Avicena

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Avicena
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El primero de los sabios
NombreAbu Ah al-Hosain Ibn Sina
Nacimiento980 (370 de la Hégira)
Aldea cercana a la ciudad de Bujara hoy Uzbekistán
Fallecimientoagosto de 1037
Ispahán, ciudad del centro de Irán

. Ibn Sina, conocido en Occidente coa el nombre españolizado de Avicena, una de las principales figuras de la ciencia y la filosofía islámicas, nació en el año 370 de la Hégira, hace ahora exactamente mil años según el calendario cristiano. Vino al mundo el gran sabio y filósofo en una región del Asia central que entonces formaba parte integrante del Imperio abasida. Este inmenso Estado, fundado en la fe islámica y que se extendía desde los confines del actual Afganistán en el este hasta España en el oeste, comenzaba entonces a desintegrarse políticamente. Varios soberanos, celosos de la independencia de sus respectivos reinos, lograron reducir la influencia en ellos del califa de Bagdad a una simple autoridad simbólica. Pero este desmembramiento, en vez de generar la decadencia cultural, iba a enriquecer la civilización islámica con los aportes culturales y científicos de cada uno de esos nuevos Estados, cuyos soberanos se disputaban la presencia en su territorio de sabios y pensadores. (Véase El Correo de la UNESCO, diciembre de 1977). Tan brillante civilización se propagó pronto por Occidente, siendo uno de los fermentos del Renacimiento europeo. Avicena es una las más eminentes figuras de esa epopeya cultural. Su influencia alcanzó a todo el Islam y, penetrando en Europa a través de la España musulmana o al-Andalus, se mantuvo viva durante varios siglos. Por eso puede considerarse al gran pensador y sabio islámico, situado en una encrucijada de civilizaciones y de épocas diferentes, como un genio de toda la humanidad.


Avicena genio universal

Avicena genio universal AI-Shaq al-Rais, “el primero de los sabios”: así se llamaba en Oriente a Abu Ah al-Hosain Ibn Sina, conocido en Occidente con el nombre de Avicena. Y, efectivamente, Avicena figura entre los personajes más extraordinarios de la historia de la civilización : filósofo de sabiduría enciclopédica, científico e investigador, teórico eminente de la medicina y conocedor de la práctica clínica, poeta y músico, gran visir (primer ministro), después prisionero cargado de cadenas, viajero infatigable que recorrió vastas regiones de Asia central y de Persia, y al mismo tiempo autor de una obra monumental que abarca casi todas las esferas del conocimiento de su época. Y este gran pensador fue también un hombre cuya rectitud y nobleza de carácter han dado origen a muchas leyendas que se han conservado hasta hoy. Por ejemplo, se cuenta que un día, siendo aun de muy tierna edad, su madre, que le bañaba en una jofaina, dejó caer inadvertidamente un anillo de oro que tiró con el agua. Al darse cuenta de la pérdida de la jo- ya, la madre acusó a una sirvienta a la que castigó severamente. Pero el pequeño Hosain, advirtiendo la injusticia de su madre, le dijo: “Pide perdón a la sirvienta ella no ha perdido tu anillo”. Tales fueron, se dice, las primeras frases que compuso en su lengua materna. Nacido en 980 (año 370 de la Hégira), hijo de Abdallah, funcionario de Balja (en la parte septentrional del Afganistán actual), y de Sitora, hija de un campesino humilde de la pequeña población de Afshana, cerca de Bujara, Avicena fue un ser excepcional desde su infancia. A los diez años había terminado ya los estudios escolares y podía recitar de memoria todo el Corán. A los dieciséis sus conocimientos de medicina eran tan completos que se le encomendó cuidar de la salud del propio emir de Bujara, cuya curación abrió al joven facultativo las puertas de la célebre biblioteca del emir, conocida con el nombre de “Santuario de la sabiduría”. “Hacia los dieciocho o diecinueve años --contaría más tarde Avicena a su discípulo y biógrafo