El fantasma de la Torre Iznaga

El fantasma de la Torre Iznaga
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Leyenda
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El fantasma de la torre Iznaga, leyenda que cobra vida a doce kilómetros de Trinidad, en la Torre de Iznaga, edificación erigida de siete pisos y cuarenta y cinco metros de altura que domina el Valle de los Ingenios, rodeado por las alturas de la Sierra de Guamuhaya.

Origen

Los Iznaga Borrell, una de las familias más ricas de Trinidad, eran propietarios de centenares de caballerías de tierra dedicadas al cultivo de la caña de azúcar, de ingenios azucareros y de miles de esclavos. Los hermanos Alejo y Pedro Iznaga Borrell, allá por el año del 1826, se enfrascaron en una fraternal competencia por encontrar agua en esta apartada región. Alejo señaló hacia el cielo y pedro a la tierra. El primero comenzó a construir una torre y el otro un pozo, cerca de la casa de vivienda.

Centenares de esclavos, en turnos corridos, eran utilizados en los trabajos de construcción. Ni la sed, ni el hambre, ni los accidentes, hacían detener la faena. Las piezas de ébano se movían al ritmo de las canciones que recordaban su África natal, o impulsados por el látigo del vigilante mayoral.

Apenas transcurrido un año, se alzaba la majestuosa torre terminada. Don alejo se sentía feliz, mirando desde el último piso hacia palmarejo de la Sabana, desde donde se observaba un pedazo refulgente de mar:¡Había encontrado el agua!

La campana de la torre comenzó a tocar anunciando la nueva. En lo sucesivo, al amanecer, despertaría a la dotación de esclavos con sus nueve campanazos del Ave maría, para la asistencia al trabajo agrícola y, por la tarde, anunciaría el final de la jornada. Cuando tocara grandes campanazos seguidos, anunciaría fuego en los extensos cañaverales o una rebelión de esclavos.

Pocos días después, don Pedro saltaba de alegría: del fondo del pozo, que había alcanzado ya la misma profundidad que la altura de la torre, brotó un chorro de agua de un manantial:!había encontrado también el precioso líquido!

La boda

La felicidad aumentó en la hacienda manaca iznaga con el matrimonio de don alejo, ya cincuentón, con una bella joven de la aristocracia trinitaria, de cuerpo escultural, piel blanca mate, ojos tan negros como su cabello y que caía en forma de cascada sobre sus hombros, sonrisa coqueta y gestos delicados que formaban parte de su gracejo y los cuales la hicieron acreedora del cariño y respeto de todos lo que la conocieron.

La enorme casona de campo recibió un toque mágico con la llegada de la niña Juana. Las noches se hacían más hermosas cuando sus delicadas manos se deslizaban sobre el teclado del viejo piano alemán y las notas de los valses y rigodones se esparcían por todo el valle. Estos eran escuchados en los palacetes y en los barracones, haciendo que los esclavos olvidaran, por momentos a sus penas.

El encierro

Años después, don Alejo, celoso de un apuesto joven que pasaba todas las tardes frente a la casa de vivienda, montado en un brioso corcel, lo retó a duelo y le ocasionó una herida mortal. La infeliz mujer fue encerrada en el penúltimo piso de la torre, por cuyas claraboyas ovales podía contemplar los verdes campos de caña y la lejana serranía. El silencio reinante solo era perturbado por el lejano trinar de los pajaritos. Allí doña Juana fue perdiendo la razón y las fuerza, hasta morir.

La leyenda

Cuentan los vecinos que, en ocasiones, cuando las noches son iluminadas por la luna, en uno de los últimos pisos de la torre, flota una blanca silueta, cual solitaria nube iluminada por un halo y, al acercarse a las ventanas que tapizan las paredes, se asoma un bello rostro de mujer, enmarcado por negra cabellera, surcado por huellas que reflejan horror y dolor, y de sus ojos se desprenden lágrimas que semejan pequeñísimas perlas caídas al vacío que se volatilizan en el espacio. Entre los lamentos de una dulce voz, se escuchan gritos implorando ayuda para salir de su encierro.