Mi prisionero Fidel (libro de 1986)

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Mi prisionero Fidel
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Título originalMi prisionero Fidel: recuerdos del teniente Pedro Sarría
Autor(a)(es)(as)Lázaro Barredo Medina
Editorial:Editorial Pablo de la Torriente
EdiciónJosé Martínez Matos
Diseño de cubiertaRoberto Figueredo Bello
PaísCuba Bandera de Cuba

Mi prisionero Fidel: recuerdos del teniente Pedro Sarría es un libro escrito en 1986 por el periodista Lázaro Barredo Medina (1948-2020). Se trata de una entrevista al teniente cubano Pedro Sarría (1900-1972) que cuenta su vida desde el momento del asalto al cuartel Moncada (26 de julio de 1953) y la detención de Fidel Castro (1926-2016), hasta el día del triunfo de la Revolución (1 de enero de 1959) en que vuelven a encontrarse en Santiago de Cuba. Sarría, ciego, le narra al periodista, sin adornos ni sobrevaloración, los detalles más significativos de esta etapa de su existencia, puesta a prueba por el hecho histórico que inició la gesta insurreccional.

Contenido

En el libro Fidel y la religión, conversaciones con Frei Betto, el comandante en jefe Fidel Castro narra los acontecimientos ocurridos después del asalto al cuartel Moncada en julio de 1953 y su marcha al frente de un grupo hacia las montañas hasta caer prisioneros del ejército, así como la casualidad increíble de que al frente de aquella tropa estuviera un honrado oficial que con su gesto viril impidió que lo asesinaran a él y a otros compañeros.[1]

Índice

  • Aquel teniente nos salvó la vida...
  • La fortaleza...
  • Del Moncada a la Sierra, de la Sierra a la mañana de enero de 1959

Primeras palabras

Fidel cuenta:

Sistemáticamente asesinaban a los prisioneros. A algunos los llevaban, les hacían algún interrogatorio, los torturaban atrozmente y después los mataban. En esas circunstancias, habiéndose producido una gran reacción de la opinión pública, como te decía, el arzobispo de Santiago de Cuba, como autoridad eclesiástica, se interesa y empieza a actuar junto con otras personalidades de esa ciudad, de las cuales la más destacada era él, para salvar la vida de los sobrevivientes.
Y, efectivamente, algunos sobrevivientes fueron salvados por las gestiones que hicieron el arzobispo y ese grupo de personalidades, ayudados por el hecho de una atmósfera de enorme indignación en la población de Santiago de Cuba. Ante la nueva situación se decide que un grupo de compañeros de los que estaban conmigo, que estaban en las peores condiciones físicas, se presenten a las autoridades a través del arzobispo. Era un grupo de seis o siete compañeros, habría que precisar.
Yo me quedo con dos jefes más. Es el pequeño grupo con el que nos proponemos atravesar la bahía para llegar a la Sierra Maestra y organizar de nuevo la lucha. El resto estaba sumamente agotado y había que buscar la forma de preservarles la vida.
Fidel Castro, en el libro Fidel y la religión, conversaciones con Frei Betto (págs. 182 a 188)[1]

Cita del libro

Pedro Sarría cuenta:

Amanece y ya tenemos tres o cuatro kilómetros de camino; hay claridad y ordeno pasar. Saco mis prismáticos, a lo lejos veo una casita y le pregunto [al muchacho] Camagüey: «¿Qué cosa es aquello?»
Me dice: «Teniente, ese es un bohío para cuando se extravían los animales o estamos montando cercas y llueve mucho, guarecernos ahí». Le pregunto si allí hay alguien viviendo y me responde que no. Me da un presentimiento y le digo a la tropa: «¡Hacia la casita, adelante!» El cabo Suárez se acerca sigilosamente a la casita y me dice: «¡Teniente, hay hombres armados!».
Me apresuro. porque veía gesto de ambas partes, como si estuvieran discutiendo y desde la distancia empiezo a decirles a mis soldados que no tiraran, que las ideas no se matan. En la casita hay tres muchachos muy fatigados y ocho fusiles. Mando a tomarles las generales y el primero responde:

Nombre: Francisco González Calderín
Edad: 26 años
Profesión: Estudiante
Vecino: Marianao, La Habana

