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'''Alteraciones de Aragón''' Se denominan las Alteraciones de Aragón a los eventos sucedidos en Aragón durante el reinado de Felipe II de Castilla y I de Aragón.
 
'''Alteraciones de Aragón''' Se denominan las Alteraciones de Aragón a los eventos sucedidos en Aragón durante el reinado de Felipe II de Castilla y I de Aragón.
  

Revisión del 15:44 13 nov 2019

Alteraciones de Aragón
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El pueblo de Zaragoza hiere al marqués de Almenara.jpg

Alteraciones de Aragón Se denominan las Alteraciones de Aragón a los eventos sucedidos en Aragón durante el reinado de Felipe II de Castilla y I de Aragón.

Enciclopédico

El reino aragonés sufrió a lo largo del siglo XVI una serie de vicisitudes que llevarían a una generalización progresiva de cierto sentimiento de inseguridad interna, hasta desembocar finalmente en los sucesos de Zaragoza de 1591 y las Cortes de Tarazona de 1592. Múltiples factores contribuyen a explicar los continuos disturbios, reyertas, alteraciones, rebeliones y enfrentamientos de los súbditos aragoneses. Prácticamente ninguna comarca del reino se vio libre de discordias. En los concejos se daban frecuentes altercados en los que se veían involucrados todos los vecinos. Los señores, en cuanto les era posible, dirimían sus pleitos por medio de las armas. La violencia era uno de los métodos por el que intentaban solucionar sus diferencias unos núcleos de población con respecto a otros. Los vasallos, cuando adquirían conciencia clara de su condición de tales y de los excesivos sacrificios que esa realidad comportaba, recurrieron con frecuencia a la insurrección armada contra los señores. Las causas de toda esta serie de revueltas eran muy complejas, pero pueden reducirse, de un lado, al peculiar sistema jurídico aragonés, y de otra a los problemas socioeconómicos de la centuria.

La sociedad aragonesa estaba organizada en torno a la tierra. La agricultura era la actividad fundamental y de ella dependía la mayoría de los aragoneses. Era la propiedad de la tierra lo que definía en buena medida su grado de consideración política, social y económica: los grupos que contaban con la mayoría de las tierras eran la nobleza y el alto clero; la pervivencia de los usos feudales les otorgaba no sólo la propiedad de la tierra, sino también la de la gente dedicada a su cultivo, la cual quedaba obligada al pago de numerosos tributos, derechos señoriales y rentas, y además sometida a la jurisdicción del señor. El régimen señorial aragonés era especialmente duro: las prestaciones personales, residuo medieval, no habían desaparecido por completo; la dependencia económica de los vasallos era total; al pago de rentas en especie se venía a añadir otra larga serie de exigencias señoriales como los derechos de alfarrazar, comiso, loismo y fadiga, la obligación de hacer uso de los hornos, los molinos aceitero y harinero, la barca del señor, el disfrute de los pastos del lugar, ciertos privilegios comerciales como la prioridad señorial de la venta de vino, etc., que acentuaban todavía más la dependencia económica del vasallo. A la servidumbre económica venía a añadirse la de las propias personas: los vasallos dependían jurisdiccionalmente de los señores, hecho particularmente grave en los señoríos laicos, pero no tanto en los eclesiásticos, donde los dueños no podían ser jueces. Pero los señores laicos gozaban de la absoluta potestad, lo que les permitía disponer incluso de las vidas de sus súbditos. Este derecho estaba expresamente reconocido y hay noticias de que se hizo uso de él, si bien es cierto que ello ocurrió en muy contadas ocasiones. Nadie, ni tan siquiera el propio monarca, podía intentar discutir los atributos jurisdiccionales del señor sobre sus vasallos. Los representantes del rey o del reino tenían vedado el ejercicio de la justicia en tierras de señorío, por lo que éstas podían con gran facilidad convertirse en refugio de los perseguidos por la ley. La situación de los vasallos, a todas luces penosa, contrastaba todavía más que en otros reinos peninsulares con la de los hombres libres, que gozaban de un estatuto jurídico excepcional en la Europa de la época. Regidos por los Fueros de Aragón, los aragoneses libres tenían reconocidos una serie de derechos que los privilegiaban: entre ellos podemos citar el que no se les pudiera torturar, la prohibición a los monarcas de imponer nuevos tributos sin el consentimiento del reino, la imposibilidad de los jueces de proceder en secreto contra nadie. Las prerrogativas otorgadas a los hombres libres en los Fueros quedaban garantizadas gracias a la jurisfirma y al Privilegio de los Veinte. Los hombres libres se organizaban en los municipios o concejos de realengo, que gozaban de una amplia autonomía en materias muy diversas. El ejercicio de la justicia, la conservación del orden social, incluso ciertas formas de control de la vida económica estaban en manos de las autoridades del concejo. Los señoríos y, en menor medida, los concejos de realengo formaban entidades autónomas con respecto al poder central en el Aragón del siglo XVI. A la pervivencia de unas estructuras económicas típicamente medievales se venía a añadir en el territorio aragonés la fragmentación del poder, característica de centurias anteriores. Los señores gobernaban en sus territorios sin permitir injerencia alguna del exterior. Los municipios libres, aun estando más mediatizados, podían actuar privilegiando sus intereses, por más que fueran contrarios al bien común. El ejercicio de este poder quedaba garantizado por unos Fueros muy rígidos, a los que estaban sometidos por un igual monarca y súbditos. La existencia de privilegios especiales (como el famoso «Privilegio de los Veinte» ostentado por el municipio de Zaragoza, que pretendía imponerlo por encima incluso de la normativa foral), la introducción de nuevos organismos dotados de amplias facultades jurídicas (como lo fue el Santo Oficio), contribuían a una mayor compartimentación del poder. Ello, unido a la falta de conciencia de los intereses colectivos, hacía que las personas y organismos que ostentaban el poder se mostrasen insolidarios entre ellos mismos y con respecto al propio reino aragonés. El celo puesto en el mantenimiento y, a ser posible, ampliación de los privilegios particulares motivaba que la menor sospecha de ataque a los mismos tuviera una respuesta violenta y armada.

