Hudson Taylor

Hudson Taylor
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NombreJames Hudson Taylor
Nacimiento21 de mayo de 1832
Barnsley, Yorkshire, Bandera del Reino Unido
Fallecimiento1905
Bandera de la República Popular China China
NacionalidadInglaterra
Otros nombresJ. Hudson Taylor
CiudadaníaInglaterra
OcupaciónTeólogo, Misionero y Traductor
CónyugeMaría Dyer
PadresSantiago Taylor y de Amelia

Hudson Taylor. Misionero Inglés en China. Gastó 5 años traduciendo el Nuevo Testamento al dialecto Ningpo. En su Muerte en 1905, habían 205 estaciones con 899 misioneros y 125.000 cristianos Chinos en la Misión Interior de China.


Síntesis biográfica

James Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832 en un hogar cristiano. Su padre era farmacéutico en Barnsley, Yorkshire (Inglaterra), y un predicador que en su juventud tuvo una fuerte carga por China. Cuando Hudson tenía sólo cuatro años de edad, asombró a todos con esta frase: «Cuando yo sea un hombre, quiero ser misionero en China». La fe del padre y las oraciones de la madre significaron mucho. Antes de que él naciera, ellos habían orado consagrándolo a Dios precisamente para ese fin.

Sin embargo, pronto el joven Taylor se volvió un muchacho escéptico y mundano. Él decidió disfrutar su vida. A los 15 años entró en un banco local y trabajó como empleado menor donde, puesto que era un adolescente bien dotado y alegre, llegó a ser muy popular. Los amigos mundanos le ayudaron a ser burlón y grosero. En 1848 dejó el banco para trabajar en la tienda de su padre.

Conversión y llamamiento

Su conversión es una historia asombrosa. Una tarde de junio de 1849, cuando tenía 17 años, entró en la biblioteca de su padre. Echaba de menos a su madre que estaba lejos, y quería leer algo para pasar el rato. Tomó un folleto de evangelismo que le pareció interesante, con el siguiente pensamiento: «Debe haber una historia al principio y un sermón o moraleja al final. Me quedaré con lo primero y dejaré lo otro para aquellos a quienes le interese». Pero al llegar a la expresión «la obra consumada de Cristo» recordó las palabras del Señor «consumado es», y se planteó la pregunta: «¿Qué es lo que está consumado?». La respuesta tocó su corazón, y recibió a Cristo como su Salvador.
A esa misma hora, su madre, a unos 120 kilómetros de allí, experimentaba un intenso anhelo por la conversión de su hijo. Ella se encerró en una pieza y resolvió no salir de allí hasta que sus oraciones fuesen contestadas. Horas más tarde salió con una gran convicción. Diez días más tarde regresó a casa. En la puerta le esperaba su hijo para contarle las buenas noticias. Pero ella le dijo: «Lo sé, mi muchacho. Me he estado regocijando durante diez días por las buenas nuevas que tienes que decirme.» Más tarde Hudson se enteró de que también su hermana, hacía un mes, había iniciado una batalla de oración a favor de él. «Criado en tal ambiente, y convertido en tales circunstancias, no es de extrañar que desde el comienzo de mi vida cristiana se me hacía fácil creer que las promesas de la Biblia son muy reales».
Sin embargo, a poco andar, Hudson empezó a sentirse descontento con su estado espiritual. Su «primer amor» y su celo por las almas se había enfriado. En una tarde de ocio de diciembre de 1849 se retiró para estar solo. Ese día derramó su corazón delante del Señor y le entregó su vida entera. «Una impresión muy honda de que yo ya había dejado de ser dueño de mí mismo se apoderó de mí, y desde esa fecha para acá no se ha borrado jamás». Poco tiempo después, sintió que Dios le llamaba para servir en China.

Desde entonces su vida tomó un nuevo rumbo, pues comenzó a prepararse diligentemente para lo que sería su gran misión. Adaptó su vida lo más posible a lo que pensaba que podría ser la vida en China. Hizo más ejercicios al aire libre; cambió su cama mullida por un colchón duro, y se privó de los delicados manjares de la mesa. Distribuyó con diligencia tratados en los barrios pobres, y celebró reuniones en los hogares.
Comenzó a levantarse a las cinco de la mañana para estudiar el idioma chino. Como no tenía recursos para comprar una gramática y un diccionario –muy caros en ese tiempo– estudió el idioma con la ayuda de un ejemplar del Evangelio de Lucas en mandarín. También empezó el estudio del griego, hebreo, y latín.

