Historiografía de Aragón (España)

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Historiografía Aragonesa
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Progressos de la Historia en el Reyno de Aragón, obra de Zurita.jpg

Historiografía Aragonesa La historiografía aragonesa en la Edad Media. Antes del nacimiento efectivo del reino aragonés a mediados del siglo XI, no cabe considerar historiografía aragonesa. Por puro fundamento geográfico del solar que más tarde será Aragón, cabría iniciar la historiografía aragonesa mencionando una pequeña historia redactada en el siglo VI por San Máximo, obispo de Zaragoza, que cita San Isidoro y alude a sucesos locales de los años 450 a 568. Dentro de la historiografía religiosa, es digno de nota San Braulio de Zaragoza, en los años 631-651, quien pudo haber redactado las Actas de los Innumerables Mártires de Zaragoza.

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La ocupación musulmana, que por su rapidez cautivó mentes de muchos, dará ocasión desde principios del siglo IX a relatos históricos; en el territorio aragonés los primeros rastros historiográficos reflejan cierta postura regionalista, pues considerará a sus gentes y hechos como brotes nuevos, sin nexo con el pasado, y presentan como en el resto de la península redacciones analísticas escuetas. Posiblemente el autor de la crónica mozárabe de 754 tuvo a su disposición documentos de la Iglesia zaragozana. Pero la primera crónica peculiar aragonesa conocida data ya del siglo XII y narra sucesos desde la conquista musulmana a la muerte de Ramiro II de Aragón; no existen, en cambio, anales algunos aragoneses de la Alta Edad Media. Cabe tener también por texto aragonés cierta genealogía de los condes de Aragón interpolada tal vez en la segunda mitad del siglo XIII en las llamadas genealogías de Meyá.

La historiografía aragonesa en realidad comienza con la figura de Juan Fernández de Heredia, —consejero de Pedro IV que llena prácticamente el siglo XIV y cuyas obras de historia están redactadas en dialecto aragonés—, y, sobre todo, con el conjunto de crónicas catalano-aragonesas que abre Jaime I, autobiografía redactada por un secretario del monarca; continúan la del noble Pedro Desclot —de gran imparcialidad pese al afecto por Pedro III de Aragón—, la Gesta Comitum Barcinonensium refundida a principios del siglo XIV, la Crónica navarro-aragonesa contemporánea de la anterior, la de Ramón Muntaner y la Crónica Pinatense, inspirada por Pedro IV, y finalmente la Crónica de Bernardo Dezclot de fines del siglo XIV.

Después, a lo largo del siglo XV, decae la actividad historiográfica de Aragón, y se redactan sumarios poco originales; solamente se salvará la consideración otorgada por historiadores a Alfonso V el Magnánimo, rodeado de humanistas italianos que cultivan la Historia. Entre ellos sobresalen el romano Lorenzo Valla, historiador de Fernando I de Antequera; el palermitano Antonio Beccadelli y Bartolomé Fazio —estos dos últimos narradores de los hechos de Alfonso V—. También se cuenta para la baja Edad Media aragonesa con algunos sumarios en parte anónimos; pero se observa una decadencia historiográfica. Tal el caso de Gauberto Fabricio de Vagad cronista mayor de Fernando II el Católico, o de Gonzalo García de Santamaría.

• La historiografía aragonesa en la Edad Moderna. El rigor científico y el primor literario serán las características de la historiografía aragonesa de los tiempos modernos. En parte lo primero se debe al nacimiento de una preceptiva historiográfica, inspirada en normas sacadas de historiadores de la Antigüedad clásica, que se preocupa especialmente de aspectos formales de la exposición del relato. Pese a la unidad de los antiguos reinos de España, se seguirá cultivando la historia privativa aragonesa, a lo que contribuye el nombramiento oficial de cronistas que redactan obras comprensivas de los sucesos del reino desde sus orígenes a los momentos contemporáneos del historiador de turno. Es novedad importante el cuidado por recoger y aprovechar toda clase de fuentes relativas al pasado. Ejemplo singular del nuevo hacer historiográfico lo representa Jerónimo Zurita y Castro. Nace también la afición por los relatos de sucesos modernos, como viajes reales, ceremonias de corte, festejos locales, etc., y se atiende a aspectos del pasado hasta ahora descuidados, como cuestiones religiosas, genealógicas, etc. También se desarrolla la historiografía auxiliar, en forma de edición de fuentes, crítica y anotación de las mismas.

