Diferencia entre revisiones de «Ánima sola»

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|sincretismo = Eshu Alleguana
|nombre original = Awo Orúnmila
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== ¿Que es un Babalawo? ==
 
 
   
 
   
El Babalawo ("Padre del Secreto"), es el Sacerdote iniciado en los misterios de Orúnmila, Deidad de la Adivinación, quien utiliza diferentes medios para realizar la adivinación. También se puede definir '''Babalawo''', como Awo o Babalao que es el título [[Yoruba]] que denota a los Sacerdotes de Orúnmila u Orula. El Orisha de la sabiduría que opera a través del sistema adivinatorio de Ifá. Orúnmila es conocedor del pasado, el presente y el futuro.
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'''</big>Ánima Sola</big>'''  
 
   
 
   
Un Babalawo es una persona iniciada a una deidad llamada IFÁ y es uno de los títulos más altos en el Panteón Yoruba. Interprete de deberes y enseñanzas. Tienen un masivo conocimiento procedente de una multitud de anteriores Sacerdotes de IFÁ y de sus ancestros, versados en una multitud de cosas, espirituales y materiales.
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Basado en la tradición católica romana, el Ánima Sola o el Alma Desamparada es una imagen que representa un alma en el purgatorio, muy popular en América Latina, así como en Andalucía, Nápoles y Palermo.
 
   
 