En mayo de 1850 comenzó a trabajar como ayudante del Dr. Robert Hardy, con quien siguió aprendiendo el arte de la medicina, que había comenzado con su padre. Sabía de la escasez de médicos en China, así que se esmeró por aprender. En noviembre del año siguiente, tomó otra decisión importante: para gastar menos en sí mismo y poder dar más a otros, arrendó un cuarto en un modesto suburbio de Drainside, en las afueras del pueblo. Aquí empezó un régimen riguroso de economía y abnegación, oficiando parte de su tiempo como médico autonombrado, en calles tristes y miserables. Se dio cuenta que con un tercio de su sueldo podía vivir sobriamente. «Tuve la experiencia de que cuanto menos gastaba para mí y más daba a otros, mayor era el gozo y la bendición que recibía mi alma».

El sueño comienza a cumplirse

En otoño de 1852, se trasladó a Londres, donde se matriculó como estudiante de medicina en uno de los grandes hospitales. Aunque la Sociedad para la Evangelización de China (CES por sus iniciales en inglés) le ayudó sufragándole parte de sus gastos, él continuó dependiendo en todo lo demás directamente del Señor. Cuando solamente tenía 21 años de edad, y aún no había acabado sus estudios, se le abrió inesperadamente la puerta, por lo que tuvo que embarcarse para Shanghai a la brevedad.
Desde China habían llegado informes de que el líder revolucionario de los Taiping solicitaba misioneros para la propagación del evangelio, que él mismo había abrazado tiempo atrás. Así que la CES decidió enviar a Hudson Taylor, esperando enviar a otro misionero un poco más adelante.
Taylor se embarcó en Liverpool en septiembre de 1853, en el buque de carga Dumfries, llevando en su equipaje mucha de literatura en idioma chino para distribuir. Nunca olvidaría el grito desgarrador de su madre al verlo partir. Allí en la nave, era el único pasajero. Fue un viaje tempestuoso; en dos ocasiones estuvieron a punto de naufragar. La navegación se calmó cerca de Nueva Guinea. El capitán se desesperó cuando una corriente los llevaba rápidamente hacia los arrecifes de la costa, donde los caníbales les esperaban con fogatas encendidas. Taylor y otros se retiraron a orar y el Señor envió una fuerte brisa que los puso a salvo. Arribaron a Shanghai en marzo de 1854, tras seis largos meses de navegación.
¡El viaje normalmente tomaba cuarenta días!.

Hudson Taylor no estaba preparado para la guerra civil que encontró a su arribo. La revolución había comenzado a degenerarse rápidamente. Muchos de los líderes rebeldes habían abrazado el cristianismo sólo por motivos políticos. «No conocían mucho del espíritu cristiano y no manifestaban ninguno». El destino de Taylor era Nanking, en el norte, pero sólo pudo establecerse en Shanghai, donde fue acogido por el doctor Lockhart. A su alrededor había miseria, violencia y muerte. Sus ojos se inflamaron, sufrió dolores de cabeza y pasaba mucho frío. En su gracia, Dios permitía que desde el principio estuviera rodeado de muchas dificultades, para así prepararlo en las tareas que habría de enfrentar más adelante.
Pese a estas dificultades, en los dos primeros años que estuvo Hudson Taylor en China, realizó diez viajes misioneros desde Shanghai, en pequeñas embarcaciones que servían a la vez de albergue. Con la llegada del misionero Parker pudo realizar una labor más amplia, distribuyendo 1800 Nuevos Testamentos y más de 2.000 tratados y folletos. Poco después, sin embargo, los Parker se trasladaron a Ningpo y él se quedó solo.En parte para explorar lugares de futura residencia y también para evitar los senderos de los nacionalistas, Hudson Taylor realizó un viaje por el Yangtze en barco. Visitó 58 pueblos, de los cuales sólo siete habían visto a un misionero alguna vez. Predicó, removió tumores y distribuyó libros.

Noviazgo y matrimonio

En Ningpo, una nueva familia, los Jones, había llegado y la comunidad misionera era ferviente en espíritu. Una vez a la semana ellos cenaban en la escuela dirigida por la Srta. Mary Ann Aldersey, una dama inglesa de 60 años, reputada por ser la primera mujer misionera en China. Ella tenía dos jóvenes ayudantes, Burella y María, hijas de Samuel Dyer, uno de los primeros misioneros en China.
El día de Navidad de 1856, el grupo misionero tuvo una celebración donde comenzó una amistad entre Hudson y María. Esta joven era muy agraciada y simpática, además de una ferviente cristiana. Muy pronto compartieron los mismos anhelos y aspiraciones de santidad, de servicio y acercamiento a Dios, y aun la indumentaria oriental que llevaba Taylor. Taylor tuvo que cumplir una importante misión en Shanghai, pero le escribió a María pidiéndole formalizar un compromiso. Obligada por la Srta. Aldersey –que menospreciaba al joven– María se negó. Ante esto, ambos se abocaron a la obra del Señor, y oraron. Más tarde, al comprobar que el sentimiento mutuo persistía, decidieron pedir la autorización al tutor de ella, que vivía en Londres. Tras cuatro largos meses de espera, llegó la respuesta favorable. El tutor se había enterado en Londres de que Hudson Taylor era un misionero muy promisorio. Todos los que le conocían daban buen testimonio de él.