Ya en la Edad Media la pluralidad de poderes y la falta de una clara delimitación de los mismos había sido causa de frecuentes litigios y luchas armadas. En el siglo XVI dos nuevos hechos contribuyeron a la creación de un panorama mucho más complejo. De un lado, se estaba produciendo un incremento de la población, lo que implicaba la necesidad de adecuar las estructuras políticas, económicas y sociales a la nueva realidad de un mundo más densamente poblado; de otro, la llegada al trono de una dinastía, a la Casa de Austria, que pretendían gobernar de manera autoritaria. La inadecuación de las antiguas estructuras de poder a la nueva realidad, provocó una sucesión ininterrumpida de conflictos armados en los que tomaron parte todos los grupos que formaban la sociedad aragonesa. Las revueltas surgieron por todo el territorio aragonés y los motivos eran muy dispares, aunque en el fondo parecen predominar los móviles económicos. A lo largo del siglo resulta difícil encontrar un solo año en el que la paz estuviera generalizada por toda superficie del reino. La multitud de conflictos imposibilita ofrecer una relación exhaustiva de los mismos, por lo que sólo se hará referencia a los más importantes.

Los nobles continuaron con sus ancestrales luchas intestinas. Entre 1510 y 1520 se produjeron grandes conflictos originados por el abierto enfrentamiento del Condado de Aranda y el Ducado de Villahermosa. El lugar de operaciones fue la ribera del Jalón: Lumpiaque y Pedrola resultaron seriamente dañadas. Las treguas forales impuestas por la Diputación del Reino no fueron respetadas y una sentencia otorgada por Fernando II en 1516 no satisfizo a ninguna de las partes, que a la muerte del monarca volvieron a recurrir a las armas. Sería el arzobispo de Zaragoza, don Alonso de Aragón, quien conseguiría poner término al conflicto. La sucesión de señoríos, la aspiración a ocupar cargos importantes, cuestiones referentes a asuntos matrimoniales, abusos de fuerza entre otros, serían los motivos de enfrentamiento entre Alonso de Castro y Felipe de Urriés, vizconde de Ebol y Felipe de Castro, señores de Navas y de Gavín, Pedro Latrás y Martín Abarca.

No era mejor la situación del orden y la paz social en los propios concejos a causa de las disensiones entre las familias más poderosas, en las que acababan por verse involucrados todos los vecinos. Aínsa, La Almunia de doña Godina, Sos, Monzón, Graus, Barbastro, Jaca, Tauste, Huesca, Luesia, San Esteban de Litera, Pozán de Vero, los valles de Broto y Echo fueron, entre muchos otros, escenarios de violentos altercados internos, algunos de los cuales, como el protagonizado por los Riberas y Benedetes de Monzón, tuvieron honda repercusión en todo el reino. Constantes eran también los enfrentamientos entre concejos: Longares y Muel en 1500, Ejea y Tauste poco después, Magallón y Gallur en 1518, Abiego y Azlor en 1519, los lugares del valle de Broto en 1520, Albarracín y el marqués de Moya durante el mismo año, Alagón y el señor de Castellar hasta 1524, Tarazona y Borja en el citado año, Berbegal y sus aldeas en 1525 y también en esta fecha Añón y Ambel; Mallén y Fréscano en 1532, Uncastillo y Sádaba en 1538, etc.