   
Un Babalawo es aquel que cree en IFÁ y practica las vías que tomaron nuestros ancestros cuando había un problema o un desbalance en alguna vida. Las personas no solamente van al Babalawo cuando hay un problema sino también van cuando quieren tomar una decisión importante en la vida. Cuando las cosas cambian rápidamente y quieren conocer por qué sucede y como cambiarlas o hacer cosas mejores, es otra de las causas para ver al Babalawo.
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== Historia == 
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Como dicen los Santos Evangelios, hubo una estirpe que llenó el universo con su fama. Su nobleza fue la más alta y esclarecida; sus hombres todos, héroes y conquistadores; siendo riquísimos sus feudos. Mas la muerte, envidiosa de esta raza, sólo dejó un vástago para propagarla. Con los títulos y privilegios que en él recayeron, vino a ser el castellano más poderoso de su época. Los reyes mismos le agasajaban, porque le temían.
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En su ansia de perpetuarse, de restaurar la grandeza del apellido, pedía a Dios hijos varones por decenas, como no se los diese bajó a dígitos y, por último, a la unidad. Pero Dios, o no estaba por excelsitudes de la tierra o quería mortificarle: a cada espera le enviaba una hembra, cuando no dos.
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Entre la ilusión y el desengaño llegó el caballero a la vejez; y su tercera esposa, sus trece hijas y la muchedumbre de vasallos le pagaban el desaire. Sus crueldades aterraban la comarca; en los calabozos gemía toda una multitud de desgraciados; de las horcas del castillo colgaban los siervos en racimos. Al clamor de tantas almas, fue Dios servido de otorgarle al magnate un heredero. Pagado, resarcido de todos, se consideró con el regalo: parecía hijo de gigantes, y era tan hermoso y perfecto que a nada en el mundo podía compararse. Se pesó el recién nacido, y diez veces su peso fue mandado, en oro, a varios templos y santuarios. Su Sacra real Majestad vino en persona a sacarle de pila; se repartieron ducados entre el pueblo, cual si fuese jura de soberano; se celebraron fiestas por ocho días, y numerosos mensajeros llevaron la nueva a ciudades y castillos. Timbre de Gloria se nombró al heredero.
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Rejuveneció el castellano con la dicha: de sombrío y sanguinario, se tornó regocijado y compasivo. Bajó a sus pecheros los impuestos; envió sus mesnadas en defensa de la cristiandad; dos galeras, costeadas a sus expensas, purgaban los mares de infieles; y las limosnas salían de sus arcas como de manantiales insecables. Colmó a las hijas y a la esposa, especialmente, de atenciones y finezas; hizo alianza con muchos caballeros, y grandes agasajos en su castillo.
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Señores y vasallos, amigos y extraños competían en cariño al vástago precioso que trajo a la comarca tantas bendiciones. Timbre de Gloria confirmaba día por día el nombre que le dieron; en su persona pareció concentrarse el lustre y la grandeza de sus antepasados. El castillo, tedioso y solitario, el infante lo convirtió en animada corte de placeres y discreteos. Tenía a perpetuidad un cuerpo de físicos que le velaban por turno, para extirpar, en cuanto asomase, el amago de la enfermedad; y todo por lujo solamente, porque Timbre de Gloria era la misma salud. Academias laicas y clericales lo instruían en matemática, humanidades y ciencias teológicas. Habilísimos maestros en artes bélicas, musicales y venatorias fueron llamados de lejanas tierras, para adiestrarlo en tan caballerescos ramos.
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No en balde: a los dieciséis años daba quince y raya a unos y otros. Abismados se quedan los frailes con las hondas cuestiones que a menudo les propone; con los silogismos, en la más castiza latinidad, de que se vale a cada paso. No menos se pasman los matemáticos, al ver cómo caben y se relacionan en tan juvenil cabeza lo mismo los ápices del número y de la fórmula que las abstracciones del plano y del sólido. Ninguno como Timbre para garbear en el potro más indómito; ninguno como él en el manejo de gerifaltes y halcones; ninguno, para disparar venablos y ballestas. A su flecha no se escapan las pajaritas del cielo y en cuanto echa la jauría por delante, no hay alimaña segura, a ver por qué no se enmadrigaban en el mismo centro de la tierra. Traslada a grandes distancias pesos enormes, como si fueran copos de algodón; para trepar y dar saltos, sólo las corzas lo rivalizan; en canto y danza, parece hijo de Apolo y de Terpsícore; tañe, como él solo, desde el pastoril y caramillo hasta la cítara del poeta; y en cuanto a desatarse en improvisadas endechas, al compás de un laúd, es para el doncel lo mismo que conversar.
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Como, ya en esa edad, tuviera una fiereza, unas lozanías y una beldad que ponían pálida y convulsa a cuanta hembra le mirase, quiso el padre darle estado, a fin de que le dejara, antes de marchar a la guerra, un par de nietos, por lo menos. Tras de largo discurrir y excogitar, se atuvo a la fama, y eligió a [[Flor de Lis]], hija de un poderoso castellano y tenida en el Reino por la más bella y recatada.
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Distante muchas jornadas del castillo de Timbre de Gloria estaba el de la hermosa; a él se encaminaron padre e hijo, cargados de riquísimos presentes, con gran séquito de escuderos y servidumbre. No bien hizo la petición el caballero cuando le fue concedida; y al avistarse los prometidos, ambos a dos estuvieron a punto de desmayarse: tan hermosos y seductores se hallaron uno a otro, de tal modo traspasados por puntas de amor. Se concertaron las bodas con el plazo perentorio de los preparativos, y, después de tres días de espléndidos festejos, partieron los peticionarios.
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Tamaño acontecimiento trascendió hasta los reinos limítrofes: apenas si cabría en el mundo pareja más hermosa, más ilustre, y novios el uno para el otro más apropiado. Timbre de Gloria estaba como loco: aún a las fieras del monte, hasta a los mismos muros del castillo quería comunicarles su ventura; se enajenaba con la ausencia: eternidad se le volvía la rapidez vertiginosa con que se gestionaban los aprestos y diligencias del matrimonio.
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Más que con los garzones de su clase, le ligaban vínculos de tierna amistad con su maestro predilecto, el licenciado Reinaldo, varón doctísimo y preclaro, en quien cifró el mancebo cuanta fe y seguridad cupo entre amigos. El tal se hallaba, últimamente, en la corte, y Timbre de Gloria acudió en su busca, para hacerle partícipe de cuanto le acontecía y esparcirse con él en deliciosas confidencias.
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Nunca tan grande atención prestó el licenciado al desbordante relato del doncel; y luego, con aire y tono de quien posee un secreto por nadie sospechado, dejó decir estas palabras:
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-    Hermosa como el sol es tu prometida, amigo mío. Rica hembra más celebrada no conozco; pero...
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-    ¿Pero qué, maestro?
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-    ¡Pero!... -volvió a decir el licenciado.
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Y a que se explicase no fueron parte ni el ruego, ni las promesas, ni las lágrimas de su discípulo. Se separó del Reinaldo con el corazón emponzoñado. Ese pero que nada definía, que nada concretaba, tuvo para él, en la boca autorizada de su maestro y amigo, la sugestión terrible de lo desconocido.
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¿Qué sería? ¿Qué no sería? ¿Un alerta, acaso? ¿Un pronóstico? ¿Cuántas y cuáles consecuencias tendría eso en su destino? ¡Imposible adivinarlo! Mas, fuese esto, aquello o lo de más allá, no le cabía duda que era algo grave tal vez vergonzoso, que, en su inexperiencia de niño, no le era dado ni sospechar siquiera.
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Sólo así se explicaba la obstinación de su maestro en aclarar el asunto; de otra suerte no concebía aquel pero en boca por la que hablaban la prudencia y la sabiduría.
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Labrándole, corroyéndole la palabra cada vez más, llegó al castillo tan tembloroso y desencajado, que todos a una lo tuvieron por próximo a expirar. Corrieron los escuderos, corrió el padre, corrió la madre, corrieron las hermanas; lo bajaron del corcel como un difunto y lo llevaron en vilo hasta su lecho. A la gritería y confusión, cobró alientos el mancebo; más fue para arrojarse desatentado y ponerse de hinojos a las plantas de su padre. En tal guisa sacó la tizona y, con voces doloridas y entrecortadas, dijo así:
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-    Padre y señor: tomad mi propio acero y quitadme la vida; no la merezco ni la quiero. No la merezco, porque tengo de faltar al honor; no la quiero, porque no hay bajo el cielo hombre más desgraciado que vuestro hijo.
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- ¡Loco!... ¡Mi hijo está loco! -prorrumpió el castellano, presa del espanto.
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- No estoy loco, padre y señor -replica Timbre de Gloria, con acento seguro y reposado-. Hoy más que nunca estoy en mis cabales; pero ni vos ni nadie en el mundo será poderoso a que yo tome por mujer a Flor de Lis. ¡Por mis padres que me escuchan, por el Dios que está en los cielos, juro que sólo en pedazos me llevan al altar y que no tomaré por esposa a otra mujer! De antemano me declaro reo de muerte, y os pido, padre mío, cumpláis la sentencia. Tomad mi espada... No vaciléis un punto.
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-    Alzate, hijo mío; envaina el acero, que estás loco.
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-    Tratadme como a tal, si así lo creéis; pero mi juramento es irrevocable. Dijo y salió.
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Se creyó en el castillo que, sobre la locura del hijo, vendría la muerte del padre: tan espantosa fue la apoplejía que le acometió. Pero estaba de Dios que escapase de ésa. No por ello amainó Timbre de Gloria. Ni su madre ni nadie pudo arrancarle las razones que le asistían para tamaños desafueros.
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Días después, el caballero lo llamó a su presencia, y le ordenó: Trepa a la torre del homenaje y, con tu propia espada, borra el lema y la heráldica de nuestro blasón.
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Ardua fuera la empresa para otro. En el lado más visible del altanero torreón, sobre la serie paralela de saeteras, campaba, labrado en piedra de sillería, el enorme escudo. Su divisa en latín y en grandes caracteres podía leerse a muchísima distancia. Traducida al romance, rezaba, más o menos: ¡Primero la muerte que el deshonor!.
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El mancebo se apresuró a cumplir su cometido. Colgó de las almenas una escalera a manera de trapecio; se deslizó por ella como un acróbata, sacó la espada y principió. Había para rato. Trabajó desde el alba hasta la noche. Nada le detuvo: ni la dureza de la piedra, ni lo disparatado del instrumento, ni la violencia de la posición. Pasaban días y días, y el doncel siempre colgado. Ni una palabra le dirigió su padre en tanto tiempo. Si creyó al principio que con el recurso de la borradura cedería el obstinado, ya lo dudaba. En su cólera, no sabía a qué castigo apelar.
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Llegó un día en que de la gloriosa y complicada heráldica no quedó ni vestigio en el escudo. Fuese Timbre de Gloria a su padre y le dijo: Venid a ver si he cumplido vuestras órdenes.
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Y fue el padre y vio.
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Mandó al garzón se vistiera los arreos y las galas de caballero y tornase a su presencia; mandó a sus escuderos le trajesen las cadenas y los grillos más pesados que hubiera en los calabozos, la pellica más vieja que encontrasen en la cabaña de los pastores y las tijeras con que esquilaban las ovejas.
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Doncel y escuderos tornaron a un tiempo; ellos, temblando de espanto; él, sereno e impasible.
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El padre lo mandó a ponerse de rodillas y, en cuanto lo hizo, le cortó de a tajos la cabellera de arcángel; la juntó en un manojo, y cual si fuera rayo de su cólera, lo lanza hasta el corral. Le cogió por el cuello y lo levanta, le tomó la espada, la partió en dos contra la rodilla y arrojó los pedazos a un foso; lo despojó de la espuela y las insignias, y, a dos manos, frenético, insano, le arranca, le desgarra, le hace añicos recamos, sedas y holandas. Viéndole desnudo, le echa encima las repugnantes pieles; cíñele luego los hierros remachándoselos él mismo con su propia mano. Se apartó unos pasos, no bien termina; brama de ira y, entre acecidos y temblores, le dispara estas palabras:
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-          ¡Maldito sea el día en que te engendré! ¡Malditas las entrañas que te concibieron! ¡Aparta de mi vista, hijo desnaturalizado! ¡Vete a acabar tu vida, enterrado a pan y agua, en el sótano más hondo del castillo! ¡Púdrase tu cuerpo, hierva de gusanos antes de morirte, abísmese tu alma en los infiernos y caiga sobre ti la maldición de tu padre!
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Repitió el eco las palabras, el cielo se oscureció, corrió el espanto en la comarca; y Timbre de Gloria, escoltado por sus propios escuderos, marchó a la condena.
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Un pergamino, escrito por el Capellán del castillo y firmado por una cruz -que era todo el autógrafo del castellano- fue remitido al padre de Flor de Lis. Por tal documento se le hacía saber la locura del mancebo y el fracaso consiguiente de las bodas.
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De allí a poco, dio el anciano en sacrílega demencia. No la mano, sino el pie, puso en el rostro del Capellán; acabó a golpes de hacha con cuanta imagen de santo había en el castillo, suspendió de la horca la estatua de San Miguel, patrón glorioso de su raza; convirtió la capilla en perrera, y las venerandas reliquias de mártires, que de siglos atrás guardaba la familia como tesoro preciosísimo, fueron arrojadas al muladar.
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Tras el furor, le sobrevino lamentable atonía; le entró frío en el tuétano, y murió, impenitente, blasfemo, espantoso.
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La infortunada viuda quiso, al menos, desenterrar al maldecido. Bajó hasta la mazmorra y, a la luz de las antorchas con que dos pajes le alumbraban, vio al hijo de sus entrañas revolcado en su propia sangre, aplastada la cabeza como una masa informe.
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No sobrevivió la infeliz a tanta desventura. Sus hijas e hijastras, unas quedaron locas, otras fatuas y tontas las restantes. Los siervos se alzaron a mayores; y sobre los inmensos dominios y riquezas de tan ilustre raza se cernió la rapiña.
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Flor de Lis, entre tanto, se agostaba como azucena roída por el gusano. Viuda moralmente, muerta para el mundo y con el alma enferma, se metió religiosa en orden de estrecha regla.
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Tan tétricos sucesos fueron asunto de una balada gemebunda, con que los dulces y errantes trovadores disipaban el tedio de los magnates y hacían llorar a las castellanas, en las sombrías veladas del invierno.
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Ni una vez, ni una, se acusó a sí propio el licenciado de la tragedia del castillo. II
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A raíz del pero, tembló por su cabeza, temiendo que el garzón le divulgase; con la muerte del castellano respiró. Para el corazón de ángel que le quiso con ternura y le colmó de favores; que llevó, sin venderle, sin maldecir de su nombre, la espina envenenada, no tuvo luego el victimario ni el perfume de un recuerdo.
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Pasó el tiempo y hasta la misma balada se olvidó.
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Viento favorable había elevado al licenciado Pérez y honra le dieron sus talentos, su saber, los altos puestos que ocupó y los grandes personajes que frecuentaba. A mayor abundamiento, un su tío, arcediano opulentísimo, lo instituyó su único heredero. No obstante todo esto, y los cincuenta años en que frisaba, permanecía célibe.
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Embebido se hallaba una noche el insigne Reinaldo en la maraña de ruidosa litis, de que era parte, y, a tiempo que pasaba de Las Pandectas a El Digesto y de los fueros a las pragmáticas, oyó que Timbre de Gloria, con voz triste y suplicante, le dijo al oído: ¿Pero qué, maestro?