Yuzyani— estaba ya tan familiarizado con toda la ciencia filosófica, la lógica, la física, las matemáticas, la geometría, la aritmética, la astronomía, la música, la medicina y muchas otras disciplinas que no encontraba a nadie que pudiera igualarme.” Y no se trata de una exageración de su parte, su memoria y la amplitud y la profundidad de sus conocimientos eran en realidad asombrosas. Cuando se quemó la biblioteca de Bujara, la gente se consolaba diciendo “El Santuario de la Sabiduría no ha perecido: se ha trasladado al cerebro de Al-Shaij al-Rais”. Si se considera la relativa brevedad de la vida de Avicena (57 años) puede decirse que se trata de un caso de creación titánica. El sabio escribía o dictaba sus obras en cualquier lugar o circunstancia de día y de noche, en prisión y durante sus viajes, incluso a caballo. Según los cálculos del erudito iraní Said Nafissi, Avicena escribió (o se le atribuyen) 456 libros en árabe y 23 en persa. En los catálogos de las bibliotecas de diversos países del mundo figuran 160 títulos que han llegado hasta nosotros. En un grabado medieval se representa a Avicena con una corona de laurel, sentado en un trono de pie, a ambos lados aparecen Galeno e Hipócrates lvéase p. 8). Así el autor anónimo del grabado parece indicar que, si los dos últimos son los padres de la medicina, Avicena es el príncipe indiscutible de esa ciencia, Y tal representación simbólica se justifica plenamente ya que en la Edad Media el nombre de Avicena era prácticamente sinónimo de medicina. Su obra monumental Canon de la medicina es una síntesis extraordinaria de los conocimientos médicos de su tiempo. Se trata de una auténtica enciclopedia en la que se consignan los descubrimientos de los más eminentes médicos griegos, indios, persas y árabes. La amplitud de criterio del autor, el rigor lógico y la frescura de su pensamiento, la concisión y la claridad extremas de su estillo, su manera original de abordar los grandes problemas tradicionales de la medicina y de exponer y resolver los problemas nuevos que se planteaban en esa esfera, hacen del Canon una obra incomparable. Tras la invención de la imprenta con tipos móviles, la obra de Avicena rivalizaba con la Biblia en número de ediciones, llegando a ocupar el segundo lugar. Y ello se explica porque en ella Avicena no solamente hace una síntesis magistral de las realizaciones de sus predecesores sino que además enriquece considerablemente la medicina con sus propios descubrimientos y observaciones. Por ejemplo, él fue el primero en describir correctamente la anatomía del ojo humano la exposición que hace de su funcionamiento es bastante similar a lo que hoy sabemos del mecanismo de la vista. Asimismo, explicó con precisión el sistema de los ventrículos y de las válvulas del corzón describió la viruela y el sarampión, enfermedades que no conocian los médicos de la Grecia antigua ; hizo un análisis de la diabetes que no difiere prácticamente del que hiciera. ocho siglos más tarde, el especialista inglés Thomas Willis... Avicena concibió la hipótesis de que en el agua y en la atmósfera existían organismos minúsculos que transmitían ciertas enfermedades infecciosas, hipótesis que fue confirmada en el siglo XVIII por las observaciones de laboratorio del científico holandés Antoriie van Leeuwenhoek (1632-17231, a quien se atribuye la invención del microscopio (véase El Correo de la Unesco, junio de 1977)., Avicena elaboré además toda una serie de procedimientos de diagnóstico. Cabe citar al respecto sus observaciones relativas al pulso — del que encontró 60 variantes simples y 30 complejas —, que la ciencia moderna no ha hecho más que perfeccionar, y el método de percusión — diagnóstico de enfermedades internas mediante golpes dados con el dedo en el cuerpo del paciente — que fue redescubierto más tarde por el médico vienés Leopold Auenbrugger (1722-1809). Podrían citarse aun otros ejemplos. Mas la importancia esencial del Canon radica en el