Historia del alfabeto

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EL ORIGEN DEL ALFABETO

El alfabeto es un sistema de escritura que intenta representar cada fonema de una lengua por medio de un signo discreto y diferenciado. Dado que el repertorio de fonemas de una lengua contiene una cantidad relativamente limitada, según cuál se considere -entre veinte y cuarenta, aproximadamente-, este sistema de escritura es inmensamente económico respecto de aquellos otros que lo antecedieron o que conviven todavía hoy con él.

En las antípodas del pictografismo y el ideografismo, que tienen como ventaja sobre aquél la posibilidad de permitir la comprensión e intercomunicación escrita entre hablantes de lenguas diferentes, la economía mencionada, así como la claridad de las correspondencias fonológico-gráficas (sobre todo en las lenguas que han elegido una representación escrita de carácter más fonemático que etimológico), lo ha ido convirtiendo desde sus orígenes en un medio privilegiado de comunicación escrita que ha conocido una expansión creciente, cada vez más acelerada por los avances tecnológicos y las intercomunicaciones globales, pese a las naturales resistencias identitarias de muchas culturas, grupos o estados.

Según la opinión mayoritaria de diversos autores (Calvet 2001:241, Moorhouse 1961:33), no disponemos de ninguna prueba o indicio de que las apariciones documentadas de los primeros sistemas de escritura, geográfica y culturalmente aislados (Mesopotamia, China, América Central, etc.), tengan algún vínculo entre sí (aunque Ottholenghi 1984 intenta justificar a lo largo de todo su texto la visión opuesta). Pero por el contrario, todos parecieran tener un origen común: pictogramas que enseguida adquieren valores fonéticos, evolucionando de esta manera hacia una escritura silábica y, por acrofonía, hacia el alfabeto. Desde el punto de vista técnico, esta progresión parece ser un hecho indiscutible, sobre todo en aquellos casos en los cuales se ha verificado el proceso en su forma completa.

La certeza de esta progresión remite por cierto a reflexiones inevitables de naturaleza sociológica y antropológica, tales como la de que la aparición de la escritura se ha dado siempre en contextos urbanos, ciudadanos, con funciones en un primer momento ligadas a fines extremadamente prácticos, contables, instrumento de la gestión de los futuros Estados.

De ahí la asociación original y constante de la escritura (como con el caso de cualquier otra tecnología) y el poder. Fue mucho más tarde que se encargó de otras tareas, tales como la de reemplazar la transmisión de la tradición oral con el fin de conservar mejor la memoria social, tanto en lo que refiere a lo estético (epopeyas, poesía, etc.) como a su aspecto tecnológico (transmisión de saberes, de técnicas, etc.). Originariamente en manos de grupos restringidos de especialistas, dada su complejidad y la ventaja que les otorgaba sobre el resto, por ello mismo naturalmente las clases que la ejercían se resistían a su difusión y democratización (Moorhuse 1961:257).

De nuevo, las característica funcionalidad económica del alfabeto, del mismo modo que, siglos más tarde, la imprenta, lo convirtieron en un medio constitutivamente idóneo para vehiculizar (y provocar) un mayor acceso a los diversos saberes y espacios de poder por parte de un número cada vez mayor de sujetos. Si bien también “sujetos a” ese nuevo poder por el mismo hecho de ser incorporados a esa uniformidad y universalización -el justificadamente “triste tópico” de Levi-Strauss (Calvet 2001:244)-, la “alfabetización”, sin soslayar el aspecto negativo recién apuntado, es tanto síntoma como causa de democratización y nivelación social, así como del crecimiento de las posibilidades de cada individuo (Ong 2004:93, Moorhouse 1961:281).