Uno de los conflictos más graves de la centuria surgiría hacia 1550. El origen fue un litigio por unas casas entre Zaragoza y Sebastián de Hervás. En un enfrentamiento armado, un guarda de la ciudad resultó herido: Zaragoza, haciendo uso del Privilegio de los Veinte, arrasó el lugar de Mozota y derribó el castillo y los molinos de Mezalocha, localidades ambas pertenecientes a Hervás. La posterior denuncia de éste no tuvo resultado alguno y el pleito sobre la posesión de las casas siguió su curso. La Corte del Justicia de Aragón dictó en 1558 una sentencia que era desfavorable a Zaragoza, negándose la ciudad a aceptar la sentencia. La actitud de Zaragoza suponía de hecho poner el Privilegio de los Veinte por encima de la normativa foral y de su máximo valedor, el Justicia. El conflicto Zaragoza-Hervás acabó por convertirse en un enfrentamiento entre Zaragoza y el reino. La conducta de la capital provocó una inmediata reacción de los grupos más afectados. La nobleza fuerista ofreció su apoyo incondicional al Justicia y exigió la convocatoria de los cuatro brazos del reino. El conde de Aranda, y el Justicia de Aragón y algunos caballeros introdujeron contingentes de gente armada en Zaragoza con el fin de obligar a la ciudad a acatar el fallo de la justicia. El conflicto vino a agravarse con motivo del incendio de las casas objeto de litigio y la posterior negativa de la capital a la investigación de las causas del siniestro.

Un suceso paralelo vino a distraer la atención de los partidarios del cumplimiento de los fueros: el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición hizo público un edicto el mismo día del incendio, por el que se ordenaba el desarme de los moriscos, que constituían una parte importante de las tropas infiltradas en la ciudad y, en general, de las gentes que los señores movilizaban en sus conflictos internos. La orden del Santo Oficio hizo que el asunto de Hervás pasara a un segundo plano. El problema constitucional planteado por la actuación del Privilegio de los Veinte no había quedado resuelto y, a pesar de las protestas del resto del Reino, Zaragoza iba a continuar haciendo uso de él. A su vez el edicto inquisitorial sería un nuevo elemento de inquietud en Aragón, ya que se interpretaba que el Santo Oficio se había propasado en sus atribuciones vulnerando los Fueros aragoneses. Todos los esfuerzos de los fueristas fueron dirigidos a lograr la anulación del edicto. Si bien no se logró, el desarme debió de tener escasas consecuencias prácticas, pues pocos años después se repitió la orden.

La sensación de inseguridad aumentó en la segunda mitad de la centuria. Institucionalmente, asuntos como las continuadas actuaciones del Santo Oficio en una serie de temas totalmente ajenos a las funciones religiosas para las que había sido creado, el pleito del virrey extranjero, los incesantes conflictos entre la Audiencia real y la Corte del Justicia contribuyeron a crear en amplios sectores aragoneses un creciente sentimiento de rechazo a la política de los representantes del monarca.

Más preocupante era la progresiva generalización de la violencia, que en algunas ocasiones llegó a colapsar la vida del reino. En las montañas pirenaicas los conflictos eran constantes. El año 1559, Jaca y Biescas estaban en guerra con el señor de Gavín: el conflicto involucró a buena parte de la montaña, dadas las particulares relaciones de dependencia existentes entre los distintos lugares, villas, ciudades y señores. Situaciones parecidas se repitieron en los años siguientes. La paz pública se veía cada vez más comprometida por la generalización de nuevas formas de delincuencia: el contrabando de caballos, actividad muy lucrativa desde el momento en que por orden real se prohibió su exportación, y, sobre todo, la generalización del bandolerismo. Hasta entonces, la actividad de las gentes que vivían al margen de la ley había sido más o menos contenida gracias a la actuación de los municipios. Se consideraba que el problema de la delincuencia era local y en ese ámbito debía funcionar la represión. Pero a medida que la inseguridad y el descontento iban alcanzando a sectores cada vez más numerosos del reino, la contención del desorden se mostraba progresivamente inviable. Los concejos eran impotentes para reprimir el bandidaje, que había sobrepasado con amplitud el ámbito local. La creación de un ejército el año 1572 con la finalidad exclusiva de acabar con los delincuentes tuvo escasa utilidad, ya que la mayoría de éstos pudo encontrar refugio en tierras de señorío o en otros reinos, donde eran inaplicables los fueros aragoneses. El mantenimiento de guarniciones permanentes en las zonas en que los bandoleros actuaban con mayor frecuencia únicamente sirvió para asegurar el mantenimiento de la actividad comercial, sin lograr acabar con la delincuencia. Los bandoleros, contrabandistas y delincuentes de todo tipo, cuando eran capturados, encontraban grandes facilidades para dilatar los procesos judiciales.