principio de la “causalidad natural” que para Avicena era la base no sólo de la medicina sino de toda su actividad científica. Sabido es que la ciencia moderna científica. Sabido es que la ciencia moderna comenzó cuando los científicos empezaron reflejo de Otro mundo diferente, espiritual, sino como un conjunto de causas y efectos naturales, susceptible de ser estudiado por medio de la observación, la investigación y la experimentación y que se presta a la elaboración de hipótesis nuevas. Las obras de Avicena orientaron el pensamiento occidental precisamente en esa dirección que iba a dar origen a la ciencia contemporánea. En efecto, si la Grecia antigua había hecho la síntesis de los valores culturales acumulados hasta entonces, inclusive los de Oriente, y si la cultura del Imperio romano había asimilado elementos del helenismo y de la ciencia de los pueblos orientales, a comienzos de la Edad Media es Avicena quien inicia con su obra un nuevo movimiento cultural que, enriquecido por las fuentes vitalizadoras del pasado, va a pasar de Oriente a Occidente. Tras haber ganado España, esa corriente llega al sur de Francia desde donde contribuye, en cierta medida, al desarrollo del pensamiento racionalista europeo. Ese proceso alcanza su apogeo en la época de las Cruzadas enriquecida por el aporte de la civilización árabe, la cultura greco-latina vuelve a difundirse por Europa. El pensamiento de Avicena constituye así uno de los hitos fundamentales en el desarrollo y expansión de una civilización humana única. La concepción científica — racionalista y analítica — de Avicena influye considerablemente en el desarrollo del pensamiento europeo. Como filósofo, arroja nueva luz sobre la lógica de Aristóteles, modificando sensiblemente la problemática del silogismo aristotélico al incluir en ella no solamente los silogismos basados en juicios categóricos sino también los que se fundan en juicios hipotéticos y convencionales.

Pero esto no es todo. Aunque las reflexiones de Avicena sobre la inducción, la analogía, la intuición y muchos otros conceptos son de gran interés, importa sobre todo señalar el lugar preeminente que asignaba a la lógica, a la que consideraba como “la piedra de toque de la ciencia”. Para Avicena, es mediante la lógica como “lo desconocido se vuelve inteligible gracias a lo conocido” más aun, “un saber que no ha si- do pesado en la balanza (de la razón( no es incontestable y, por ende, no es un saber auténtico”. Ya en el siglo XIII el filósofo inglés Rogelio Bacon (1214-1294), uno de los precursores de la ciencia experimental, puso de relieve el aporte de Avicena al desarrollo de la lógica, testimonio particularmente importante puesto que en Avicena la lógica fue siempre inseparable de la experimentación y de la observación. El sabio musulmán fue el primero en expoa ner una serie de ideas originales que anunciaban futuros descubrimientos. Basten los siguientes ejemplos el principio de la inercia, que iba a ser enunciado por el físico y astrónomo italiano Galileo (1564-1642) la teoría de la evolución, que iba a desarrollar el naturalista inglés Charles Darwin (1809- 1882) los métodos para determinar la diferencia de latitud entre dos puntos geográficos y la altura y el acimut de los astros, que iban a ser reiventados quinientos años después. Se sabe, además, que el 24 de mayo de 1032 Avicena observó, sin ayuda de aparato alguno, y describió un fenómeno raro el paso de Venus delante del sol. Durante mucho tiempo se ha venido creyendo que ese fenómeno fue observado por primera vez, en 1639, por el astrónomo inglés Jeremiah Horroks (1617-1641). Este error cronológico de seiscientos años exige una seria rectificación de la historia de las ciencias y de la técnica. Si Avicena fue tan frecuentemente “el primero” es porque dedicó toda su vida y su actividad — ya se trate de medicina o de filosofía, de poesia o de música, de pedagogía o de sociología a un solo objetivo hacer que los hombres