Aunque afirma que todas las mónadas tienen facultad de percepción o de representación, Leibniz no identifica la representación con la conciencia y rechaza la idea cartesiana de que al alma siempre le es inherente la conciencia, el pensamiento. Para Leibniz, la conciencia no es inherente a todas las mónadas, sino sólo al ser dotado de apercepción. Ese ser es el hombre.

Como entiende que la facultad de representación es inherente a todas las mónadas, Leibniz deduce que toda la naturaleza está animada, idea sugerida por el descubrimiento del mundo de los microorganismos, que pudo hacerse gracias al microscopio inventado poco antes. La mónada de Leibniz se parece no sólo al átomo, sino también al microorganismo. Es “un mundo en pequeño”, un “Universo comprimido”.

La teoría leibniziana del desarrollo ofrece el esquema de la transición del mundo inorgánico al mundo orgánico. Las mónadas vienen a ser grados de la evolución determinados por la diferencia en la facultad de representación. Ocupan el grado inferior las mónadas dotadas de una representación oscura, que no diferencian lo representado ni de sí misma ni de todo lo demás. Siguen las nómadas dotadas de representación confusa: diferencian lo representado de lo restante, pero no de ellas mismas. Ocupan el grado superior las mónadas dotadas de representación clara y distinta: diferencian lo representado de sí misma y de todo lo restante.

Ocupa un lugar central en la teoría del desarrollo el conceptos de “pequeñas percepciones”, esto es, diferencias infinitamente pequeñas entre los grados de la conciencia en desarrollo. Según el autor es continuo y a través de diferencias infinitamente pequeñas el tránsito de la conciencia oscura a la claridad inconsciente, sentado lo cual deduce que todo estado verdadero de la mónada está siempre 1) grávido de futuro y 2) preñado de todo pasado. El futuro de cada mónada está envuelto sólo en ella mismo como todo su pasado, y la evolución no puede consistir sino en el despliegue consecutivo de su contenido originario. Opinión esta mecanicista. A Leibniz le es completamente ajena la idea de que el desarrollo es el surgimiento de algo cualitativamente nuevo, no preexistente.

Teoría leibniziana del conocimiento

La monadología de Leibniz se muestra en su teoría del conocimiento. Dice este autor que la percepción es el estado inconsciente de la mónada, en tanto que la apercepción es ya conciencia del propio estado interno o, dicho de otro modo, es reflexión. El surgimiento de la reflexión significa el paso al conocimiento. Esta facultad no es propia de todas las mónadas, sino únicamente de las superiores, las almas.

En la Gnoseología trata Leibniz de superar los errores del empirismo, así como la forma cartesiana del racionalismo. Esta crítica de ambos tipos de teoría del conocimiento la despliega desde las posiciones del idealismo y del apriorismo. Leibniz acepta la proposición de la teoría empírica del conocimiento según la cual para éste son imprescindibles los sentidos, y está de acuerdo con los filósofos que sostienen que nada hay en el intelecto que no estuviera antes en las sensaciones. Mas la experiencia y, por consiguiente, las sensaciones no pueden aclarar lo principal en el conocimiento: la necesidad y universalidad d ciertas verdades. Ni la generalización de los datos de la experiencia, ni la inducción pueden ser la fuente de esas verdades. La universalidad y la necesidad son patrimonio del intelecto y no de los sentidos. Por ello, de acuerdo con la célebre formula del empirismo, afirma que nada hay en el intelecto que no estuviera antes en las sensaciones pero agrega que ello rige para todo “salvo para el intelecto mismo”.