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Soplo helado de ultratumba le recorrió las vértebras, le erizó los pelos, y lo dejó en la silla como petrificado. Allí quedara, si un trueno horrible que conmovió los cimientos de la tierra, no lo botase del sillón y lo volviese a la vida. Se tiró en el lecho como un sonámbulo, y la conciencia, muda hasta entonces, le habló.
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A la mañana siguiente se postraba, bañado en llanto, retorcido de dolor, ante un sacerdote. De todo le absolvió... menos del pero. Vuela al obispo, y tampoco: es delito reservado al Papa, al Papa únicamente. ¿Qué hace?
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Sale y publica su falta por calles y por plazas; corre a sus arcas, vacía las talegas y reparte el oro entre los pobres; va a un escribano y cede lo demás a templos y hospitales. Nada se reserva. Viste luego el sayal de peregrino; coge un báculo y emprende, a pie descalzo, camino de Roma. Implora donde llega el mendrugo de pan; duerme en despoblado sobre asperezas y cantiles; se golpea el pecho con piedras puntiagudas. Demacrado, macilento, el cuerpo una sola llaga, toca a las puertas de la ciudad Eterna, treinta y tres meses después. Merced a los buenos oficios de unos monjes llega hasta su Santidad.
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Lo oyó el Vicario de Cristo y le dijo: Enorme es tu delito, hijo mío; enorme ha de ser tu penitencia. Mucho has expiado hasta ahora; pero ese mucho es a tu falta lo que una gota de agua al mar. Parte ahora mismo, y, siguiendo siempre hacia Oriente, peregrina hasta que mueras. Tomarás, por todo sustento, tres bocados cotidianos de pan negro y tres veces la porción de agua que te quepa en la cuenca de tu mano. Sólo dos horas dormirás, y estás al mediodía y siempre sobre piedras y a la intemperie, lo mismo en invierno que en verano. A donde quiera que llegues, solicita por los muertos del día, y vela tú solo al que la suerte te depare. Si no lo hay, vela este esqueleto, que has de llevar siempre contigo, sobre la espalda, pegado a tus carnes bajo el sayal de lana. Te ceñirás tibias y peronés a la cintura, como un cilicio; cúbitos y radios, al cuello, como un cordel. Toma esta caldereta que contiene el agua inagotable del perdón, y esta rama inmarcesible de olivo. Llévalos siempre ocultos y da con ellos paz a cuantos muertos velares. Si cumples esto, hijo mío, hasta tu muerte, estarás en vía de salvación.
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Se ciñó allí mismo el esqueleto, tomó la bacía y el hisopo... y a andar, a andar.
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¿A dónde no fue? Recorrió mares y continentes, metrópolis sabias y populosas; discurrió por aldeas y cortijos, por comarcas ásperas y desiertas; probó el pan de todas las naciones, bebió el agua de todos los ríos y aspiró el aire de todos los climas; conoció los ritos fúnebres de todas las religiones; veló muertos de todas las razas y oyó lamentarlos en todas las lenguas.
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Siempre hacia Oriente, hacia Oriente, llegó al caer de una tarde melancólica a la ciudad nativa.
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|¡Tlan! ¡Tlan! ¡Talán! Gemían las campanas, enloquecidas de dolor; seguían otras y luego otras, y los lamentos del bronce llenaban el ámbito, y el eco los repetía más tristes cada vez. Se respiraba en la metrópoli ambiente de orfandad; discurría el gentío con aire de pesadumbre, y por entre el clamoreo de las campanas, se oía como un concierto de sollozos.
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Avanzó el peregrino ciudad adentro. En todas partes, hombres y mujeres, niños y ancianos agotaban el mismo tema, en llorosos grupos. Por palabras y frases tomadas aquí y allá, vino en conocimiento del suceso: la madre Esclava del Cordero había muerto en olor de santidad y en uso perfecto de sus facultades, a la edad de ciento quince años. La ciudad toda pedía su canonización.
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Por los andenes de una plaza, seguido de muchos sacerdotes, venía el Obispo. Se arrodilló el peregrino en los portales de un edificio, para recibir la bendición. El aire ascético y penitente del romero; su barba centenaria, que al estar él de hinojos barría por el suelo; los surcos que el llanto había labrado en sus mejillas; la extraña corcova que le formaba el esqueleto, llamaron sobremanera la atención de su Ilustrísima. Se detuvo un instante; y el peregrino, con humildad y unción que conmovieron hondamente al prelado, le besó el anillo y le pidió permiso para velar la religiosa. Le hizo seguir hasta palacio su Señoría, y de ahí a poco envió a las monjas orden terminante de dejar sola la muerta, de cerrar la iglesia inmediatamente, y de enviarle las llaves.
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Con el último toque de ánimas entraba el peregrino en el antiguo templo. La presencia de Dios y el misterio de la muerte se sentían en el augusto silencio del recinto. Luctuosos paños pendían de las bóvedas en oscilantes pabellones, velado estaba el altar como en cuaresma. Sobre él, sangriento y lastimoso, en cruz enorme de marfil, se destacaba un Cristo de Viernes Santo; como astro distante y solitario, alumbraba apenas la lámpara del Sacramento. En la amplia nave central se alzaba, negro e imponente, el catafalco de la muerta; seis blandones reflejaban sus luces en las guarniciones y lágrimas de plata de las fúnebres colgaduras. Se postró boca abajo el peregrino y oró un corto espacio; se arrastró, luego, de rodillas hasta el centro, y dio sobre el féretro los treinta y tres asperjes de costumbre. A penas terminados, cae el sudario, y, alta, rígida, con majestad hierática, se alza la monja y dice:
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-          Bien haces en hisoparme, peregrino. El agua santa de la misericordia cae sobre los muertos como rocío del cielo. Te esperaba. Por permisión divina, tengo de revelarte grandes cosas. Toma un escabel y siéntate; gira en torno la mirada y dime lo que veas.
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Y su voz, argentina y dulcísima, se modulaba en inflexiones de suprema tristeza.
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Obedeció, subyugado, el peregrino. Velo impenetrable cubrió la lámpara del tabernáculo; se apagaron a un golpe los blandones, tiniebla pavorosa, como de interior de tumba, envolvió el templo.
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-          ¿Qué ves, hermano mío? -preguntó la religiosa.
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Guardó silencio el peregrino, como absortado, y al cabo habló así:
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-          Hermana... Grandioso, incomparable espectáculo se ofrece a mis sentidos. Lumbre intensísima, para mí desconocida, inunda cuanto veo. Lejos de cegarme, mi visual alcanza y precisa a distancias incalculables. Oigo, y mi audición percibe la armonía de concierto y distingue, a la vez, el más vago y leve rumorcillo. Todo lo entiendo y lo defino, por obra de intuición sobrehumana. En todo estoy a un mismo tiempo, cual si tuviera el don de ubicuidad. Ni cordilleras ni nevados limitan el infinito horizonte. Si esto fuere espectáculo del mundo, el globo de la tierra ha debido abrir su planisferio, sin perder por ello sus innumeras sinuosidades. Colocado estoy en el centro, sobre una eminencia, punto preciso de vista para abarcarlo todo.
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-          ¿Y qué ves desde allí, peregrino?
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-          Veo magníficas basílicas de severa, desconocida arquitectura, que hunden en el cielo sus agujas; santuarios que brillan en las cumbres como bloques de nieve inconmovible; dilatados monasterios que blanquean en mitad de las llanuras; villas que en torno de aquéllos se agrupan, cual si buscasen su sombra. Veo, en desiertas altiplanicies, lazaretos más extensos y hermosos que los palacios de los reyes. Veo infinidad de bajeles de mil formas, que surcan todos los mares, que anclan en todos los puertos, que llevan en sus velas y en sus mástiles la Cruz de Jesucristo ¡Ah!... ¡La divina enseña por todas partes! Osténtenla en sus coronas y en sus cetros monarcas poderosos que pasan ante mí en incontable procesión; osténtenla en sus tiaras la serie de pontífices que más allá contemplo; en sus mitras, es otra de prelados que diviso a lo lejos; en sus casullas, legión innumerable de sacerdotes.
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-          ¿Y qué más?
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-          ¡Siempre la Cruz, hermana mía; por cientos, a millares, como campo de mieses! En cada cruz, un cuerpo suspendido: son mujeres de ideal belleza. Áspero saco, erizado por dentro de sutiles puntas, encubre sus encantos y se clava en sus carnes; se distienden sus miembros, medio dislocados, crujen sus huesos; pies y manos se atrincan contra el leño por cordeles de esparto; corona semejante a la de Cristo ciñe sus cabezas; corre la sangre por sus frentes, de sus poros salta el sudor de la fatiga y del suplicio. No mueren: se atormentan. Como la santa de Pazzi quieren la vida para padecer; y cada una de aquellas mártires es descolgada por sus hermanas, antes de que la tortura la haya hecho sucumbir; otra la substituye, y a ésta la siguiente, por que no esté nunca desierta la Cruz del Redentor. Son Las Crucificadas. Limpias como la nieve al descender del cielo, se ofrecen en lento, perpetuo holocausto por los crímenes del mundo. Porque la víctima sea más preciosa; por sacrificar lo que más amaron las hijas de los hombres, sólo hermosura reciben en su seno. Me detengo, ahora, ante otro cuadro no menos indecible. Son como aves blancas que vagan sin cesar. Se arremolinan en bandadas; se dispersan como pétalos de rosa que se deshojase en el aire; giran, febricitantes de amor, para posarse luego donde quiera que agonicen los mortales. Vuelan de los apestados a los leprosos, del lazareto al cobertizo del campo, donde perece el aislado. Caídas del cielo, surgen en los siniestros y catástrofes. A través del nublado de la metralla y el vapor de sangre de los combates, entre las nubes de polvo y los escombros del terremoto, sobre las aguas furiosas que inundan los pueblos, entre las llamas del incendio, en toda desgracia, en toda muerte, flota y tremola, como enseña de paz, el velo cándido que las envuelve. Son Las Cazadoras de Almas. Se diezma, se aclara la bandada. No importa. Por soplar en el oído del moribundo el nombre de Jesús, perecen ciento; ciento, por que bese el labio contraído la imagen de Jesús, y por disputar una alma a Satanás, en su hora suprema de asalto, perecieran todas. Me pasmo, ahora, ante un prodigio que no soñaron los genios de la tierra. Es un lienzo. El alma del pintor debió de subir al cielo y tornar aquí abajo para reproducirlo. Arriba, sobre iris y divinos resplandores, corona el Eterno a María por Reina del Empíreo; espíritus angélicos y bienaventurados se prosternan, la glorifican y la aclaman; la inmensidad de cabezas forma horizontes. Abajo, entre incendios de gloria, miro el Cordero; los coros de Vírgenes entonan en rededor el himno de la pureza...¡Ah! ¡Otro cuadro, y otros, y millares! Todos del cielo. Pintando están centenares de artistas. Es escuela al par que oblación. Trabajaban de rodillas, por su Dios y para su Dios, poseídos de fiebre glorificadora. A cada pincelada alzan los ojos al cielo y se transfiguran: piden inspiración al Padre de la Belleza y le ofrecen a un tiempo sus trabajos. Son Los Artistas sin mancha.
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Se quedó de pronto silencioso, como abismado en la contemplación.
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-          ¿Por qué callas, peregrino?
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-          El gozo me roba el alma, hermana mía, y temo que mi vista se engañe. Estoy en Jerusalén. Sobre la cúpula de Omar se eleva, victoriosa, triunfante, perfilada en el cielo, abiertos los brazos, protegiendo al mundo, la Cruz de Jesucristo. Se eleva sobre los encumbrados minaretes pintados de arrebol, sobre las torres cuadradas y las cúbicas habitaciones, en los desiguales muros y en las puertas de la Ciudad Santa. Infinidad de templos católicos se yerguen en su recinto, yérguense en las escarpadas alturas del Moria, en el Valle de Sión, en la cima del Monte Olivete. Arquitectura y estatuaria cristinas, de arte prolijo y hondo simbolismo, cubre de mármoles preciosos las pendientes del Gólgota. Las campanas repican gloriosas en todos los templos; vibra el júbilo en las ondas del Siloé y del Cedrón, en las cumbres del Monte del Escándalo; se regocijan en sus sepulcros las cenizas de David y de Josafat. Muchedumbre de fieles se desborda en la que fue mezquita de Omar; resuena el órgano como intérprete de tanto corazón; por el dombo anchuroso suben las preces entre gasas de incienso. Sobre el altar de David, en custodia magna, donde cuajó el Oriente sus tesoros y el arte sus maravillas, está expuesta la Majestad de Dios. El púlpito de ébano y marfil, orgullo de Noradino, ocúpalo un prelado. Su rostro hermoso se contrae por la inspiración, flamean deslumbrantes sus pupilas, fuego divino arrebata su verbo en raudales de elocuencia. Celebra el santo de la fiesta, al Emperador de Oriente que rescató definitivamente y para siempre el sepulcro de Jesús, los lugares donde se vertió la  Sangre Redentora y se instituyó la Eucaristía, al espanto del paganismo que extendió el nombre de Dios por todo el Asia, por las regiones enantes misteriosas de Nubia y Abisinia, por cuantas islas constelan el Océano... ¡Veo al santo, lo estoy viendo!... Es el mismo...
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-          Basta ya, peregrino. -dijo la religiosa siempre en pie. Tornó aquél a las tinieblas y revivieron lámpara y blandones-. Basta ya. Cuanto has contemplado es mínima parte del gran todo. Eso, que tanto te enajena, está sólo en la mente de Dios, que lo mismo abarca lo que ha sucedido que lo que debió suceder. Nada de esto ha pasado aquí en la tierra; bien lo comprendes. Hubiera pasado, peregrino; más una simple palabra bastó a impedirlo: fue tu '''pero'''. Yo soy aquella Flor de Lis, de otro tiempo; de mi unión con Timbre de Gloria hubiera resultado, por descendencia, la muchedumbre de héroes, de genios, de conquistadores y de santos; el cúmulo de grandes hechos, de instituciones, de obras inmortales y de glorias que acabas de contemplar. Esa lumbre para tí desconocida, fuera la glorificación de Dios acá en la tierra. El santo que has visto y oído celebrar, fuera mi nieto Timbre de Gloria I, Majestad cristiana de todo el Oriente. Mide ahora las consecuencias de tu falta. Quitaste una honra; echaste sobre un hombre inocente la maldición de su padre; extinguiste una raza; arrojaste dos almas al infierno; privaste a la tierra de infinitos bienes y al Cielo de infinitos santos; impediste la salvación de millones de almas, el reinado y la glorificación de Dios; te interpusiste entre El y sus criaturas. Esto hiciste, licenciado Reinaldo. Un siglo há, precisamente, que, en este mismo templo en que estamos, imploraste perdón por tu delito. Perdonado estás. Un siglo llevas de expiación: vas a terminarla en esta vida y a principiarla en la otra. El día supremo del juicio universal saldrá tu alma del fuego que purifica, para ser juzgada la última. También a la pecadora que te habla se le esperan tres siglos de esa llama. Pecó mucho: esposa de Cristo, necesitó noventa años para arrancar de su corazón el amor a un muerto, a un suicida. Mas el Dios de las clemencias le concedió ciento quince años de vida terrenal, para que llorase sus culpas, como te ha dado a tí ciento cincuenta. Encargada estoy en este instante de la justicia divina. ¡De rodillas, peregrino, que vas a comparecer ante el Supremo Juez!
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Baja del féretro la monja, se acercó al licenciado y con la débil diestra le arranca la lengua de raíz.
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Al día siguiente, los alguaciles reales llevaban un reo a la vergüenza. Al acercarse a la picota de piedra, vieron encima una lengua humana que aún palpitaba. Van a quitarla y fuerza misteriosa los rechaza. Ni entonces ni después pudo nadie acercarse. Se cernió el espanto en esa piedra como sobre lugar de maldición; de él huyeron las aves y las brisas; en torno de esa lengua se hizo el vacío, que ni el aire impuro quiso contaminarse. Ahí está: ni el agua la reblandece, ni la calcina el resistero, elemento alguno la destiñe. Ahí está, sangrienta, palpitante, indestructible como la calumnia.
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Y vosotras, hijas sencillas de mis montañas, rezad por el alma del licenciado. En los grandes días de perdón, cuando se despuebla el purgatorio, allá se queda esa alma solitaria. Si vuestras preces no acortan el plazo irrevocable, amenguan, al menos, el fuego blanco de la purificación. En alta noche, cuando el viento se queje en las ventanas y gima en las techumbres; cuando los perros aúllen de tristeza, rezad por el '''Anima Sola'''.
 