sean mejores y más felices. Tal era para él la finalidad de la filosofía. Y considerando indispensable que haya “entre los hombres normas establecidas de justicia y de derecho”, formuló pensamientos que hacen presentir la idea del “contrato social” desarrollada en el siglo XVIII por Juan Jacobo Rousseau (1712- 17781. No es pues por casualidad que la segunda obra enciclopédica de Avicena lleva el título de Kitab a/-Shifa (Libro de la curación). Porque si el Canon estaba destinado a la curación del cuerpo, en a/-Shifa se trata de la curación del alma, a fin de que los hombres sean moralmente fuertes y nobles. Las ideas humanistas de Avicena, que encontraba en el hombre una aspiración innata a la belleza y la armonía y veía en el amor el elemento motor de la sociedad, están expuestas en su ‘Tratado del amor” y en sus relatos filosóficos Hayy ibn Yaqzan (El vivo, hijo del despierto), Sa/aman y Absal y At-Tayr (El pájaro). Estas obras han ejercido una influencia enriquecedora en el desarrollo de la literatura de los pueblos de Oriente e incluso en la del Renacimiento europeo. En efecto, algunos estudiosos consideran que, por ejemplo, Dante (1265-1321) recibió a través de las obras de San Alberto Magno una gran influencia de la filosofía greco- árabe, en particular de Averroes (Ibn Rushd), que había adoptado ciertas ideas de Avicena, dándole a conocer en Europa. El propio Dante nombra precisamente a Avicena entre las personas que figuran en la Divina Comedia. ¿Y quién no ha oído hablar de Omar Khayyam (muerto hacia 1123), astrónomo y matemático persa, más conocido como poeta, autor de los inmortales Rubayyatas? Mas loque se ignora es que Khayyam consideraba a Avicena como su maestro, no solaménte en materia de filosofía y de ciencias exactas sino también de poesía. Porque es Avicena quien creó ese género nuevo de la poesía persa, el rubayyata de cuatro versos y de inspiración filosófica. Algunos de sus poemas se han conservado hasta nuestros días y sorprenden aun por la perfección de su forma y por la profundidad de su inspiración. Se cuenta además que, poco antes de su muerte, Omar Khayyam leía con la mayor atención la parte relativa a la metafísica del “Libro de la curación”. En cuanto al propio Avicena, cuando supo que iba a morir, devolvió la libertad a sus servidores y distribuyó todos sus bienes entre los pobres. Y fue en el desierto, cerca de la ciudad irania de Hamadán, donde murió el 18 de junio de 1037 (el Ramadán del año 428 de la Hégira). Según una leyenda, que subsiste todavía hoy, Avicena quiso vencer a la muerte y alcanzar la inmortalidad. Preparó para ello cuarenta productos diferentes que su discípulo debía administrarle, en un orden preciso, en el momento mismo del paso de la vida a la muerte. El discípulo comenzó a cumplir con ardor su tarea y advirtió asombrado que, a medida que inyectaba los medicamentos prescritos en el cuerpo inerte de su maestro, éste perdía su rigidez y rejuvenecía a ojos vistas, el rostro recobraba sus colores, la respiración recomenzaba. Faltaba por administrarle la última ampolla, la que iba a asegurar la resurrección del maestro. No pudiendo dominar su alegría, el discípulo, impaciente y febril, tomó la ampolla, pero le temblaban las manos la dejó caer al suelo y el líquido misterioso se derramó en la arena... Sin embargo, Avicena logró la inmortalidad en la memoria de los hombres.

Vida de un filósofo errante

Vida de un filósofo errante El material principal para la biografía de Avicena (Ibn Sina) es un librito escrito por su más fiel discípulo, Abu Obaid Yuzyani, quien se encargó cuidadosamente de recoger todos los manuscritos del maestro. La segunda parte de ese librito fue redactada por Yuzyani, pero la primera se la dictó Avicena mismo. En este esbozo autobiográfico, donde el gran sabio habla de su familia, su juventud y sus estudios, aparecen claramente la sorprendente precocidad y la potencia intelectual de quien era muy consciente de su genio.