Leibniz admite la existencia en el entendimiento de ciertas ideas ingénitas, pero rechaza la forma exageradamente racionalista de esta proposición, que para él es la teoría cartesiana de las ideas innatas. Ignorando la correspondencia de Descartes y las explicaciones que contiene sobre esta cuestión, le atribuye erróneamente la opinión de que las ideas innatas han sido insertadas en nuestro intelecto en forma cabal y desde toda la eternidad. Contrariamente a esto, Leibniz considera que las ideas innatas no son nociones acabadas, sino embriones, predisposiciones del intelecto, posibilidades que aún hay que realizar. Por ello, según Leibniz, la mente humana no se parece a una tabla rasa, sino más bien a un bloque de mármol cuyas vetas perfilan una figura que el escultor podrá alumbrar.

A tenor de esta doctrina de las fuentes del saber, elabora Leibniz la concerniente a los dos tipos de verdades: las verdades de hecho y verdades metafísicas (eternas). Las verdades eternas se extraen por medio de la razón, no necesitan la prueba de la experiencia para reconocerlas como tales basta ver que su opuesto es imposible. Las verdades de hecho son las conseguidas sólo por medio de la experiencia, las deducciones lógicas son insuficientes para su demostración y se basan en la realidad de nuestras representaciones del objeto investigado, realidad que no descarta que su opuesto sea posible. En este terreno nos vemos limitados por comprender sólo la conexión causal en la que unos hechos de nuestra experiencia se encuentran en correlación con otros. La ley suprema para las verdades de este género es, según el filósofo, la ley de la razón suficiente, según la cual nada es sin que haya una razón que explique que sea.

Además de las cuestiones del conocimiento, Leibniz trabajó en los temas de la lógica, en la que perfeccionó y desarrolló diversos aspectos de la lógica aristotélica y fue el verdadero fundador de la lógica matemática. Sin embargo, las obras leibnizianas sobre lógica matemática no fueron publicadas hasta finales del siglo XIX y principios del XX y no influyeron directamente sobre el progreso de esta ciencia.

Leibniz no expone sus ideas en escritos de corte académico, sino en obras polémicas y combativas. Durante más de veinte años disputó con Newton la primacía del descubrimiento del cálculo diferencial e integral. También expuso en tono polémico sus opiniones acerca de la teoría del saber. En 1690 apareció y alcanzó rápida resonancia el “Ensayo sobre el entendimiento humano” de Locke que, pese a las concesiones al racionalismo, fue un fuerte medio de propagación del materialismo y el empirismo materialista. Leibniz resolvió oponer a Locke su propia doctrina y defender el idealismo y el apriorismo en la teoría del conocimiento para lo que escribió “Nuevo tratado sobre el entendimiento humano”, en el que expone las ideas lockiana y critica consecutivamente las fundamentales de ellas. Acepta de Locke el origen experimental del conocimiento, menos de las verdades generales y necesarias que tendrían fuente apriorística en el entendimiento mismo.

La teoría del Optimismo, que Leibniz expone en la ética, tuvo mucha audiencia. En su “Teodicea” afirma que, aún cuando contiene la imperfección y el mal moral este mundo es, dentro de todos los mundos posibles, el mejor que Dios ha podido crear. Los rasgos de imperfección y los fenómenos del mal es una parte necesaria en el conjunto armónico del mundo.

No obstante del mecanicismo de su doctrina de la naturaleza física, la filosofía leibniziana ofrece claros atisbos de representaciones dialécticas de la naturaleza y del conocimiento, cosa a la que contribuyó un estudio profundo de la dialéctica de Platón, Plotino y Aristóteles. Le llevaron a la dialéctica la intelección dinámica, característica en él, de los proceso de la naturaleza y, en la teoría del conocimiento, la tendencia a armonizar el empirismo y el racionalismo. La vena dialéctica de Leibniz no se vigorizó y, antes bien, se desvaneció en la escuela alemana de leibnizianos de Cristian Wolff y sus innúmeros discípulos.

Filosofía clásica alemana

Immanuel Kant

Etapa en el desarrollo de la filosofía, representada por las doctrinas de Kant, Fichte, Schelling, Hegel y Feuerbach.