Los otros dos se identifican como Oscar Alcalde y José Suárez. Sobre el primero de ellos yo no estaba muy conforme con sus declaraciones. Lo miraba y lo volvía a mirar. Algunos soldados están muy excitados, uno de ellos hace ademán de disparar y entonces es cuando insisto con mucha energía en que ellos son prisioneros. que no vayan a disparar, y que las ideas no se matan. Eso contuvo los ánimos caldeados.
Le pregunto al tal Francisco que dónde están los otros y no me responde. Ordeno iniciar la marcha. Me sitúo cerca de él y de Alcalde, acompañado por dos soldados. Todos vamos en misión de avanzada para buscar al otro grupo de cinco. Cuando caminamos como cuatro kilómetros, ya cerca de la carretera, se escuchan unos disparos y le digo a los tres prisioneros que se tiendan por si acaso disparan en nuestra dirección; pues aunque el grupo no está armado con fusiles, pueden portar armas cortas. Les ordeno tenderse nuevamente y el tal Francisco se niega a hacerlo; y me dice que si vamos a disparar que los matemos allí puestos de pie. Le respondo tajante: «¿Y quién habla aquí de matar?», y algo acalorado ordeno: «¡Tenderse! ¡Están bajo mis órdenes ahora!»
Cuando nos tendemos, Francisco me confiesa que no me quiere engañar, y me dice: «Yo soy Fidel Castro».
Miré con preocupación a uno y otro lado, a ver si algún soldado lo había escuchado y después de comprobar que no, le pedí insistentemente que no le dijera a nadie más su identidad. Efectivamente. yo tenía el presentimiento de que fuera él, pero después de tomarle el nombre, se me quitó la idea. Primero porque desde hacía tres días se le daba por muerto, y porque al ponerle las manos en la cabeza encontré su pelo muy duro y la piel se le veía algo carbonizada por el sol.
A Fidel lo conocí en la Universidad de La Habana años atrás. Me acuerdo que vivía frente a donde yo paraba en el edificio del Cuerpo de Ingenieros, pues como militar, cuando iba a La Habana, para economizar los hoteles y eso, paraba en un cuartel que estaba en la calle Tercera esquina a Dos, en el Vedado, que era donde estaba el Cuerpo de Ingenieros. Y allí, mientras me examinaba, repasaba y estudiaba, quedaba en ese lugar de quince a veinte días. Fidel vivía frente por frente. en un apartamento. Quiere decir que eso fue por el año 49 o 50; yo empezaba la carrera de Derecho y Fidel la terminaba.
En realidad me sentí emocionado por aquel gesto viril de Fidel, y recuerdo que no pude otra cosa que admirar la valentía de él y sus compañeros, y le di mi palabra de que garantizaría sus vidas a cualquier precio.
Continuamos la marcha, los soldados no habían escucharon sus palabras, y él me dice: «¿Se lo va a decir a los soldados?». Le respondo: «No tengo que decírselo a nadie, yo soy el jefe, y con que lo sepa yo, basta. Los hombres están bajo mi mando y estas cosas son diferentes, así es que vamos pa’ adelante». En eso capturan a los otros cinco, encabezados por Juan Almeida y Armando Mestre. De los otros tres ahora no recuerdo sus nombres. Ordeno a mis hombres dirigirse para la casa de Sotelo y, cuando estamos llegando, mando a los prisioneros sentarse en un tronco de árbol, y oriento a algunos de mis soldados que busquen un camión en la casa de Sotelo para llevar a los muchachos a Santiago de Cuba. Sotelo viene hasta el lugar y me dice que sus camiones estaban fuera de la zona, pero que su vecino, Manuel Leisán, sí tenía. Mando a casa de Leisán para que me trajeran un camión con su chofer, y este me lo envía con su hijo al volante.
Antes de montar a los muchachos les digo a mis soldados: «Para más seguridad vamos a llevarlos amarrados unos con otros. Ustedes van a ir en la cama del camión con estos siete, y yo voy con este muchacho (sin decirles el nombre) en la cabina.
Entonces puse a Fidel entre el chofer y yo, y antes de partir le pregunto a mis hombres: «¿Con qué me prometen ustedes, o qué garantía tengo de que en el camino no dejarán quitárselos?». Todos respondieron: «¡Con la vida, teniente!».
«Esto es lo que yo necesito», me digo en la mente, porque presumía que ―enterados como reguero de pólvora― vendría alguna tropa para interceptarnos el paso y así evitar que los prisioneros entraran a Santiago, recordando otros hechos similares, por mi experiencia de viejo militar, sabía que todo eso podía ocurrir.
Al salir me encontré en la puerta de la finca a monseñor Pérez Serantes, que me dice: «¡Párese ahí, teniente!». Le respondo: «No puedo, Monseñor, vea al coronel Río Chaviano en el Moncada; si va delante tome su yipi y apúrese, y si va detrás, vaya lejos de mí».
Pedro Sarría, en el libro Mi prisionero Fidel (págs. 33-37)<ref>

Fuentes