Mi padre era originario de Bali. Bajo el reinado de Nuh ibn Mansur el Samánida (977-9971 se trasladó de BaIj a Bujara allí trabajó en la administración y llegó a ser prefecto de Jarmaitan, centro de un distrito de la región de Bujara, la antigua metrópoli. En los alrededores de Jarmaitan se encuentra un distrito llamado Afshana. Allí se instaló tras haber contraído matrimonio con mi madre. Allí nacimos yo y, luego, mi hermano. Más tarde nos mudamos todos a Bujara, donde comencé el estudio del Corán y de las bellas letras. A la edad de diez años había termina-do el Corán y una gran parte de las bellas letras, a tal punto que sorprendía a todos. Mi padre era de aquellos que habían respondido favorablemente a la propaganda ismailita de los egipcios y figuraba entre los adeptos de esa secta, habiendo aceptado sus nociones sobre el alma y la razn. Lo mismo había hecho mi hermano. A menudo discutían esos principios, yo les escuchaba, comprendía lo que decían y ellos trataban de ganarme a su rito. También,a veces, se ponían a hablar de filosofía, de geometría y de cálculo indio. Tiempo después, mi padre decidió enviarme a un comerciante en hortalizas que conocía ese cálculo, para que aprendiera de él. En eso, Abu-Abdallah Natili, que presumía de filósofo, vino a Bujara. Mi padre le dio albergue con la esperanza de que me enseñara algo. Antes de su llegada yo estudiaba asiduamente jurisprudencia con lsmail Zahid, y era uno de sus mejores alumnos. Estaba familiarizado con los diversos métodos de interrogación y de objeción que se dirigen al interlocutor, según los procedimientos utilizados por las personas del oficio. Luego, bajo la dirección de Natili, emprendí la lectura del Isagogo (de Porfirio]. Cuando me hubo expuesto la definición de género (“género es la categoría a la que pertenecen muchas cosas cuya especie es diferente”), me puse a analizar esta definición de modo tal que mi maestro jamás había escuchado nada parecido, se sorprendió mucho y disuadió a mi padre de que me destinara a cosa alguna que no fuera la ciencia. Cada problema que mi maestro me planteaba, yo lograba resolverlo mejor que él. Así aprendí de él las partes elementales de la lógica, ciencia cuyas sutilezas se le escapaban. Luego, espontáneamente, me puse a leer libros y a estudiar los comentarios, de suerte que llegué a ser maestro en lógica. Bajo la dirección de Natili leí también la Geometría de Euclides, desde el comienzo hasta la quinta o sexta figura ; en cuanto al resto del libro, llegué a resolver por mí mismo todas las dificultades. Pasé entonces al Almagesto (de Ptolomeo) ; cuando hube terminado los preliminares y había llegado a las figuras geométricas, Natili me dijo “Léelo tú mismo y resuelve los problemas; después me expondrás lo que has leído para que yo distinga en beneficio tuyo lo verdadero de lo falso”. (El pobre hombre no estaba a la altura del libro). Así, pues, me puse a dilucidar el libro por mi cuenta y luego expuse a mi maestro los problemas. IQué de cuestiones difíciles no había logrado resolver Natili hasta entonces y ahora comprendía gracias a mí! Después Natili me dejó, yéndose a Gorgandj. En cuanto a mi, me dediqué a leer y estudiar los Fuzuz-aI’hikam ide al-Farabi] y otros comentarios sobre física y metafísica; y de día en día las puertas de la ciencia se abrían ante mí. Me dediqué luego a la medicina y me puse a leer las obras que se habían escrito sobre esta ciencia. Como la medicina no es una de las ciencias difíciles, pronto mostré mi superioridad en esta materia, a tal punto que médicos muy capaces la estudiaron bajo mi dirección ; además, en cuanto a la práctica, atendía a los enfermos así se abrieron ante mí, de manera indescriptible, las puertas del tratamiento basado en la