La historia preceptiva tiene en Aragón un representante importante, Juan Costa y Beltrán, cronista de Aragón, muerto en 1597. Pero la principal aportación historiográfica del momento es la ingente obra del cronista Jerónimo Zurita, autor de una de las obras capitales de la historiografía hispana, sus Anales de la Corona de Aragón, y de la no menos ingente Historia del Rey Católico. No alcanzará su valía el cronista Jerónimo de Blancas y Tomás, de menor veracidad aunque superior en cualidades literarias. Por estos tiempos se cultiva también la historia eclesiástica, en forma de Episcopologio, como los de Hernando de Aragón o el redactado por Blancas. Casi todos los historiadores de estos tiempos modernos dejaron escritos genealógicos de escaso valor literario y generalmente poco dignos de crédito, salvo contadas excepciones como el caso de Zurita. Son, en cambio, interesantes las polémicas que suscitaron algunas obras históricas de entonces, donde hacen gala de sus saberes técnicos e informativos los historiadores de la época (polémica, en torno a Zurita Buscar voz..., de los historiadores Morales, Santa Cruz, Páez de Castro, etc.).

Los movimientos de Reforma y Contrarreforma llevarán a la historiografía a interesarse por los temas eclesiásticos, así como por el cultivo de leyendas relativas a localidades, abundancia de falsos hallazgos para complacer rivalidades entre localidades, diócesis etc., con el consiguiente escepticismo respecto a la historia. No es de extrañar el exacerbamiento del espíritu regionalista, con daño para la objetividad. En esta etapa, a caballo entre los siglos XVI y XVII, Bartolomé Juan Leonardo de Argensola, brillará como teórico de la Historia; cabe citar entre los historiadores generales a Martín Carrillo, rector de la Universidad de Zaragoza y autor de unos Anales.

La historia peculiar del reino de Aragón encontró dificultades entre sus cultivadores por razones de graves sucesos políticos, pese a lo cual brillan los trabajos de Jerónimo Martel, los dos Argensola, los escritos en gran parte inéditos de Bartolomé Llorente y García, canónigo zaragozano, igual que de Vincencio Blasco de Lanuza o el abad de San Juan de la Peña Juan Briz Martínez o Juan Tornamira de Soto. Los aciagos sucesos de las Alteraciones de Aragón dieron origen a los comentarios o memorias escritos por Francisco de Aragón y Borja, y por supuesto a las famosas Relaciones del aragonés Antonio Pérez, secretario de Felipe II. Únanse las historias eclesiásticas sobre alguna diócesis o iglesia aragonesa como las de Gabriel de Sessé y Pascual de Mandara o la de Francisco Diago sobre los dominicos de la provincia de Aragón, escrita en 1599, o las historias locales sobre Huesca de Juan de Garay y de Francisco Diego de Aynsa e Iriarte.