¿Cuál es entonces el origen del así llamado “alfabeto” (así como de sus tantas y diversas variantes, de modo que convendría tal vez hablar de “alfabetos”, en plural)? El alfabeto como tal tomó su forma característica gracias a los griegos, quienes aproximadamente en el siglo VIII a.C. tomaron prestado de los fenicios su sistema de escritura, que representaba solamente las consonantes de su lengua. Se han apuntado tradicionalmente dos motivos principales para que los alfabetos semíticos (de los cuales el fenicio era solo un caso, y de ningún modo el original) no representaran las vocales: por un lado, la tipología específica de esa familia lingüística, cuya estructura gramatical se basa sobre todo en la asociación de núcleos semánticos diferenciados con agrupaciones fijas de consonantes (las así llamadas raíces consonánticas, generalmente trilíteras), en donde las variaciones vocálicas cambiarán matices fundamentales de la función de la palabra en el enunciado (aunque a veces solamente por contexto fonético, y no por motivaciones semánticas), pero nunca su núcleo de significación original. Por otro lado, el carácter “contable”, administrativo, y, en el caso de los marinos fenicios, “taquigráfico”, de su escritura, muy apto para la rápida inscripción de sus apuntes comerciales, en donde la estructura recién señalada de sus raíces permitía reponer luego el sentido de la frase en función de sus hábitos orales (como todavía hoy con los periódicos hebreos), también facilitaba que no se molestaran en darle una forma expresa a sus vocales.

Pero no era el caso del griego. En ese momento una lengua fuertemente vocalizada, “melodiosa” (recuérdese el acento de altura) y con una estructura flexiva indoeuropea que no se prestaba fonética y fonológicamente al uso del alfabeto tal como lo habían tomado (un cambio de vocal implica aquí un cambio semántico radical), dado que algunos fonemas del fenicio no tenían correspondencia con su sistema, aprovecharon esos símbolos para darle expresión escrita a sus vocales.

Nace así el alfabeto griego, que tendrá diversas formas según las diversas zonas geográficas y sus correspondientes dialectos, hasta ser finalmente unificado bajo la hegemonía macedónica de la koiné. El alfabeto de los romanos será tomado de una de aquellas versiones (todavía no hay acuerdo si de una calcídica o, quizás -se debate- de los etruscos), de nuevo adaptado a los rasgos fonológicos de la propia lengua, y a través del Imperio y de la difusión de las lenguas romances (incluida su inserción en el área germana) comenzará su expansión incontenible y sin un claro límite todavía visible en nuestro horizonte actual. La “línea griega” iba a conducir de este modo a los alfabetos europeos actuales, así como al alfabeto copto: al alfabeto quizás etrusco, a partir del siglo VII a.C., a los alfabetos itálicos, al alfabeto copto en el siglo II d.C., el alfabeto godo en el siglo IV (posiblemente con una transmisión hacia las runas), al alfabeto armenio en el siglo V, al alfabeto georgiano y finalmente al glagolítico y al cirílico en el siglo IX (Calvet 2001:126).

¿Pero de dónde surge este alfabeto “consonántico” fenicio? Datado alrededor del siglo XI a.C., tiene el mismo orden de letras que el ugarítico, el primer alfabeto consonántico de base cuneiforme, por lo menos cuatro siglos anterior, y no hay datos que permitan asegurar que uno derive del otro. Por ello, se les supone un origen común probablemente mucho más arcaico.

Si bien los nombres de las letras recién fueron documentados en el VI a.C., muchos de ellos sugieren una relación entre lo que denotan y la forma misma de la letra. De ser así, es decir, si el nombre de cada letra designara en el origen su forma, podría por sí misma proceder de un pictograma, y entonces la relación entre tal pictograma y la letra sería acrofónica, es decir, para representar el primer sonido de la palabra en cuestión. Hay hipótesis convincentes de que ciertos fragmentos del alfabeto protosinaico, contemporáneo al ugarítico y parcialmente descifrado, usaba claramente tal procedimiento, como en el caso de secciones de los jeroglíficos egipcios, con su coexistencia de pictogramas, simplificaciones gráficas y usos parciales de acrofónicos, tal como lo dedujera Champollion.