experiencia. Al mismo tiempo, sostenía discusiones y controversias sobre jurisprudencia. Tenía por entonces dieciséis años. Durante año y medio me dediqué al estudio cada vez con mayor ahinco. Recomencé el de la lógica y el de todas las partes de la filosofía. En todo ese tiempo no dormí una sola noche entera y durante todo el día no me ocupaba de otra cosa que de dominar las ciencias. Adquirí grandes conocimientos. Para cada problema que analizaba establecía sólidamente las bases del silogismo correspondiente y las disponía en relación con el conocimiento adquirido ; luego examinaba lo que podía resultar de las premisas y observaba sus condiciones hasta el momento en que la verdadera solución del problema resultaba indiscutible. Cada vez que me encontraba en apuros frente a un problema o que me sentía incapaz de establecer el término medio de un silogismo, iba a la mezquita, oraba, suplicaba al Creador del Universo que me revelara lo que me parecía hermético y que me facilitara lo que era difícil. Luego, por la noche, volvía a casa, colocaba la lámpara frente a mí, me ponía de nuevo a leer y escribir. Cada vez que el sueño me vencía o que me sentía fatigado, bebía mesuradamente una copa de vino, esperando recobrar mi energía ; después seguía leyendo y, cuando cedía un poco al sueño, veía en sueños precisamente la misma cuestión, de modo que la solución de muchos problemas se me presentó mientras dormía. Y no obré de otra manera hasta que fue sólida la base de mi conocimiento de las ciencias y las dominaba en la medida de nuestras facultades humanas. Todo cuanto aprendí en esa época no ha sido reemplazado por lo que he aprendido más recientemente hasta hoy día. Así llegué a ser maestro en lógica, física y matemáticas. Volví entonces al estudio de la ciencia divina. Leí el libro titulado Metafísica [de Aristótelesi. Pero no comprendía nada ; las intenciones del autor eran obscuras para mí pese a que releí cuarenta veces el libro de cabo a cabo, hasta saberlo de memoria, no comprendía ni su sentido ni su finalidad desesperaba de comprenderlo por mis propios medios y me dije “Este libro es incomprensible”. Finalmente, pasaba yo un día por el bazar de los libreros. Un comerciarte tenía un libro cuyo precio voceaba, y me lo mostró ; en mi desánimo, lo rechacé, convencido de que ningún provecho había en esa ciencia. El vendedor insistía, diciéndome “Compra este libro es barato, lo vendo por el precio de tres dirham porque su propietario está necesitado”. Se lo compré era el libro Comentarios sob,e la metafísica de Abu-Nasr-al-Farabi. Volví a mi morada y me apresuré a leerlo. En el acto se me revelaron los propósitos que perseguía el autor de aquel otro libro, puesto que lo sabía de me- moría. Regocijado por tal acontecimiento, desde el día siguiente dí generosa limosna a los pobres, en acción de gracias. Por ese tiempo el emir Nuh ibn Mansur, que reinaba en Bujara, adolecía de una grave enfermedad que los médicos no lograban curar. Yo gozaba entre ellos de reputación por la amplitud de mis estudios. Hablaron de mí ante el príncipe y le pidieron que me con- vocara. Me presenté, me uní a los demás médicos para curarle y me distinguí a su servicio. Un día le pedí autorización para entrar en su biblioteca, examinar los libros y leer las obras de medicina. El accedió a mi pedido. Penetré entonces en un palacio formado por muchas cámaras, dispuestas frente a frente, cada una de las cuales contenía cofres llenos de libros —en una cámara, las obras de literatura y de poesía en otra, las de jurisprudencia y cada una de las restantes estaba destinada igualmente a los libros de una misma ciencia. Leí el catálogo de los libros de los Antiguos y pedí todos aquellos que necesitaba. Entre esos libros encontré