   
 
   
Un Babalawo hace honor a Olofin, a la naturaleza, y sus ancestros cada mañana. No hay diferencia entre la forma en que un Sacerdote de IFÁ rinde honor y reza al Dios Supremo y otro sacerdote en cualquier otra religión o tradición.
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== Síntesis ==
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Mientras los estudiosos tienen a no contar la historia del Anima Sola, (o Ánimas Del Purgatorio) la práctica de orar para las almas en el Purgatorio se extiende por lo menos a tiempos tan lejano como el Concilio de Trent en que lo siguiente era determinado: 
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Considerando que la Iglesia Católica, instruida por el Fantasma Santo, tiene de las Sagradas Escrituras y la tradición antigua de los Padres enseñadas en los Concilios y muy recientemente en este sínodo Ecuménico (Sess. VI, la gorra. XXX; Sess. XXII cap.ii, iii) que existen en el Purgatorio, y que las almas se ayudan en eso por los sufragios del creyente, pero principalmente por el Sacrificio aceptable del Altar; el Sínodo Santo manda a los Obispos que ellos diligentemente encaminen el esfuerzo por tener la doctrina legítima de los Padres por todas partes en los Concilios con respecto al purgatorio que se enseñó y predicó, sostuvo y creyó por el creyente" (Denzinger, "Enchiridon", 983). [1] 
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== Varias interpretaciones de la imagen ==
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El Anima Sola se toma para representar un alma que sufre en el purgatorio. Mientras en muchos gráficos cromo líticos se pinta un alma femenina, normalmente se pintan muchas otras figuras como las papas y otros hombres en los gráficos cromo líticos, esculturas y pinturas. En la imagen normalmente más conocida del Anima Sola, se pinta una mujer como rompiendo gradualmente sus cadenas dentro de un calabozo rodeado por las llamas, como representando el purgatorio. Ella parece penitente y reverente, y sus cadenas han estado rotas, una indicación que, después de su sufrimiento temporal, ella se destina para el cielo. 
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Orando al Anima Sola es al contrario de una tradición de muchas maneras eso del culto más extendido de santos. En lugar de orar a un santo que entonces atrae Dios, el Anima Sola representa las almas en purgatorio que requiere los dos del vivir a la ayuda y el divino para mejorar sus sufrimientos infernales. [2] 
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El Anima Sola es común a lo largo del mundo católico, aunque es quizás más fuerte en Nápoles dónde está llamado "el culto de las almas en el Purgatorio." En América Latina, una fuente informa, el Anima Sola todavía es "una creencia profundamente arraigada en la masa de campesinos. La devoción data de los primeros colonizadores que probablemente trajeron la imagen en que el alma se representa como una mujer y sus tormentos sufridos en el purgatorio con la encuadernación de las cadenas en sus manos. Una leyenda acerca del 'la sed de Cristo' sobre que la Escritura parece no decir nada, pasos de la boca para hablar con voz hueca: Ellos dicen que en Jerusalén había mujeres que dieron la bebida a aquéllos que eran crucificando. En la tarde de Viernes Santo se vio a una mujer joven, Celestina Abdenago, subir el Calvario. De un frasco ella dio una bebida a Dismas y Gestas, todavía ella despreció a la Salvadora; y por esa razón, él la condenó sufrir la sed y el calor constante del purgatorio". [3] 
 
   
 
   
Constituyen la mas alta jerarquía dentro de la Ocha y la religión Yoruba - Lucumi, pues son los depositarios del conocimiento encerrado de las sagradas escrituras de IFÁ, el más complejo [[oráculo]] de que se tenga conocimiento.
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== Las tradiciones Mágicas  ==
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Como muchos símbolos católicos, la imagen está también arraigada en las tradiciones del espiritismo. Como está descrito en La Enciclopedia del Elemento de 5000 Hechizos por Judika Illes:  
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Anima Sola se traduce como el "sola alma" o el "solo espíritu" y se refiere a una imagen del votive muy específica. Basado en las estatuas del votive católicas romanas (pero ahora un gráfico cromo lítico estandarizado), esta imagen es particularmente popular en latinoamericano las tradiciones mágicas. Pinta a una mujer que está de pie entre las llamas, mientras está quemando todavía eternamente nunca la consumieron. Ella mira fijamente más de, mientras sosteniendo sus manos encadenado hacia el cielo. ¿Su alma está quemando en el fuego de Infierno o su corazón quema con el fuego de amor? 
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Según se alega el amor del desamparado es lo que dibujó este alma pobre en su dificultad: el Anima Sola transó la salvación eterna para las alegrías de amor temporal. Ella se invoca sólo el amor más desesperado se presenta. [4]
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Otra interpretación es que las sagradas figuras que frecuentemente la mayoría invocó incluyen el "Sola Alma" (Anima Sola), quién requiere las oraciones debido a su dificultad; San Silvestre, mágico debido a la fecha de su día de fiesta; y Santa Elena y San Onofre. [5] 
 
   
 
   
El Babalawo, según la ortodoxia cultural, es el encargado de entregar los Orichas Guerreros, primer paso en la consagración dentro de la Santería.
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== Santeria y Lukumi  ==
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En Santería o Lukumi, la religión de Afro-Caribe de Cuba, hay una sincronización del Anima Sola con el Eshu Alleguana. Los Eshus son los Mensajeros Divinos, los Embaucadores, Los Amos de los Caminos y las Puertas que son necesarios para todas las oraciones y alcanzar su punto intencional. Se piensa que Eshu Alleguana, un Eshu entre los centenares, es el más viejo de los Eshus, y ha existido mucho tiempo en la Tierra desde mucho tiempo antes de no sólo las personas, sino antes de muchos de los Dioses de la religión. Por consiguiente, él se sincroniza con El Solo Espíritu, tantos de los Dioses africanos y en el sincretismo con los santos católicos, u oculto detrás de ellos, en los primeros siglos de esclavitud, cuando la práctica de las religiones africanas fue oprimida. Anima Sola se agrupa en una tríada en algunas tradiciones con El Espíritu Intranquilo y el Espíritu Dominante.
 
   
 
   
Este sacerdocio impone determinada conducta social y personal, pero lo que más lo distingue es el estudio constante de la naturaleza y el Universo, pero sobre todo de textos Sagrados o [[Tratados de Oddun]], una extensa obra en la que predominan el simbolismo y un intrincado lenguaje Yoruba, lo que a menudo vuelve difícil e intrincada su interpretación. De ahí la obligación del Olúo (sabio, como también se le llama al Babalawo) de estudiar a IFÁ.
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== La Brujería == 
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En la Brujería el Anima Sola se usa en conjure para devolver a un compañero anterior, el espíritu atormenta a las personas les importa hasta que ellos tengan ningún selecto pero para volver. [6] El ritual está eficazmente conocido como un hechizo de amor, como él cualquier elemento de amor lo tiene dentro del resultado.
 
   
 
   
Al Awo acuden los creyentes para resolver todo tipo de problemas (personales, de salud, espirituales, económicos, matrimoniales) pues en Ifá están reflejadas todas las situaciones de la vida y su solución. Una teoría de los adeptos afirma: "Ya todo sucedió en el mundo una vez, y fue recogido en el Libro Sagrado de IFÁ. Ahora solo falta la materia o la acción que llene de nuevo, por un instante, el espacio que habitamos".
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== Referencias  ==
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1.      http://www.newadvent.org/cathen/12575a.htm
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2.      http://books.google.com/books?id=TnM1g0oKkN0C&printsec=frontcover&dq=history+of+naples&hl=en&ei=M1gjTIm8NcKSOJXu9bkF&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=3&ved=0CC4Q6AEwAg#v=onepage&q=purgatory&f=false
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3.      El Anima Sola.
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4.      Illes, Judika (2004). La Enciclopedia del Elemento de 5000 Hechizos. Londres: Los Libros del elemento. ISBN 978-0007164653.
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5.      Los Encuentros de la Cultura.
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6.      Espiritismo.
 
   
 
   
Al sacerdocio de IFÁ se puede llegar después de hacer Ocha o directamente, si asi lo dispone el oráculo, y la consagración dura siete días también, aunque con características bien diferentes en los rituales.
 
 
Para poder ser admitidos a esa orden superior, el aspirante debe seguir un curso de adiestramiento. En el caso de un babalawo, este proceso es largo y costoso. No se ha conocido a ninguno que haya podido seguir un curso tan extenso y tedioso que le permita realizar la labor de recitar, de memoria, la 4,096 historias de IFÁ.
 
 
Otros aspirantes o novicios pasan por un adiestramiento más corto en su duración. En el caso de aspirantes a sacerdotes de Aarón y Oshasin, esto se considera indispensable.
 
 
Al rango de Babalawo u Olúo solo pueden llegar hombres heterosexuales, Orúnmila no acepta dentro de sus sacerdotes homosexuales, bisexuales o mujeres. A pesar de que lastimosamente se han escuchado casos donde la persona que tenga dinero paga su derecho y le consagran IFÁ, sin importar su tendencia sexual.
 