La multiplicación de organismos con capacidad jurídica y el cada vez más patente enfrentamiento entre las instituciones directamente dependientes del rey y las típicas del reino Diputación y Corte del Justicia favorecía este estado de cosas. En tal situación se vinieron a dar otros hechos que por sí solos podían revestir una extrema gravedad: en Ariza, Ayerbe, Monclús y el condado de Ribagorza se produjeron levantamientos antiseñoriales. Los vasallos de estos lugares iniciaron una serie de movimientos reivindicativos buscando acabar con la dependencia señorial. Cuando creían que la justicia lesionaba sus legítimos intereses, no dudaron en emplear la fuerza. Al abierto enfrentamiento entre señor y vasallos se vino a sumar la actitud de la corte de Felipe I que, en su decidido apoyo a la causa de los vasallos rebeldes, llegó hasta el punto de contratar bandoleros, a lo que respondió el conde con una medida similar. Los sucesos del condado de Ribagorza tuvieron honda repercusión en todo el reino aragonés, ya muy alterado por las matanzas que unos pastores tensinos hicieron sobre las poblaciones moriscas de Codo y Pina. Algunos miembros de la minoría morisca, que hasta entonces siempre se había mostrado pacífica, decidieron actuar por su cuenta, sembrando el pánico entre los cristianos viejos de la vega del Jalón y de las cercanías de Zaragoza.

Fue entonces cuando más patentes se hicieron los conflictos entre los organismos que tenían poder judicial. Las autoridades reales se mostraron decididas a terminar con la delincuencia, aun a costa de vulnerar la normativa foral. Zaragoza de nuevo volvió a hacer uso del Privilegio de los Veinte, sin tener en cuenta los Fueros, actuando contra los moriscos y montañeses implicados en las alteraciones del reino. La ejecución, por indicación real, de Antonio Martón, montañés natural de Sallent de Gállego a quien el arzobispo de Zaragoza había garantizado su seguridad personal, y la llegada al territorio aragonés de Antonio Pérez antiguo secretario de Felipe I, caído en desgracia y encarcelado por la Inquisición, que en 1591 había logrado huir de las cárceles castellanas y se había acogido al Privilegio de la Manifestación, vinieron a añadir nuevos elementos de tensión a la ya muy delicada situación del reino.

El enfrentamiento entre la institución monárquica y la normativa foral había llegado a ser total. La progresiva degradación del orden social puso al descubierto con toda claridad la incompatibilidad de coexistencia entre un reino apegado a unos fueros que a todo anteponían el cumplimiento de la ley (una ley que por otro lado no privilegiaba a todos aragoneses por igual) y una monarquía, la de los Austrias, que en su progresiva ascensión hacia el poder absoluto no podía ver con buenos ojos el acatamiento a una normativa legal que obligaba por igual a monarca y súbditos. Todos los sucesos posteriores, como el enfrentamiento del pueblo zaragozano a la Inquisición para sacar de la cárcel de la Aljafería a Antonio Pérez, la muerte violenta del Marqués de Almenara, la entrada de un ejército castellano en territorio aragonés; la decisión del Justicia de Aragón de hacer frente con gente armada a estas tropas consideradas como extranjeras; la ocupación por parte del ejército real de Zaragoza; la ejecución, sin juicio previo, de Juan de Lanuza, Justicia aragonés; la represión ejercida sobre las personas más caracterizadas del llamado partido fuerista; la celebración de las Cortes de Tarazona de 1592 y el recorte en éstas de algunos de los más típicos fueros y privilegios como el de la Manifestación, fueron la culminación lógica y natural de toda una serie de hechos que hicieron del XVI posiblemente el siglo más conflictivo de la historia aragonesa.

Bibliografía

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Fuentes