algunos que muchas personas no conocían ni siquiera de nombre, que yo no había visto hasta entonces y que no he vuelto a ver. Leí pues esas obras, saqué partido de ellas y pude conocer la importancia de cada autor en cada ciencia. Llegado a la edad de dieciocho años, había terminado ya el estudio de todas esas disciplinas. Por entonces, mis conocimientos se debían principalmente a mi memoria, mientras que hoy día mi espíritu es más maduro salvo esto, mi saber es el mismo y nada ha cambiado. Vivía en la vecindad un hombre a quien llamaban Abu’l-Hasan-al-Aruzi, quien me pidió que compusiera para él una enciclopedia científica. Cumpliendo su deseo redacté el Madmu (Compendio) que firmé con su nombre y en el que traté de todas las ciencias con excepción de las matemáticas tenía yo entonces veintiún años. Había otro vecino, originario de Juarezm, llamado AbuBakr al-Baraqui : no tenía igual en jurisprudencia, exégesis del Corán y ascetismo y mostraba una marcada inclinación por las ciencias especulativas. Me pidió que comentara para él sus obras científicas compuse entonces mi libro titulado AI-hasil wa’lmahsu/(El sentido y la esencia), de casi veinte fascículos y para él también redacté un libro sobre la moral que titulé Al-birr wasm (El Bien y el Mal) —dos libros que sólo se podían encontrar en su casa y que él no prestaba a nadie para copiarlos. En esto murió mi padre, cambió mi situación y tuve que entrar al servicio del príncipe. Obligado por la necesidad dejé Bu- jara para trasladarme a Gorgandsh. AbulHosain as-Sohaili, apasionado por las ciencias, era visir del sha de Juarezm, Ah ibn Mamun. Me presenté al príncipe : yo llevaba entonces el atuendo propio de los jurisconsultos : un chal (tailasan) y un pliegue del turbante bajo el mentón. Se me asignó un salario mensual que correspondía a mis talentos. Algún tiempo después, obligado nuevamente por la necesidad, emigré de Juarezm gané los confines del Jorasán, pasando por Nisa, Baverd, Tus, Chaqan, Samangan, Yuryan, Gorgan, todo ello con la intención de presentarme ante el emir Qabus ibn Vaschmgir. Pero aconteció que, mientras tanto, fue detenido y encarcelado en una fortaleza, donde murió. Entonces me fui a Dihistán y caí gravemente enfermo luego volví a Gorgan. Allí, Abu-Obaid Yuzyani trabó amistad conmigo. Sobre mi propia situación compuse un poema (casida) al que pertenecen estos versos Cuando creció no hubo ciudad a mi medida; cuando aumentó mi precio, no tuve quien me comprara

Hitos de una inquieta existencia

• Nace el año 980 (370 de la Hégira) en una aldea cercana a la ciudad de Bujara, que hoy forma parte de la República Socialista Soviética de Uzbekistán, Abú Aif al-Hosain ibn Abdallah ibn Sia (Avicena), cuyo padre es prefecto de aldea. Siendo aun muy niño comienza a aprender el árabe y el Corán. • La familia se instala pronto en Bujara. A los diez años Avicena es capaz de recitar de memoria los 114 capítulos del Corán. • Bajo la dirección de excelentes profesores, el joven Avicena amplía prodigiosamente el campo de sus conocimientos, hasta el punto de que su último preceptor, el filósofo Natili, tiene que dejarle porque no puede enseñarle nada más. • A la edad de dieciséis años es ya un médico renombrado a cuya consulta empiezan a acudir en gran número los enfermos. • Hacia los dieciocho años ha asimilado ya todos los saberes de su tiempo en materia de teología, literatura árabe, geometría, matemáticas, física, lógica y filosofía. • Logra curar al sultán samánida de Bujara, Nuh lbn Mansur, de una enfermedad contra la que habían fracasado los demás médicos. Agradecido, el príncipe le abre su biblioteca. • En Bujara escribe sus primeras obras, en particular Al Hasyl wal-Mahsul (La suma y el producto) y Al birr Wal-ism (El Bien y