Es más, todos estos alfabetos provendrían, por acrofonía, de un sistema de notación silábico (Calvet 2001:116-117): ya en Sumeria (3200 a.C.) se pasa de los pictogramas a los signos cuneiformes, evolucionando a un fonetismo que en Acadia (2500 a.C.) transcribe fonéticamente una lengua semítica y luego, con el Hitita (1700 a.C.) una lengua indoeuropea mediante jeroglíficos y signos cuneiformes.

Mucho se ha debatido si los alfabetos semíticos e indios son alfabetos propiamente dichos, o solamente consonánticos en el primer caso, o silábicos, en el segundo, dado que posteriormente la notación masorética hebrea (Durand 2001:47), la vocalización del siríaco -fuere en su versión serta, caldea o estranguela- (Ubierna 2007) y la del árabe (Cowan 2005:21, Garbini 1994:142) son un producto muy tardío, relativamente reciente, de inquietudes filológicas que apuntaban al resguardo de la correcta pronunciación de los textos sagrados, y, como antes apuntáramos, no son parte constitutiva de la usanza moderna de esos mismos alfabetos, por lo que debemos seguir considerándolos lo que originariamente fueron, es decir, naturalmente consonánticos.

Por otro lado, si bien el intento de reflejar con la mayor precisión posible la palabra sagrada por parte del brahmanismo lo llevó a hacer desde un primer momento una prolija y precisa marcación de las vocales, el gramático Panini expresa con total claridad que la unidad fonológica natural, si se quiere, “fisiológica”, es la sílaba, y por ello la escritura devanagari (tomada ella misma, al parecer, del kharoshthi meridional, adopción indoirania de un alfabeto arameo) es ideológica y procedimentalmente silábica, todavía hasta la fecha en el hindi (FILLOZAT 1992:168).

Como apunta Martinet (Martinet 1997:19), la conquista del mundo por los pueblos de lenguas indoeuropeas ha ido por delante con la aplicación de ciertas superioridades técnicas al servicio de la violencia, incluyendo la conquista de América, del Asia septentrional, el imperialismo colonial, el terror atómico y el Napalm (agregaríamos a su lista la envolvente persuasión de los medios masivos de comunicación). En la medida en que la escritura es una tecnología, no es de extrañar que aquella eficaz herramienta que es el alfabeto sea necesariamente producto del genio griego occidental, el primer imperio histórico de dominio geográfico universal vía el macedonio Alejandro. Las conjugación de las bondades democratizantes al principio señaladas y su eficacia de expansión y dominio lo muestran como todavía el más potente de los instrumentos, que acorde a la naturaleza humana, potencia y facilita sus costados más oscuros, así como los más luminosos.

Fuentes

  • CALVET L. J. Historia de la escritura. Barcelona : Paidos, 2001
  • COWAN D. Gramática de la lengua árabe moderna. Madrid : Cátedra, 2005
  • DURAND O. La lingua ebraica. Brescia : Paideia Editrice, 2001
  • FILLOZAT J. “Las escrituras indias. El mundo hindú y su sistema gráfico” en La escritura y la psicología de los pueblos. Madrid : Siglo XXI, 1992 (pp. 140-170)
  • GARBINI G. y DURAND O. Introduzione alle lingue semitiche. Brescia : Paideia Editrice, 1994]
  • MARTINET A. De los océanos a las estepas. Madrid : Gredos, 1997
  • MOORHOUSE A. Historia del alfabeto. México : Fondo de Cultura Económica, 1961
  • ONG W. Oralidad y escritura. México : Fondo de Cultura Económica, 2004
  • OTTOLENGHI A. Culturas prehistóricas. Buenos Aires : Plus Ultra, 1984
  • UBIERNA P. Apuntes de gramática siríaca. Buenos Aires : Bizantina et Orientalia, 2007