 
Entre los Egun, en Badagry, vecindad cercana a los yorubas, el sacerdocio está bien organizado y el período de entrenamiento se hace algunos años, era de aproximadamente siete años. Los jóvenes toman un curso de paganismo, que en la actualidad se termina en un período de tres a cinco años. Este adiestramiento se realiza tan amplia y profundamente que más de un siglo de influencia cristiana y de infiltración mahometana ha sido casi imperceptible, mientras que los templos paganos superan en mucho los otros edificios de cualquier lugar o poblado, ejerciendo los sacerdotes su influencia sobre las otras religiones mediante propaganda en sus templos, hogares, lugares públicos y hasta en las mismas calles.
 
 
Las funciones que se consideran necesarias aprender para un entrenamiento o estudio adecuado son:
 
 
El Awo conduce y dirige enjuiciamientos con el fin de  crear un mayor sentido de moralidad; también preparan encantamientos,  amuletos y otros artículos relacionados con el mundo espiritual que  manejan.
 
 
Para poder ejercer estas  ceremonias tan importantes como delicadas, en una forma satisfactoria,  se considera a los sacerdotes como sacrosantos y sus personas son  inviolables. Cualquier insulto o violación en su contra se castiga  severamente.
 
Los sacerdotes actúan como intermediarios entre los Orichas y los hombres, ofreciéndoles rezos y sacrificios.
 
 
Actúan como adivinadores, perteneciendo esta labor, muy particularmente, a los sacerdotes de IFÁ (Babalawos). Deben dominar los instrumentos de adivinación.
 
 
En la Santería o Religión Lukumí, el Babalawo o "padre de  los secretos", o Awo, es reconocido como clérigo y actúa como tal en la  comunidad. Un Awo es el consultor espiritual para los clientes y  aquellos que deben ser asistidos para conocer a su Orisha tutelar e  iniciarse en la tradición espiritual de los Orishas.
 
 
 
Los  Awos deben mantener un entrenamiento en la memorización e  interpretación de los 256 Oddun y los numerosos versos de Ifá.  Tradicionalmente, el Babalawo además tiene otras especialidades  profesionales. Como por ejemplo, puede también ser un gran herborista,  mientras otros se especializan en eliminar los problemas causados por  los Ajogun. El Babalawo es entrenado en la determinación de los  problemas y en la aplicación de soluciones seculares o espirituales para  la resolución de los mismos. Su función primordial es asistir a las  personas a encontrar, entender y a procesar la vida hasta que  experimenten la sabiduría espiritual como una parte de las experiencias  cotidianas.
 
 
El Awo debe ayudar a las  personas a desarrollar disciplina y carácter que apoyen ese crecimiento  espiritual. Esto es realizado a través de la identificación del destino  espiritual del cliente, llamado Ori y desarrollar un camino espiritual  que pueda ser utilizado como apoyo para cultivar y vivir ese destino.
 
 
Ya  que el desarrollo espiritual de los demás está a cargo del Awo, este  debe dedicarse a mejorar su propio conocimiento de la vida y convertirse  en ejemplo para los demás. El Awo que no controla su propio  comportamiento a los estándares mayores de moral, puede perder el favor  de su comunidad Orisha y es juzgado de manera más dura que los demás.
 
 
Algunos  Awos son iniciados como adolescentes mientras otros aprenden ya de  adultos. El entrenamiento y años de dedicación a Ifá es la marca de los  más instruidos y espiritualmente favorecidos. Es por esto que como  promedio los iniciados de Ifá deben entrenar al menos una década antes  de ser reconocidos como Babalawos completos. y respetar siempre y  regirse en el transcurso de su vida familiar y religiosa por los 16  mandamientos de Ifá.
 
 
== Instrumentos de Adivinación ==
 
 
El Babalawo como sacerdote de Ifá, puede predecir el futuro y manejarlo a través de su comunicación con Orúnmila. Esto se hace consultando Ifá a través de la cadena de adivinación llamada [[Okpele]], y/o semillas sagradas llamadas [[Ikin]] sobre el tablero de adivinación de Ifá [[Atepon]].
 
 
== Fuentes ==
 
 
* Charles Spencer King (Traducido por Gabriel Ernesto Arevalo Luna), IFA Y Los Orishas: La Religión Antigua De La Naturaleza.  ISBN 1-46102-898-1.
 
* Notas de Ifá Olorun, Awo Orúmila Irete Untelú Omo Shangó. 2011.
 
 
 
 
[[Categoría:Religión]]
 
[[Categoría:Religión]]

Revisión del 16:00 23 sep 2011

Ánima Sola
Información sobre la plantilla
AnimaSola.JPG
Religión o MitologíaCatólica Romana
SincretismoEshu Alleguana
Venerado enAmérica Latina, Italia, Bandera de Italia , Cuba, Bandera de Cuba

Ánima Sola

Basado en la tradición católica romana, el Ánima Sola o el Alma Desamparada es una imagen que representa un alma en el purgatorio, muy popular en América Latina, así como en Andalucía, Nápoles y Palermo.