el Mal). • En el año 1001 (392 de la Hégira), consciente de la precaria situación del Estado samánida, al que amenazaba el poderoso sultán Mahmud de Ghazna (actualmente en Afganistán), Avicena se traslada a Gorgandsh, capital del Juarezm (en la actual RSS de Turkmenistán) cuyo visir, Abul Hosain al-Sohaili, era gran amante de la ciencia. El emir de Gorgandsh, Ah lbn Maamun, había reunido en su torno a una pléyade de ilustres sabios, entre ellos el célebre alBiruni, Abu Nasr el Arrak, Abu Sahi el cristiano y Abul Jeir el Jammar. • Avicena tiene que marcharse pronto de Gorgandsh, cuando el sultán de Ghazna exige que sean trasladados a su corte todos los hombres de ciencia reunidos en Gordandsh. El príncipe Maamun tiene que someterse al deseo de su poderoso vecino. Avicena, acompañado por Abu Sahl el cristiano, que muere en el camino, huye hacia Gorgan, al sureste del mar Caspio. • En Gorgan traba conocimiento con quien va a ser durante 25 años, hasta la muerte del maestro, su más fiel discípulo y que será además su biógrafo, Abu Ubaid Allah Yuzyani. • Durante dos años Avicena se dedica a leer y a escribir. Termina una obra titulada AlMabdaa Wal-Moad (El principio y lo repetido) e inicia una de sus obras capitales, el Canon de la medicina. • Abandona Gorgan y marcha a la ciudad de Rayy, al suroeste de Teherán, hoy en ruinas pero capital entonces del príncipe Magdodawlah, al que cura de una enfermedad. • En 1014 (405) se marcha de Rayy y se establece cerca de Hamadán. • Avicena, ya famoso, es llamado para que cuide al príncipe Shamsodawlah, enfermo. El emir le nombra visir (primer ministro). • Cae en desgracia tras un motín dirigido contra él por los oficiales del ejército, pero recobra su puesto de gran visir y durante seis años lleva una vida más o menos estable que aprovecha para realizar un enorme trabajo. • Inicia su obra maestra Al Shifa (El libro de la curación), verdadera enciclopedia de la filosofía. Se despierta antes del alba para redactar su obra al ritmo de casi 50 páginas diarias y recibe a sus discípulos al amanecer para transmitirles su saber, antes de conducirlos a la oración en su calidad de imán. • En 1021 (412) muere su protector, el príncipe Shamsodawlah. Su hijo se niega a reconocer a Avicena en sus funciones de gran visir. Furioso, éste se esconde en casa de un amigo previendo que tenga que huir del país. En este periodo concluye prácticamente Al Shifa, sin recurrir a referencias escritas sino poniendo a contribución su prodigiosa memoria. • Una carta secreta dirigida al príncipe Alaodawlah de Ispahán, interceptada, descubre el lugar en el que se encondía Avicena, que es detenido inmediatamente y aherrojado en prisión junto con su fiel discípulo Yuzyani. Durante los cuatro meses que pasa en la cárcel escribe el relato simbólico Hayy lbn Yakzan (El vivo hijo del despierto), Al Hida ya (La guiada) y los Remedios para las enfermedades cardiacas. • Tras una guerra entre los príncipes Samaodawlah y Alaodawlah, en que éste sale victorioso, Avicena es puesto en libertad, pero se ve obligado a vivir en Hamadán. • En 1023 (415) huye a Ispahán, acompañado por Yuzyani. • En Ispahán, última etapa de la tumultuosa odisea de Avicena, el filósofo pasa los últimos catorce años de su vida bajo la protección del príncipe Alaodawlah. • Se ocupa de astronomía y, según la leyenda, escribe a petición del príncipe El Libro de ciencia. Añade a Al Shifa un capítulo sobre la música y redacta una obra titulada La lengua de los árabes. • Durante una campaña de Alaodawlah contra Hamadán, Avicena es atacado por una enfermedad intestinal. • Muere el primer viernes del mes de Ramadán del año 428 de la Hégira, agosto de 1037, a la edad de 57 años.

Fuentes

  • El Correo de la UNESCO octubre de 1980