Siendo expresión ideológica de las concepciones de la burguesía progresista de la época de destrucción de las relaciones feudales a fines del siglo 18 y primera mitad del siglo 19, la filosofía clásica alemana constituye una original sintetización de la experiencia de las revoluciones burguesas, que hacia aquel entonces habían rebasado ya las cumbres de su carácter revolucionario (revoluciones inglesa y francesa). De ahí las manifiestas tendencias al compromiso en la filosofía clásica alemana, reforzadas por las condiciones de la Alemania de aquella época (fraccionamiento feudal, relativa debilidad de la burguesía, etc.) y el afán de circunscribir la solución de muchos problemas a la esfera teórico-espiritual o sensorial-abstracta.

Las fuentes teóricas de la filosofía clásica alemana fueron las realizaciones más importantes del desarrollo espiritual precedente de la humanidad, sobre todo el legado ideológico de la Ilustración francesa y alemana, el racionalismo de Descartes, Spinoza y Leibniz y la línea materialista en filosofía (F. Bacon, Hobbes, Spinoza, Gassendi y otros). En la filosofía clásica alemana están representadas todas las corrientes filosóficas fundamentales: la dualista (Kant), la idealista subjetiva (Fichte), el idealismo objetivo (Schelling, Hegel) y el materialismo (Feuerbach).

A pesar de la diversidad de las principales posiciones filosóficas, la filosofía clásica alemana es una etapa única y relativamente independiente en el desarrollo de la filosofía, pues todos sus sistemas se desprenden lógicamente uno de otro. Así, la contradicción interior del sistema filosófico de Kant, que consiste en reconocer la existencia objetiva de la “cosa en sí” y negar la posibilidad de conocerla, engendró el empeño de superar dicha contradicción en el marco del idealismo subjetivo de Fichte y luego del idealismo objetivo de Schelling y Hegel, cuyos sistemas filosóficos se basan en el principio de la identidad del sujeto y el objeto y de lo ideal y lo real.

En la doctrina de Hegel la realidad se corresponde con el concepto, sus categorías y leyes, que se toman en movimiento y autodesarrollo, lo cual le permitió adivinar en la dialéctica de los conceptos la dialéctica de las cosas. Pero el idealismo de Hegel y la absolutización del pensamiento y de su historia, es decir el circunscribir el pensamiento a sí mismo, engendraron en fin de cuentas el principal vicio de su sistema: el desarrollo dialéctico se convirtió de hecho en movimiento por un círculo cerrado.

Al someter a crítica el idealismo hegeliano, Feuerbach dejó de lado la idea absoluta y, con ella, la dialéctica del desarrollo espiritual de la humanidad. Redujo el pensamiento y la conciencia a la contemplación sensorial, y la esencia del hombre, a su base sensorial natural. La renuncia a la idea del desarrollo y la contemplatividad del materialismo feuerbachiano determinaron su carácter inconsecuente, el que se manifestó en la interpretación idealista de la historia.

Todo el curso del desarrollo de la filosofía clásica alemana muestra que la intelección filosófica más plena y profundamente científica del mundo y del hombre sólo puede efectuarse sobre una base materialista, utilizando todas las realizaciones de la filosofía clásica alemana, en primer lugar, su dialéctica. Esta circunstancia, precisamente, permitió a la filosofía clásica alemana convertirse en una de las principales fuentes del marxismo.

Enlaces externos

Fuentes

  • Historia de la Filosofía. Tomo I. Historia de la Filosofía Premarxista. Segunda Edición. Ed. Progreso Moscú. 1983. Cap. II. Pág. 237
  • C. Marx y F. Engels. Obras. T. 4. Pa’g. 431.
  • V. I. Lenin. Resumen del libreo de Feuerbach “Exposición, análisis y crítica de la filosofía de Leibniz.”O. C. t. 29. Pág. 67
  • M. Rosental y P. Iudin. Diccionario Filosófico. Editorial Política. Cuba.1981.