Historia

Como dicen los Santos Evangelios, hubo una estirpe que llenó el universo con su fama. Su nobleza fue la más alta y esclarecida; sus hombres todos, héroes y conquistadores; siendo riquísimos sus feudos. Mas la muerte, envidiosa de esta raza, sólo dejó un vástago para propagarla. Con los títulos y privilegios que en él recayeron, vino a ser el castellano más poderoso de su época. Los reyes mismos le agasajaban, porque le temían. En su ansia de perpetuarse, de restaurar la grandeza del apellido, pedía a Dios hijos varones por decenas, como no se los diese bajó a dígitos y, por último, a la unidad. Pero Dios, o no estaba por excelsitudes de la tierra o quería mortificarle: a cada espera le enviaba una hembra, cuando no dos. Entre la ilusión y el desengaño llegó el caballero a la vejez; y su tercera esposa, sus trece hijas y la muchedumbre de vasallos le pagaban el desaire. Sus crueldades aterraban la comarca; en los calabozos gemía toda una multitud de desgraciados; de las horcas del castillo colgaban los siervos en racimos. Al clamor de tantas almas, fue Dios servido de otorgarle al magnate un heredero. Pagado, resarcido de todos, se consideró con el regalo: parecía hijo de gigantes, y era tan hermoso y perfecto que a nada en el mundo podía compararse. Se pesó el recién nacido, y diez veces su peso fue mandado, en oro, a varios templos y santuarios. Su Sacra real Majestad vino en persona a sacarle de pila; se repartieron ducados entre el pueblo, cual si fuese jura de soberano; se celebraron fiestas por ocho días, y numerosos mensajeros llevaron la nueva a ciudades y castillos. Timbre de Gloria se nombró al heredero. Rejuveneció el castellano con la dicha: de sombrío y sanguinario, se tornó regocijado y compasivo. Bajó a sus pecheros los impuestos; envió sus mesnadas en defensa de la cristiandad; dos galeras, costeadas a sus expensas, purgaban los mares de infieles; y las limosnas salían de sus arcas como de manantiales insecables. Colmó a las hijas y a la esposa, especialmente, de atenciones y finezas; hizo alianza con muchos caballeros, y grandes agasajos en su castillo. Señores y vasallos, amigos y extraños competían en cariño al vástago precioso que trajo a la comarca tantas bendiciones. Timbre de Gloria confirmaba día por día el nombre que le dieron; en su persona pareció concentrarse el lustre y la grandeza de sus antepasados. El castillo, tedioso y solitario, el infante lo convirtió en animada corte de placeres y discreteos. Tenía a perpetuidad un cuerpo de físicos que le velaban por turno, para extirpar, en cuanto asomase, el amago de la enfermedad; y todo por lujo solamente, porque Timbre de Gloria era la misma salud. Academias laicas y clericales lo instruían en matemática, humanidades y ciencias teológicas. Habilísimos maestros en artes bélicas, musicales y venatorias fueron llamados de lejanas tierras, para adiestrarlo en tan caballerescos ramos. No en balde: a los dieciséis años daba quince y raya a unos y otros. Abismados se quedan los frailes con las hondas cuestiones que a menudo les propone; con los silogismos, en la más castiza latinidad, de que se vale a cada paso. No menos se pasman los matemáticos, al ver cómo caben y se relacionan en tan juvenil cabeza lo mismo los ápices del número y de la fórmula que las abstracciones del plano y del sólido. Ninguno como Timbre para garbear en el potro más indómito; ninguno como él en el manejo de gerifaltes y halcones; ninguno, para disparar venablos y ballestas. A su flecha no se escapan las pajaritas del cielo y en cuanto echa la jauría por delante, no hay alimaña segura, a ver por qué no se enmadrigaban en el mismo centro de la tierra. Traslada a grandes distancias pesos enormes, como si fueran copos de algodón; para trepar y dar saltos, sólo las corzas lo rivalizan; en canto y danza, parece hijo de Apolo y de Terpsícore; tañe, como él solo, desde el pastoril y caramillo hasta la cítara del poeta; y en cuanto a desatarse en improvisadas endechas, al compás de un laúd, es para el doncel lo mismo que conversar. Como, ya en esa edad, tuviera una fiereza, unas lozanías y una beldad que ponían pálida y convulsa a cuanta hembra le mirase, quiso el padre darle estado, a fin de que le dejara, antes de marchar a la guerra, un par de nietos, por lo menos. Tras de largo discurrir y excogitar, se atuvo a la fama, y eligió a Flor de Lis, hija de un poderoso castellano y tenida en el Reino por la más bella y recatada. Distante muchas jornadas del castillo de Timbre de Gloria estaba el de la hermosa; a él se encaminaron padre e hijo, cargados de riquísimos presentes, con gran séquito de escuderos y servidumbre. No bien hizo la petición el caballero cuando le fue concedida; y al avistarse los prometidos, ambos a dos estuvieron a punto de desmayarse: tan hermosos y seductores se hallaron uno a otro, de tal modo traspasados por puntas de amor. Se concertaron las bodas con el plazo perentorio de los preparativos, y, después de tres días de espléndidos festejos, partieron los peticionarios. Tamaño acontecimiento trascendió hasta los reinos limítrofes: apenas si cabría en el mundo pareja más hermosa, más ilustre, y novios el uno para el otro más apropiado. Timbre de Gloria estaba como loco: aún a las fieras del monte, hasta a los mismos muros del castillo quería comunicarles su ventura; se enajenaba con la ausencia: eternidad se le volvía la rapidez vertiginosa con que se gestionaban los aprestos y diligencias del matrimonio. Más que con los garzones de su clase, le ligaban vínculos de tierna amistad con su maestro predilecto, el licenciado Reinaldo, varón doctísimo y preclaro, en quien cifró el mancebo cuanta fe y seguridad cupo entre amigos. El tal se hallaba, últimamente, en la corte, y Timbre de Gloria acudió en su busca, para hacerle partícipe de cuanto le acontecía y esparcirse con él en deliciosas confidencias. Nunca tan grande atención prestó el licenciado al desbordante relato del doncel; y luego, con aire y tono de quien posee un secreto por nadie sospechado, dejó decir estas palabras: - Hermosa como el sol es tu prometida, amigo mío. Rica hembra más celebrada no conozco; pero... - ¿Pero qué, maestro? - ¡Pero!... -volvió a decir el licenciado. Y a que se explicase no fueron parte ni el ruego, ni las promesas, ni las lágrimas de su discípulo. Se separó del Reinaldo con el corazón emponzoñado. Ese pero que nada definía, que nada concretaba, tuvo para él, en la boca autorizada de su maestro y amigo, la sugestión terrible de lo desconocido. ¿Qué sería? ¿Qué no sería? ¿Un alerta, acaso? ¿Un pronóstico? ¿Cuántas y cuáles consecuencias tendría eso en su destino? ¡Imposible adivinarlo! Mas, fuese esto, aquello o lo de más allá, no le cabía duda que era algo grave tal vez vergonzoso, que, en su inexperiencia de niño, no le era dado ni sospechar siquiera. Sólo así se explicaba la obstinación de su maestro en aclarar el asunto; de otra suerte no concebía aquel pero en boca por la que hablaban la prudencia y la sabiduría. Labrándole, corroyéndole la palabra cada vez más, llegó al castillo tan tembloroso y desencajado, que todos a una lo tuvieron por próximo a expirar. Corrieron los escuderos, corrió el padre, corrió la madre, corrieron las hermanas; lo bajaron del corcel como un difunto y lo llevaron en vilo hasta su lecho. A la gritería y confusión, cobró alientos el mancebo; más fue para arrojarse desatentado y ponerse de hinojos a las plantas de su padre. En tal guisa sacó la tizona y, con voces doloridas y entrecortadas, dijo así: - Padre y señor: tomad mi propio acero y quitadme la vida; no la merezco ni la quiero. No la merezco, porque tengo de faltar al honor; no la quiero, porque no hay bajo el cielo hombre más desgraciado que vuestro hijo. - ¡Loco!... ¡Mi hijo está loco! -prorrumpió el castellano, presa del espanto. - No estoy loco, padre y señor -replica Timbre de Gloria, con acento seguro y reposado-. Hoy más que nunca estoy en mis cabales; pero ni vos ni nadie en el mundo será poderoso a que yo tome por mujer a Flor de Lis. ¡Por mis padres que me escuchan, por el Dios que está en los cielos, juro que sólo en pedazos me llevan al altar y que no tomaré por esposa a otra mujer! De antemano me declaro reo de muerte, y os pido, padre mío, cumpláis la sentencia. Tomad mi espada... No vaciléis un punto. - Alzate, hijo mío; envaina el acero, que estás loco. - Tratadme como a tal, si así lo creéis; pero mi juramento es irrevocable. Dijo y salió. Se creyó en el castillo que, sobre la locura del hijo, vendría la muerte del padre: tan espantosa fue la apoplejía que le acometió. Pero estaba de Dios que escapase de ésa. No por ello amainó Timbre de Gloria. Ni su madre ni nadie pudo arrancarle las razones que le asistían para tamaños desafueros. Días después, el caballero lo llamó a su presencia, y le ordenó: Trepa a la torre del homenaje y, con tu propia espada, borra el lema y la heráldica de nuestro blasón. Ardua fuera la empresa para otro. En el lado más visible del altanero torreón, sobre la serie paralela de saeteras, campaba, labrado en piedra de sillería, el enorme escudo. Su divisa en latín y en grandes caracteres podía leerse a muchísima distancia. Traducida al romance, rezaba, más o menos: ¡Primero la muerte que el deshonor!. El mancebo se apresuró a cumplir su cometido. Colgó de las almenas una escalera a manera de trapecio; se deslizó por ella como un acróbata, sacó la espada y principió. Había para rato. Trabajó desde el alba hasta la noche. Nada le detuvo: ni la dureza de la piedra, ni lo disparatado del instrumento, ni la violencia de la posición. Pasaban días y días, y el doncel siempre colgado. Ni una palabra le dirigió su padre en tanto tiempo. Si creyó al principio que con el recurso de la borradura cedería el obstinado, ya lo dudaba. En su cólera, no sabía a qué castigo apelar. Llegó un día en que de la gloriosa y complicada heráldica no quedó ni vestigio en el escudo. Fuese Timbre de Gloria a su padre y le dijo: Venid a ver si he cumplido vuestras órdenes. Y fue el padre y vio. Mandó al garzón se vistiera los arreos y las galas de caballero y tornase a su presencia; mandó a sus escuderos le trajesen las cadenas y los grillos más pesados que hubiera en los calabozos, la pellica más vieja que encontrasen en la cabaña de los pastores y las tijeras con que esquilaban las ovejas. Doncel y escuderos tornaron a un tiempo; ellos, temblando de espanto; él, sereno e impasible. El padre lo mandó a ponerse de rodillas y, en cuanto lo hizo, le cortó de a tajos la cabellera de arcángel; la juntó en un manojo, y cual si fuera rayo de su cólera, lo lanza hasta el corral. Le cogió por el cuello y lo levanta, le tomó la espada, la partió en dos contra la rodilla y arrojó los pedazos a un foso; lo despojó de la espuela y las insignias, y, a dos manos, frenético, insano, le arranca, le desgarra, le hace añicos recamos, sedas y holandas. Viéndole desnudo, le echa encima las repugnantes pieles; cíñele luego los hierros remachándoselos él mismo con su propia mano. Se apartó unos pasos, no bien termina; brama de ira y, entre acecidos y temblores, le dispara estas palabras: - ¡Maldito sea el día en que te engendré! ¡Malditas las entrañas que te concibieron! ¡Aparta de mi vista, hijo desnaturalizado! ¡Vete a acabar tu vida, enterrado a pan y agua, en el sótano más hondo del castillo! ¡Púdrase tu cuerpo, hierva de gusanos antes de morirte, abísmese tu alma en los infiernos y caiga sobre ti la maldición de tu padre! Repitió el eco las palabras, el cielo se oscureció, corrió el espanto en la comarca; y Timbre de Gloria, escoltado por sus propios escuderos, marchó a la condena. Un pergamino, escrito por el Capellán del castillo y firmado por una cruz -que era todo el autógrafo del castellano- fue remitido al padre de Flor de Lis. Por tal documento se le hacía saber la locura del mancebo y el fracaso consiguiente de las bodas. De allí a poco, dio el anciano en sacrílega demencia. No la mano, sino el pie, puso en el rostro del Capellán; acabó a golpes de hacha con cuanta imagen de santo había en el castillo, suspendió de la horca la estatua de San Miguel, patrón glorioso de su raza; convirtió la capilla en perrera, y las venerandas reliquias de mártires, que de siglos atrás guardaba la familia como tesoro preciosísimo, fueron arrojadas al muladar. Tras el furor, le sobrevino lamentable atonía; le entró frío en el tuétano, y murió, impenitente, blasfemo, espantoso. La infortunada viuda quiso, al menos, desenterrar al maldecido. Bajó hasta la mazmorra y, a la luz de las antorchas con que dos pajes le alumbraban, vio al hijo de sus entrañas revolcado en su propia sangre, aplastada la cabeza como una masa informe. No sobrevivió la infeliz a tanta desventura. Sus hijas e hijastras, unas quedaron locas, otras fatuas y tontas las restantes. Los siervos se alzaron a mayores; y sobre los inmensos dominios y riquezas de tan ilustre raza se cernió la rapiña. Flor de Lis, entre tanto, se agostaba como azucena roída por el gusano. Viuda moralmente, muerta para el mundo y con el alma enferma, se metió religiosa en orden de estrecha regla. Tan tétricos sucesos fueron asunto de una balada gemebunda, con que los dulces y errantes trovadores disipaban el tedio de los magnates y hacían llorar a las castellanas, en las sombrías veladas del invierno. Ni una vez, ni una, se acusó a sí propio el licenciado de la tragedia del castillo. II A raíz del pero, tembló por su cabeza, temiendo que el garzón le divulgase; con la muerte del castellano respiró. Para el corazón de ángel que le quiso con ternura y le colmó de favores; que llevó, sin venderle, sin maldecir de su nombre, la espina envenenada, no tuvo luego el victimario ni el perfume de un recuerdo. Pasó el tiempo y hasta la misma balada se olvidó. Viento favorable había elevado al licenciado Pérez y honra le dieron sus talentos, su saber, los altos puestos que ocupó y los grandes personajes que frecuentaba. A mayor abundamiento, un su tío, arcediano opulentísimo, lo instituyó su único heredero. No obstante todo esto, y los cincuenta años en que frisaba, permanecía célibe. Embebido se hallaba una noche el insigne Reinaldo en la maraña de ruidosa litis, de que era parte, y, a tiempo que pasaba de Las Pandectas a El Digesto y de los fueros a las pragmáticas, oyó que Timbre de Gloria, con voz triste y suplicante, le dijo al oído: ¿Pero qué, maestro? Soplo helado de ultratumba le recorrió las vértebras, le erizó los pelos, y lo dejó en la silla como petrificado. Allí quedara, si un trueno horrible que conmovió los cimientos de la tierra, no lo botase del sillón y lo volviese a la vida. Se tiró en el lecho como un sonámbulo, y la conciencia, muda hasta entonces, le habló. A la mañana siguiente se postraba, bañado en llanto, retorcido de dolor, ante un sacerdote. De todo le absolvió... menos del pero. Vuela al obispo, y tampoco: es delito reservado al Papa, al Papa únicamente. ¿Qué hace? Sale y publica su falta por calles y por plazas; corre a sus arcas, vacía las talegas y reparte el oro entre los pobres; va a un escribano y cede lo demás a