Finalizará la historiografía aragonesa de la Edad Moderna con los cultivadores de fines del siglo XVII, época en que domina la preocupación por la historia local y la afectación barroca en el lenguaje. Junto a un singular teórico de la Historia como fue Jerónimo de San José Ezquerra de Rozas, fray Jerónimo de San José como carmelita descalzo en su obra Genio de la Historia, aparece el cronista oficial Félix de Lucio Espinosa y Malo, o las obras de Juan de Palafox y Mendoza, en especial su Juicio interior, y las de los cronistas oficiales de Aragón Francisco Jiménez de Urrea, Juan Francisco Andrés de Uztarroz, Francisco Diego de Sayas y Ortubia, Juan José Porter y Casanate y Diego José Dormer. En el plano polémico sobresaldrán fray Domingo La Ripa, benedictino defensor de la historia peculiar aragonesa primitiva, y el jesuita Pedro Abarca o el historiador de Ribagorza Gaspar Galcerán de Castro, conde de Guimerá. Siguió vigente la historiografía sobre las alteraciones de Aragón; buen ejemplo será Gonzalo de Céspedes y Meneses. No cabe olvidar la apología de Fernando II el Católico de Baltasar Gracián y Morales, la narración de su peregrinación por la mayor parte del mundo en los años 1670-1679 del sacerdote aragonés Pedro Cubero Sebastián, la personalidad del falsario y luego impugnador de historias apócrifas José Pellicer de Ossau Salas y Tovar.

• La historiografía aragonesa en la Edad Contemporánea.

— Historia antigua: Se encuentran notablemente avanzadas las investigaciones sobre los pueblos prerromanos del área, acerca de los cuales ya va siendo posible crear composiciones de lugar propiamente históricas. A partir de las fuentes literarias —que comienzan a referirse a los actuales territorios aragoneses un poco antes del 200 a. de C., coincidiendo casi con la llegada de los romanos a Hispania—, puede establecerse que el proceso central que atrae hoy la atención para ése y los dos siglos siguientes es el asentamiento de los modos de vida romanos sobre las sociedades indígenas de la zona. Éstas resultan muy diferentes entre sí, siendo algunas de ellas culturas casi plenamente urbanas (especialmente, las ibéricas), otras semiurbanas y en avanzado estado de construcción de un diseño social y jurídico sobre bases de territorialidad que van sobreponiéndose a las de estirpe y parentesco (las celtibéricas) y, finalmente, un tercer grupo (el vascón) que participa, en sus áreas meridionales, de las características de la urbanización acelerada por los romanos (en lo que coopera la existencia de numerosos núcleos indoeuropeos y el paso de la gran vía de comunicación que es el río Ebro), pero que, en las septentrionales, se halla en estado de franco atraso, al igual que parece ocurrir con las zonas propiamente pirenaicas (ya que no con los somontanos oscenses, que presentan un panorama notablemente más moderno).

En términos generales en los años ochenta empieza a estar claro que los romanos, a su llegada, entraron paulatinamente en contacto con tres grandes áreas lingüístico-culturales: la ibérica, la vascona y la celtibérica. Cada una de ellas ha de entenderse como algo no unitario ni uniforme, en donde los factores de unidad no siempre son políticos ni jurídicos. Por el contrario, cada área se halla compartida por diversos pueblos, aunque a menudo emparentados entre sí (lo cual tampoco es la regla).

En el área que suele llamarse «Ibérica» ha de destacarse la amplia comunidad de los ilergetes (a la que alguna investigación extranjera llega a denominar, últimamente, «reino», en calificación no demasiado ajustada), antiguamente asentados junto al litoral mediterráneo catalán y que, probablemente aún a lo largo del siglo III a. de C. se hallan en desplazamiento lento en dirección a Occidente; en tal movimiento acabaron por ocupar, como ciudades principales, las de Ildirda (Ilerda-Lérida) y Bolscan-Olscan (Osca-Huesca).

Es probable que sus límites, por el norte, coincidiesen con los meridionales de los iacetanos (Iakketanoi, Iacetani Iacetanos), pues así lo dice bastante explícitamente Estrabón; por el oeste, con el río Gállego; por el suroeste, con la Sierra de Alcubierre (extremo éste más hipotético); y por el suroeste, con el río Ebro, punto limitáneo que hubo de ser más fluido y móvil. Los Ilergetes parece que acabaron ocupando el importante enclave de Celse-Celsa (Velilla de Ebro-Gelsa), pues como ilergete la cita Ptolomeo, si bien en época tardía y circunstancias que no son absolutamente fiables.