Así, con todo a favor, decidieron comprometerse públicamente en noviembre de 1857. En enero de 1859, poco después de que María cumpliera los 21 años, se casaron y se establecieron en Ningpo. «Dios ha sido tan bueno con nosotros. En realidad, ha contestado nuestras oraciones y ha tomado nuestro lugar en contra de los fuertes. ¡Oh, que podamos andar más cerca de él y servirle con mayor fidelidad!».

Nace la Misión al Interior de China

Muy pronto la casa de los Taylor en Inglaterra comenzó a llenarse de candidatos. La publicación del libro «La necesidad espiritual y las demandas de China» ayudó a despertar el interés por la obra de Dios en ese país. Sin embargo, las peculiaridades de la nueva Misión (denominada «Misión al Interior de China») alejaba a muchos, porque ella no solicitaba dinero, ni aseguraba un sueldo a sus misioneros. Pese a esto fue tal la respuesta, que hubo que avisar que cesaran las donaciones, porque las necesidades estaban cubiertas.
El 26 de mayo de 1866 Hudson Taylor salió con el primer grupo de 16 colaboradores rumbo a China. Este primer viaje no estuvo exento de peripecias, pues estuvieron a punto de naufragar en más de una oportunidad. Pero, gracias a Dios, llegaron sanos y salvos, y se establecieron en Hang-chow. Al año siguiente la familia Taylor vivió una profunda tristeza por la partida de su hija Gracie, de ocho años; sin embargo, la obra se extendía rápidamente por el Gran Canal hacia el interior.

Hudson Taylor enfrentó por ese tiempo otras pruebas muy fuertes. Una fue el motín de Yangchow, en que estuvo a punto de perder la vida, y otro, el descrédito que sufrió a manos de algunos miembros de su propio equipo, quienes regresaron a Inglaterra y lograron desanimar a algunos colaboradores. Debido a esto hubieron de enfrentar algunas estrecheces económicas, pero fue entonces que se manifestó la fidelidad de un conocido hombre de Dios: George Müller. Su nombre se había hecho conocido, pues sostenía por la sola fe y la oración, sin aportes fijos ni solicitar fondos, un orfanato de unos dos mil niños y niñas. Müller no sólo tenía carga por los huérfanos de Inglaterra, sino también por la evangelización en China, y así lo hizo notar en muchas ocasiones. Con sus oraciones, sus cartas y sus aportes, muchas veces infundió ánimo a los misioneros a la distancia. Las contribuciones de Müller durante los años siguientes
alcanzaron la no despreciable suma de casi diez mil dólares anuales, ¡pese a que necesitaba mirar al Cielo diariamente por el sustento de sus propios huerfanitos!.

La gran experiencia espiritual

En septiembre de 1869 Hudson Taylor entró en una experiencia espiritual que marcó su vida, y de la cual habría de compartir a muchos durante sus años siguientes. Él la llamó de la «vida canjeada». Poco antes había estado muy desanimado, por la falta de comunión con su Señor, y por la escasez de frutos, y no sabía cómo podría mejorar. Pero la llegada de una carta de su amigo Juan McCarthy en que le contaba su propia experiencia, gatilló en él la solución tan anhelada.
¿En qué consistió? En ver, a partir de Juan capítulo 15, cómo permanecer en Cristo, y recibir de él la fuerza necesaria para una vida victoriosa. Después de esto, Hudson Taylor fue otro hombre. ¡Aquella fue una experiencia que sería capaz de resistir todos los embates del tiempo! (Ver artículo «El secreto espiritual de Hudson Taylor», pág. 74).

Pruebas y expansión

Pronto se acercaban, sin embargo, algunas experiencias familiares aún más dolorosas que las ya vividas. En medio de una época muy agitada en la vida de China –la matanza de Tientsin– el matrimonio Taylor tuvo que separarse del resto de sus hijos para enviarlos a Inglaterra para su educación. Y poco después, en julio de 1870, muere un hijo recién nacido y, a los pocos días, María Dyer, quien contaba apenas con treinta y tres años. En estas circunstancias, Hudson Taylor tuvo que echar mano más que nunca el consuelo procedente de sus experiencias espirituales.