templos y hospitales. Nada se reserva. Viste luego el sayal de peregrino; coge un báculo y emprende, a pie descalzo, camino de Roma. Implora donde llega el mendrugo de pan; duerme en despoblado sobre asperezas y cantiles; se golpea el pecho con piedras puntiagudas. Demacrado, macilento, el cuerpo una sola llaga, toca a las puertas de la ciudad Eterna, treinta y tres meses después. Merced a los buenos oficios de unos monjes llega hasta su Santidad. Lo oyó el Vicario de Cristo y le dijo: Enorme es tu delito, hijo mío; enorme ha de ser tu penitencia. Mucho has expiado hasta ahora; pero ese mucho es a tu falta lo que una gota de agua al mar. Parte ahora mismo, y, siguiendo siempre hacia Oriente, peregrina hasta que mueras. Tomarás, por todo sustento, tres bocados cotidianos de pan negro y tres veces la porción de agua que te quepa en la cuenca de tu mano. Sólo dos horas dormirás, y estás al mediodía y siempre sobre piedras y a la intemperie, lo mismo en invierno que en verano. A donde quiera que llegues, solicita por los muertos del día, y vela tú solo al que la suerte te depare. Si no lo hay, vela este esqueleto, que has de llevar siempre contigo, sobre la espalda, pegado a tus carnes bajo el sayal de lana. Te ceñirás tibias y peronés a la cintura, como un cilicio; cúbitos y radios, al cuello, como un cordel. Toma esta caldereta que contiene el agua inagotable del perdón, y esta rama inmarcesible de olivo. Llévalos siempre ocultos y da con ellos paz a cuantos muertos velares. Si cumples esto, hijo mío, hasta tu muerte, estarás en vía de salvación. Se ciñó allí mismo el esqueleto, tomó la bacía y el hisopo... y a andar, a andar. ¿A dónde no fue? Recorrió mares y continentes, metrópolis sabias y populosas; discurrió por aldeas y cortijos, por comarcas ásperas y desiertas; probó el pan de todas las naciones, bebió el agua de todos los ríos y aspiró el aire de todos los climas; conoció los ritos fúnebres de todas las religiones; veló muertos de todas las razas y oyó lamentarlos en todas las lenguas. Siempre hacia Oriente, hacia Oriente, llegó al caer de una tarde melancólica a la ciudad nativa. |¡Tlan! ¡Tlan! ¡Talán! Gemían las campanas, enloquecidas de dolor; seguían otras y luego otras, y los lamentos del bronce llenaban el ámbito, y el eco los repetía más tristes cada vez. Se respiraba en la metrópoli ambiente de orfandad; discurría el gentío con aire de pesadumbre, y por entre el clamoreo de las campanas, se oía como un concierto de sollozos. Avanzó el peregrino ciudad adentro. En todas partes, hombres y mujeres, niños y ancianos agotaban el mismo tema, en llorosos grupos. Por palabras y frases tomadas aquí y allá, vino en conocimiento del suceso: la madre Esclava del Cordero había muerto en olor de santidad y en uso perfecto de sus facultades, a la edad de ciento quince años. La ciudad toda pedía su canonización. Por los andenes de una plaza, seguido de muchos sacerdotes, venía el Obispo. Se arrodilló el peregrino en los portales de un edificio, para recibir la bendición. El aire ascético y penitente del romero; su barba centenaria, que al estar él de hinojos barría por el suelo; los surcos que el llanto había labrado en sus mejillas; la extraña corcova que le formaba el esqueleto, llamaron sobremanera la atención de su Ilustrísima. Se detuvo un instante; y el peregrino, con humildad y unción que conmovieron hondamente al prelado, le besó el anillo y le pidió permiso para velar la religiosa. Le hizo seguir hasta palacio su Señoría, y de ahí a poco envió a las monjas orden terminante de dejar sola la muerta, de cerrar la iglesia inmediatamente, y de enviarle las llaves. Con el último toque de ánimas entraba el peregrino en el antiguo templo. La presencia de Dios y el misterio de la muerte se sentían en el augusto silencio del recinto. Luctuosos paños pendían de las bóvedas en oscilantes pabellones, velado estaba el altar como en cuaresma. Sobre él, sangriento y lastimoso, en cruz enorme de marfil, se destacaba un Cristo de Viernes Santo; como astro distante y solitario, alumbraba apenas la lámpara del Sacramento. En la amplia nave central se alzaba, negro e imponente, el catafalco de la muerta; seis blandones reflejaban sus luces en las guarniciones y lágrimas de plata de las fúnebres colgaduras. Se postró boca abajo el peregrino y oró un corto espacio; se arrastró, luego, de rodillas hasta el centro, y dio sobre el féretro los treinta y tres asperjes de costumbre. A penas terminados, cae el sudario, y, alta, rígida, con majestad hierática, se alza la monja y dice: - Bien haces en hisoparme, peregrino. El agua santa de la misericordia cae sobre los muertos como rocío del cielo. Te esperaba. Por permisión divina, tengo de revelarte grandes cosas. Toma un escabel y siéntate; gira en torno la mirada y dime lo que veas. Y su voz, argentina y dulcísima, se modulaba en inflexiones de suprema tristeza. Obedeció, subyugado, el peregrino. Velo impenetrable cubrió la lámpara del tabernáculo; se apagaron a un golpe los blandones, tiniebla pavorosa, como de interior de tumba, envolvió el templo. - ¿Qué ves, hermano mío? -preguntó la religiosa. Guardó silencio el peregrino, como absortado, y al cabo habló así: - Hermana... Grandioso, incomparable espectáculo se ofrece a mis sentidos. Lumbre intensísima, para mí desconocida, inunda cuanto veo. Lejos de cegarme, mi visual alcanza y precisa a distancias incalculables. Oigo, y mi audición percibe la armonía de concierto y distingue, a la vez, el más vago y leve rumorcillo. Todo lo entiendo y lo defino, por obra de intuición sobrehumana. En todo estoy a un mismo tiempo, cual si tuviera el don de ubicuidad. Ni cordilleras ni nevados limitan el infinito horizonte. Si esto fuere espectáculo del mundo, el globo de la tierra ha debido abrir su planisferio, sin perder por ello sus innumeras sinuosidades. Colocado estoy en el centro, sobre una eminencia, punto preciso de vista para abarcarlo todo. - ¿Y qué ves desde allí, peregrino? - Veo magníficas basílicas de severa, desconocida arquitectura, que hunden en el cielo sus agujas; santuarios que brillan en las cumbres como bloques de nieve inconmovible; dilatados monasterios que blanquean en mitad de las llanuras; villas que en torno de aquéllos se agrupan, cual si buscasen su sombra. Veo, en desiertas altiplanicies, lazaretos más extensos y hermosos que los palacios de los reyes. Veo infinidad de bajeles de mil formas, que surcan todos los mares, que anclan en todos los puertos, que llevan en sus velas y en sus mástiles la Cruz de Jesucristo ¡Ah!... ¡La divina enseña por todas partes! Osténtenla en sus coronas y en sus cetros monarcas poderosos que pasan ante mí en incontable procesión; osténtenla en sus tiaras la serie de pontífices que más allá contemplo; en sus mitras, es otra de prelados que diviso a lo lejos; en sus casullas, legión innumerable de sacerdotes. - ¿Y qué más? - ¡Siempre la Cruz, hermana mía; por cientos, a millares, como campo de mieses! En cada cruz, un cuerpo suspendido: son mujeres de ideal belleza. Áspero saco, erizado por dentro de sutiles puntas, encubre sus encantos y se clava en sus carnes; se distienden sus miembros, medio dislocados, crujen sus huesos; pies y manos se atrincan contra el leño por cordeles de esparto; corona semejante a la de Cristo ciñe sus cabezas; corre la sangre por sus frentes, de sus poros salta el sudor de la fatiga y del suplicio. No mueren: se atormentan. Como la santa de Pazzi quieren la vida para padecer; y cada una de aquellas mártires es descolgada por sus hermanas, antes de que la tortura la haya hecho sucumbir; otra la substituye, y a ésta la siguiente, por que no esté nunca desierta la Cruz del Redentor. Son Las Crucificadas. Limpias como la nieve al descender del cielo, se ofrecen en lento, perpetuo holocausto por los crímenes del mundo. Porque la víctima sea más preciosa; por sacrificar lo que más amaron las hijas de los hombres, sólo hermosura reciben en su seno. Me detengo, ahora, ante otro cuadro no menos indecible. Son como aves blancas que vagan sin cesar. Se arremolinan en bandadas; se dispersan como pétalos de rosa que se deshojase en el aire; giran, febricitantes de amor, para posarse luego donde quiera que agonicen los mortales. Vuelan de los apestados a los leprosos, del lazareto al cobertizo del campo, donde perece el aislado. Caídas del cielo, surgen en los siniestros y catástrofes. A través del nublado de la metralla y el vapor de sangre de los combates, entre las nubes de polvo y los escombros del terremoto, sobre las aguas furiosas que inundan los pueblos, entre las llamas del incendio, en toda desgracia, en toda muerte, flota y tremola, como enseña de paz, el velo cándido que las envuelve. Son Las Cazadoras de Almas. Se diezma, se aclara la bandada. No importa. Por soplar en el oído del moribundo el nombre de Jesús, perecen ciento; ciento, por que bese el labio contraído la imagen de Jesús, y por disputar una alma a Satanás, en su hora suprema de asalto, perecieran todas. Me pasmo, ahora, ante un prodigio que no soñaron los genios de la tierra. Es un lienzo. El alma del pintor debió de subir al cielo y tornar aquí abajo para reproducirlo. Arriba, sobre iris y divinos resplandores, corona el Eterno a María por Reina del Empíreo; espíritus angélicos y bienaventurados se prosternan, la glorifican y la aclaman; la inmensidad de cabezas forma horizontes. Abajo, entre incendios de gloria, miro el Cordero; los coros de Vírgenes entonan en rededor el himno de la pureza...¡Ah! ¡Otro cuadro, y otros, y millares! Todos del cielo. Pintando están centenares de artistas. Es escuela al par que oblación. Trabajaban de rodillas, por su Dios y para su Dios, poseídos de fiebre glorificadora. A cada pincelada alzan los ojos al cielo y se transfiguran: piden inspiración al Padre de la Belleza y le ofrecen a un tiempo sus trabajos. Son Los Artistas sin mancha. Se quedó de pronto silencioso, como abismado en la contemplación. - ¿Por qué callas, peregrino? - El gozo me roba el alma, hermana mía, y temo que mi vista se engañe. Estoy en Jerusalén. Sobre la cúpula de Omar se eleva, victoriosa, triunfante, perfilada en el cielo, abiertos los brazos, protegiendo al mundo, la Cruz de Jesucristo. Se eleva sobre los encumbrados minaretes pintados de arrebol, sobre las torres cuadradas y las cúbicas habitaciones, en los desiguales muros y en las puertas de la Ciudad Santa. Infinidad de templos católicos se yerguen en su recinto, yérguense en las escarpadas alturas del Moria, en el Valle de Sión, en la cima del Monte Olivete. Arquitectura y estatuaria cristinas, de arte prolijo y hondo simbolismo, cubre de mármoles preciosos las pendientes del Gólgota. Las campanas repican gloriosas en todos los templos; vibra el júbilo en las ondas del Siloé y del Cedrón, en las cumbres del Monte del Escándalo; se regocijan en sus sepulcros las cenizas de David y de Josafat. Muchedumbre de fieles se desborda en la que fue mezquita de Omar; resuena el órgano como intérprete de tanto corazón; por el dombo anchuroso suben las preces entre gasas de incienso. Sobre el altar de David, en custodia magna, donde cuajó el Oriente sus tesoros y el arte sus maravillas, está expuesta la Majestad de Dios. El púlpito de ébano y marfil, orgullo de Noradino, ocúpalo un prelado. Su rostro hermoso se contrae por la inspiración, flamean deslumbrantes sus pupilas, fuego divino arrebata su verbo en raudales de elocuencia. Celebra el santo de la fiesta, al Emperador de Oriente que rescató definitivamente y para siempre el sepulcro de Jesús, los lugares donde se vertió la Sangre Redentora y se instituyó la Eucaristía, al espanto del paganismo que extendió el nombre de Dios por todo el Asia, por las regiones enantes misteriosas de Nubia y Abisinia, por cuantas islas constelan el Océano... ¡Veo al santo, lo estoy viendo!... Es el mismo... - Basta ya, peregrino. -dijo la religiosa siempre en pie. Tornó aquél a las tinieblas y revivieron lámpara y blandones-. Basta ya. Cuanto has contemplado es mínima parte del gran todo. Eso, que tanto te enajena, está sólo en la mente de Dios, que lo mismo abarca lo que ha sucedido que lo que debió suceder. Nada de esto ha pasado aquí en la tierra; bien lo comprendes. Hubiera pasado, peregrino; más una simple palabra bastó a impedirlo: fue tu pero. Yo soy aquella Flor de Lis, de otro tiempo; de mi unión con Timbre de Gloria hubiera resultado, por descendencia, la muchedumbre de héroes, de genios, de conquistadores y de santos; el cúmulo de grandes hechos, de instituciones, de obras inmortales y de glorias que acabas de contemplar. Esa lumbre para tí desconocida, fuera la glorificación de Dios acá en la tierra. El santo que has visto y oído celebrar, fuera mi nieto Timbre de Gloria I, Majestad cristiana de todo el Oriente. Mide ahora las consecuencias de tu falta. Quitaste una honra; echaste sobre un hombre inocente la maldición de su padre; extinguiste una raza; arrojaste dos almas al infierno; privaste a la tierra de infinitos bienes y al Cielo de infinitos santos; impediste la salvación de millones de almas, el reinado y la glorificación de Dios; te interpusiste entre El y sus criaturas. Esto hiciste, licenciado Reinaldo. Un siglo há, precisamente, que, en este mismo templo en que estamos, imploraste perdón por tu delito. Perdonado estás. Un siglo llevas de expiación: vas a terminarla en esta vida y a principiarla en la otra. El día supremo del juicio universal saldrá tu alma del fuego que purifica, para ser juzgada la última. También a la pecadora que te habla se le esperan tres siglos de esa llama. Pecó mucho: esposa de Cristo, necesitó noventa años para arrancar de su corazón el amor a un muerto, a un suicida. Mas el Dios de las clemencias le concedió ciento quince años de vida terrenal, para que llorase sus culpas, como te ha dado a tí ciento cincuenta. Encargada estoy en este instante de la justicia divina. ¡De rodillas, peregrino, que vas a comparecer ante el Supremo Juez! Baja del féretro la monja, se acercó al licenciado y con la débil diestra le arranca la lengua de raíz. Al día siguiente, los alguaciles reales llevaban un reo a la vergüenza. Al acercarse a la picota de piedra, vieron encima una lengua humana que aún palpitaba. Van a quitarla y fuerza misteriosa los rechaza. Ni entonces ni después pudo nadie acercarse. Se cernió el espanto en esa piedra como sobre lugar de maldición; de él huyeron las aves y las brisas; en torno de esa lengua se hizo el vacío, que ni el aire impuro quiso contaminarse. Ahí está: ni el agua la reblandece, ni la calcina el resistero, elemento alguno la destiñe. Ahí está, sangrienta, palpitante, indestructible como la calumnia. Y vosotras, hijas sencillas de mis montañas, rezad por el alma del licenciado. En los grandes días de perdón, cuando se despuebla el purgatorio, allá se queda esa alma solitaria. Si vuestras preces no acortan el plazo irrevocable, amenguan, al menos, el fuego blanco de la purificación. En alta noche, cuando el viento se queje en las ventanas y gima en las techumbres; cuando los perros aúllen de tristeza, rezad por el Anima Sola.