El Bajo Ebro, desde la desembocadura misma (Iulia Hibera Dertosa Ilergavona, Dertosa, Tortosa) hasta, aproximadamente, las tierras del río Matarraña, era territorio de los Ilercavones o Ilergavones, posiblemente domeñados por sus poderosos vecinos del norte (hasta la llegada de Roma, que lo impedirá) y rama del mismo tronco que los ilergetes, de nombre similar, como sugiere Hecateo, mencionando, para los siglos inmediatamente anteriores, al pueblo costero de los ileraugates, probablemente ancestro de los otros dos. A partir, más o menos, del Matarraña y hacia el oeste, incluyendo como territorio nuclear los valles del Guadalope y del Martín, se encontraban los sedetanos, cuyo punto más occidental era Salduie (por Zaragoza). Esta hipótesis se halla dificultada, aunque no imposibilitada, por la ya citada pertenencia de Celse a los ilergetes, hecho que cita el geógrafo Ptolomeo, aunque en fecha lo suficientemente tardía (s. II d. de C.) como para que admita interpretaciones. En todo caso, los sedetanos parece que controlaron los territorios de Híjar y Alcañiz, más la orilla derecha del Ebro hasta Zaragoza, incluyendo Azaila entre sus dominios. Estos sedetanos puede que tuviesen con los edetanos de Valencia y Liria relación parecida a la de los ilergetes con los ilergavones, pues Hecateo menciona, también, a unos eisdetes que, inicialmente, contendrían los elementos originarios de estos dos pueblos.

Ilergetes, ilergavones y sedetanos serían pueblos ibéricos, en el sentido tradicional de la palabra: esto es, con una cultura muy fuertemente matizada por las influencias griegas y fenicias que, más o menos esporádicamente, habrían comenzado a recibir al menos desde el siglo VII a. de C. Anteriormente, la Arqueología muestra, sin lugar a dudas, que poseían un origen cultural datable en la Edad del Bronce (en sus variedades mediterráneas) sobre el que, durante los primeros siglos del I milenio a. de C., actuaron elementos procedentes de Europa y que los especialistas denominan «hallstátticos». La iberización, pues, consistió en una modificación por aculturación, gracias a los influjos de los pueblos de cultura superior mediterráneos, ejercidos a través de las navegaciones mercantiles de griegos, fenicios y púnicos y desde el importante establecimiento focense de Ampurias (de fundación marsellesa) y otros lugares griegos de la costa catalana, como Rosas (Gerona, antigua Rhode).

Estas comunidades ibéricas se distinguieron por su pronta organización en torno a ciudades-estado, la incorporación del torno rápido de alfarero, la decoración pintada de sus cerámicas de gran influencia mediterránea y por el uso frecuente de la escritura, mediante la creación (sobre base fenicia, principalmente) de un alfabeto (mezcla de signos silábicos y monolíteros), con el que desarrollaron una notable epigrafía. Este alfabeto (llamado «ibérico») fue difundido hacia occidente, de tal modo que su uso se extendió a pueblos de otras características (como los vascones y los celtíberos), especialmente para las acuñaciones monetales que comenzaron a generalizarse a mediados del siglo II a. de C. (por lo que se le denomina, también, «alfabeto monetal del NE. de España»).