«¡Cuánta falta me hacía mi querida esposa y las voces de los niños tan lejos allá en Inglaterra! Fue entonces que comprendí por qué el Señor me había dado ese pasaje de las Escrituras con tanta claridad: ‘Cualquiera que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás’. Veinte veces al día, tal vez, al sentir los amagos de esa sed, yo clamaba a él: ‘¡Señor, tú prometiste!’ Me prometiste que jamás tendría sed otra vez’ Y ya fuera de noche o de día, ¡Jesús llegaba prestamente a satisfacer mi corazón dolorido! Tanto fue así que a veces me preguntaba si mi amada estaría gozando más de la presencia del Señor allá, que yo en mi cuarto, solitario y triste». Al año siguiente, Taylor tuvo severos dolores del hígado y del pulmón, y muchas veces tuvo dificultades para respirar. Sin embargo, junto a cada dolor físico había el profundo consuelo de una vivencia más íntima con Cristo.

La renuncia del matrimonio Berger, que dirigía la Misión en Inglaterra, obligó a Taylor a viajar a ese país en 1872. Allí, en los próximos quince meses, organizó un Consejo de apoyo a la Misión, mientras oraban intensamente en reuniones realizadas en su casa. F. W. Baller, un joven creyente que llegó a ser después un íntimo colaborador, escribió lo siguiente cuando le vio por primera vez en una de esas reuniones: «El Sr. Taylor inició la reunión anunciando un himno, y sentándose al armonio, dirigió el canto. Su aspecto no era muy imponente. Era pequeño de estatura y hablaba en voz baja. Como todo joven, quizá yo asociaba la importancia con la bulla y buscaba mejor presencia de un líder. Pero cuando dijo «oremos», y procedió a dirigir la oración, cambié de opinión. Nunca había oído a nadie orar así. Había una sencillez, una ternura, una audacia, un poder que me subyugó y me dejó mudo. Me di cuenta que Dios le había admitido en el círculo íntimo de comunión con él».

Cierto día, parado frente al mapa de China, Taylor se volvió hacia unos amigos que le acompañaban y dijo: «¿Tienen fe ustedes en pedir conmigo a Dios dieciocho jóvenes que vayan de dos en dos a las nueve provincias que aún quedan por evangelizar?». La respuesta fue afirmativa; así que allí mismo, tomados de las manos delante del mapa, se pactaron con toda seriedad para orar diariamente por los obreros que se necesitaban.

Poco después, de regreso en China, Taylor pudo comprobar con tristeza que la obra trastabillaba. En vez de hacer planes para su adelanto, apenas pudo atender lo necesario para robustecer lo que había. En esa circunstancia, su nueva esposa, Jenne Faulding, prestaba una gran ayuda. Al cabo de unos nueve meses pudo visitar cada centro y cada punto de predicación de la Misión. La obra cobró nueva fuerza.

Nuevos sueños

Un día lo siguió un anciano hasta donde él alojaba y le dijo: «Me llamo Dzing, y tengo una pregunta que me atormenta: ¿Qué voy a hacer con mis pecados? Nuestro maestro nos enseña que no hay un estado futuro, pero encuentro difícil creerlo… ¡Ah Señor! De noche me tiro en la cama a pensar. De día me siento solitario a pensar. Pienso, y pienso, y pienso más, pero no sé qué hacer con mis pecados. Tengo setenta y dos años. No espero terminar otra década. ¿Puede usted decirme qué debo hacer con mis pecados?». Esta conversación, más el ver las multitudes en las grandes ciudades sin testimonio de Dios, produjo en Hudson Taylor una nueva urgencia por más obreros. En una de sus Biblias escribió: «Le pedí a Dios cincuenta o cien evangelistas nacionales y otros tantos misioneros como sean necesarios para abrir los campos en los cuatro Fus y cuarenta y ocho ciudades Hsien que están aún desocupados en la provincia de Chekiang. Pedí en el nombre de Jesús». Era el 27 de enero de 1874.
Poco después le fue entregada a Taylor una carta que traía una donación de 800 libras «para la obra en provincias nuevas». ¡La carta había sido enviada aún antes de que Taylor escribiera su petición en la Biblia!.