Síntesis

Mientras los estudiosos tienen a no contar la historia del Anima Sola, (o Ánimas Del Purgatorio) la práctica de orar para las almas en el Purgatorio se extiende por lo menos a tiempos tan lejano como el Concilio de Trent en que lo siguiente era determinado:

Considerando que la Iglesia Católica, instruida por el Fantasma Santo, tiene de las Sagradas Escrituras y la tradición antigua de los Padres enseñadas en los Concilios y muy recientemente en este sínodo Ecuménico (Sess. VI, la gorra. XXX; Sess. XXII cap.ii, iii) que existen en el Purgatorio, y que las almas se ayudan en eso por los sufragios del creyente, pero principalmente por el Sacrificio aceptable del Altar; el Sínodo Santo manda a los Obispos que ellos diligentemente encaminen el esfuerzo por tener la doctrina legítima de los Padres por todas partes en los Concilios con respecto al purgatorio que se enseñó y predicó, sostuvo y creyó por el creyente" (Denzinger, "Enchiridon", 983). [1]

Varias interpretaciones de la imagen

El Anima Sola se toma para representar un alma que sufre en el purgatorio. Mientras en muchos gráficos cromo líticos se pinta un alma femenina, normalmente se pintan muchas otras figuras como las papas y otros hombres en los gráficos cromo líticos, esculturas y pinturas. En la imagen normalmente más conocida del Anima Sola, se pinta una mujer como rompiendo gradualmente sus cadenas dentro de un calabozo rodeado por las llamas, como representando el purgatorio. Ella parece penitente y reverente, y sus cadenas han estado rotas, una indicación que, después de su sufrimiento temporal, ella se destina para el cielo.

Orando al Anima Sola es al contrario de una tradición de muchas maneras eso del culto más extendido de santos. En lugar de orar a un santo que entonces atrae Dios, el Anima Sola representa las almas en purgatorio que requiere los dos del vivir a la ayuda y el divino para mejorar sus sufrimientos infernales. [2]

El Anima Sola es común a lo largo del mundo católico, aunque es quizás más fuerte en Nápoles dónde está llamado "el culto de las almas en el Purgatorio." En América Latina, una fuente informa, el Anima Sola todavía es "una creencia profundamente arraigada en la masa de campesinos. La devoción data de los primeros colonizadores que probablemente trajeron la imagen en que el alma se representa como una mujer y sus tormentos sufridos en el purgatorio con la encuadernación de las cadenas en sus manos. Una leyenda acerca del 'la sed de Cristo' sobre que la Escritura parece no decir nada, pasos de la boca para hablar con voz hueca: Ellos dicen que en Jerusalén había mujeres que dieron la bebida a aquéllos que eran crucificando. En la tarde de Viernes Santo se vio a una mujer joven, Celestina Abdenago, subir el Calvario. De un frasco ella dio una bebida a Dismas y Gestas, todavía ella despreció a la Salvadora; y por esa razón, él la condenó sufrir la sed y el calor constante del purgatorio". [3]

Las tradiciones Mágicas

Como muchos símbolos católicos, la imagen está también arraigada en las tradiciones del espiritismo. Como está descrito en La Enciclopedia del Elemento de 5000 Hechizos por Judika Illes:

Anima Sola se traduce como el "sola alma" o el "solo espíritu" y se refiere a una imagen del votive muy específica. Basado en las estatuas del votive católicas romanas (pero ahora un gráfico cromo lítico estandarizado), esta imagen es particularmente popular en latinoamericano las tradiciones mágicas. Pinta a una mujer que está de pie entre las llamas, mientras está quemando todavía eternamente nunca la consumieron. Ella mira fijamente más de, mientras sosteniendo sus manos encadenado hacia el cielo. ¿Su alma está quemando en el fuego de Infierno o su corazón quema con el fuego de amor?

Según se alega el amor del desamparado es lo que dibujó este alma pobre en su dificultad: el Anima Sola transó la salvación eterna para las alegrías de amor temporal. Ella se invoca sólo el amor más desesperado se presenta. [4]

Otra interpretación es que las sagradas figuras que frecuentemente la mayoría invocó incluyen el "Sola Alma" (Anima Sola), quién requiere las oraciones debido a su dificultad; San Silvestre, mágico debido a la fecha de su día de fiesta; y Santa Elena y San Onofre. [5]

Santeria y Lukumi

En Santería o Lukumi, la religión de Afro-Caribe de Cuba, hay una sincronización del Anima Sola con el Eshu Alleguana. Los Eshus son los Mensajeros Divinos, los Embaucadores, Los Amos de los Caminos y las Puertas que son necesarios para todas las oraciones y alcanzar su punto intencional. Se piensa que Eshu Alleguana, un Eshu entre los centenares, es el más viejo de los Eshus, y ha existido mucho tiempo en la Tierra desde mucho tiempo antes de no sólo las personas, sino antes de muchos de los Dioses de la religión. Por consiguiente, él se sincroniza con El Solo Espíritu, tantos de los Dioses africanos y en el sincretismo con los santos católicos, u oculto detrás de ellos, en los primeros siglos de esclavitud, cuando la práctica de las religiones africanas fue oprimida. Anima Sola se agrupa en una tríada en algunas tradiciones con El Espíritu Intranquilo y el Espíritu Dominante.

La Brujería

En la Brujería el Anima Sola se usa en conjure para devolver a un compañero anterior, el espíritu atormenta a las personas les importa hasta que ellos tengan ningún selecto pero para volver. [6] El ritual está eficazmente conocido como un hechizo de amor, como él cualquier elemento de amor lo tiene dentro del resultado.

Referencias

1. http://www.newadvent.org/cathen/12575a.htm 2. http://books.google.com/books?id=TnM1g0oKkN0C&printsec=frontcover&dq=history+of+naples&hl=en&ei=M1gjTIm8NcKSOJXu9bkF&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=3&ved=0CC4Q6AEwAg#v=onepage&q=purgatory&f=false 3. El Anima Sola. 4. Illes, Judika (2004). La Enciclopedia del Elemento de 5000 Hechizos. Londres: Los Libros del elemento. ISBN 978-0007164653. 5. Los Encuentros de la Cultura. 6. Espiritismo.