Sin embargo, un llamado urgente desde Inglaterra por parte de la Srta. Blatchley –que estaba a cargo de los niños– lo obligó a viajar de inmediato. Luego supo que ella había muerto. Allí en Inglaterra le sobrevino una grave enfermedad a la columna, a causa de una caída que había tenido poco antes de salir de China. Como consecuencia, estuvo paralizado de sus piernas, totalmente postrado.

Allí, solo, en su lecho de dolor –su esposa estaba lejos atendiendo otras necesidades–, con la carga de la inmensa obra sobre su corazón y con poca esperanza de volver a caminar, surgió, sin embargo, el mayor crecimiento para la Misión al Interior de China. En 1875 publicó un folleto titulado: «Llamamiento a la oración a favor de más de 150 millones de chinos», en el cual solicitaba la cooperación de dieciocho misioneros jóvenes que abrieran el camino. En poco tiempo se completó el número solicitado, y él mismo, desde su lecho, comenzó a enseñarles el idioma chino. ¿Cómo explicaba Taylor las extrañas circunstancias en que se dio esta expansión? «Si yo hubiera estado bien (de salud) y pudiera haberme movido de un lugar a otro, algunos hubieran pensado que era la urgencia del llamamiento que yo hacía y no la obra de Dios lo que había enviado a los dieciocho a China».

Las formas cómo el Señor proveía para las necesidades para la Misión eran variadas y asombrosas. Cierta vez viajaba con un noble amigo ruso que le había escuchado hablar. «Permítame darle una cosa pequeña para su obra en China», le dijo, extendiéndole un billete grande. Taylor, pensando que tal vez se había equivocado, le dijo: «¿No pensaba darme usted cinco libras? Permítame devolverle este billete, pues es de cincuenta». «No puedo recibirlo», le contestó el conde no menos sorprendido. «Eran cinco libras lo que pensaba darle, pero seguramente Dios quería que le diera cincuenta, de manera que no puedo tomarlo otra vez.» Al llegar a casa, Taylor halló que todos estaban orando. Era fecha de enviar otra remesa para China, y aún faltaban más de 49 libras. ¡Ahí entendió Taylor por qué el conde le había dado 50 libras y no 5!.

Durante los próximos años, los pioneros de la Misión viajaron miles de kilómetros por todas las provincias del interior. Sin embargo, lo mucho que ellos hacían era, en verdad, tan poco comparado con los millones de chinos que diariamente morían sin Cristo. Taylor se percató de que la única manera de alcanzar a toda China era incorporando al servicio a los mismos chinos.
«Yo miro a los misioneros (extranjeros) como el andamio alrededor de un edificio en construcción; cuanto más ligero pueda prescindirse de él, tanto mejor».

El desbordamiento

En 1882 Taylor oró al Señor por setenta misioneros, los cuales Dios fielmente proveyó en los tres años siguientes, con su respectivo sustento. El reclutamiento de los Setenta trajo una gran conmoción en toda Inglaterra, notificando a todo el pueblo cristiano de la gran obra que Dios estaba realizando en China. Otros conocidos siervos de Dios, como Andrew Bonar y Charles Spurgeon, se sumaron al apoyo a la Misión.

Un carácter transformado

El carácter de Taylor había alcanzado una gran semejanza con su Maestro. He aquí el testimonio de un ministro anglicano que le hospedó: «Era él una lección objetiva de serenidad. Sacaba del banco del cielo cada centavo de sus ingresos diarios – ‘Mi paz os doy’. Todo aquello que no agitara al Salvador ni perturbara su espíritu, tampoco le agitaría a él.

La lectura de la Biblia era para él un deleite y un ejercicio permanente. Un día, cuando ya había pasado los setenta años, se paró, Biblia en mano, en su hogar en Lausanne, y le dijo a uno de sus hijos: «Acabo de terminar de leer la Biblia entera por cuarentava vez en cuarenta años». Y no sólo la leía, sino que la vivía.

En abril de 1905, a la edad de 73 años, Taylor hizo su último viaje a China. Su esposa Jennie había fallecido, y él había pasado el invierno en Suecia. Su hijo Howard, que era médico, acompañado de su esposa, decidieron acompañar a Taylor en este viaje. Al llegar a Shangai, él visitó el cementerio de Yangchtow, donde estaba sepultada su esposa María y cuatro de sus hijos.

Muerte de Taylor

Taylor murió en 1905. Sus días fueron días de extensivo y efectivo evangelismo. Multitudes de chinos convertidos se elevarán al cielo y lo bendecirán. Y muchos trabajadores cristianos de quien sus vidas fueron rescatadas y cambiadas por el contagioso carácter cristiano de Taylor van a continuar en el tren.

Fuentes