En lo relativo al mundo ibérico, las últimas aportaciones de la investigación permiten la caracterización de dicha cultura dentro del marco cronológico ya habitual a partir de una etapa pre/protoibérica (60-550 a. de C.), y hasta el Ibérico tardío (218-44 a. de C.). Un mejor conocimiento de los estímulos coloniales y del propio sustrato indígena del valle del Ebro facilitan la aproximación al fenómeno de la iberización, hoy enriquecida con nuevas vías de penetración (Mijares), o descubrimientos de alfarerías del s. V a. de C., además del énfasis marcado en la denominada crisis del ibérico antiguo (F. Burillo). A resaltar como aspectos particulares la reciente monografía de M. Beltrán sobre el mundo ibérico aragonés (1996), la nueva visión del conocimiento de Azaila (M. Beltrán, 1995), la revisión de la figura de Sertorio, ampliamente relacionada con el valle del Ebro (García, F., 1991), la identificación de los ausetanos del Ebro (Jacob, P., 1987-1988), la sistematización de los asentamientos urbanos (Asensio, J. A., 1995) y especialmente el progreso de los trabajos de prospección en regiones inéditas hasta la fecha que permitirán una mejor caracterización de sus habitantes (Monegros, Alcañiz, Albarracín, Mora de Rubielos, Cinca Medio) o el inicio de conocimiento de determinados núcleos (Jaca). En lo referido a la escritura el V. III del Monumenta de J. Untermann, corpus epigráfico imprescindible desde ahora. En cuanto al mundo funerario y religioso las cuevas santuario del S. de Teruel enriquecen el escueto panorama así como la interpretación del conjunto del Tosal Redó de Calaceite y la revalorización de las esculturas de la Albelda de Litera (F. Marco, 1990) como ejemplo de la apoteosis funeraria.

El segundo grupo de pueblos suele denominarse, por comodidad, «vascón». Su núcleo principal es, en efecto, el de los vascones, ocupantes de la totalidad del territorio de Navarra y con un estrecho pasillo de salida al Cantábrico, por Oieasso (muy posiblernente, Oyarzun). La situación de los vascones no fue enteramente estable. Aunque la falta de fuentes históricas no permite fácilmente la reconstrucción de sus vicisitudes, puede aceptarse que sufrieron reducciones territoriales importantes a lo largo de la primera mitad del I milenio a. de C., especialmente por obra de comunidades indoeuropeas entradas por el Pirineo Occidental, como la de los suessetanos. Éstos habrían ocupado tierras de Cinco Villas y Bardenas, con centro, probablemente, entre Sangüesa y Ejea de los Caballeros. Toda la zona —muy mal estudiada arqueológicamente en el pasado— está llena de testimonios de este carácter, incluyendo denominaciones de lugar inequívocamente célticas (Berdún, Navardún, Gordún) y numerosos hallazgos sueltos, así como noticias de asentamientos de galos (pagus Gallorum, pagus Segardinensium, por Gallur).

La estrecha colaboración de los vascones con Roma y la resistencia que a ésta opusieron los pueblos indoeuropeos del área motivaron, seguramente, que la administración romana restituyese en su antigua hegemonía territorial a los vascones (lo que, desde luego, no supuso la «revasconización» cultural de esos territorios), tanto en la Suessetania mencionada cuanto en parte de la Ribera del Ebro, ocupada desde hacía tiempo por los celtíberos (como es el caso de Calagurris). La presencia de nombres de persona con influjos celtas e ibéricos en territorio que, políticamente, era de vascones en el siglo I a. de C., autoriza a defender esta hipótesis, así como la noticia de una fuerte campaña militar desarrollada por la República contra los suessetanos y que culminó con la destrucción de su ciudad en 184 a. de C.

Más difícil de resolver es la cuestión de los pueblos del Pirineo Central o aragonés. Algunos autores (Tovar) creen que los iaccetanos fueron parte de los vascones. Ptolomeo incluye a Iacca en su relación de ciudades vasconas; pero Estrabón, más antiguo y mucho mejor informado, les da entidad política propia y señala con precisión sus límites meridionales, con gran coherencia: las zonas de influencia de Osca e Ilerda. Los iacetanos pertenecieron al área de lingüística pariente cercana del vasco, como los aquitanos (entre el Pirineo, Garona y Atlántico) y, seguramente, los restantes pobladores de la Cordillera. Corominas y Tovar han defendido la presencia del vasco durante siglos y en la Edad Media en todo el territorio pirenaico, hasta Tossa de Mar. Tal aserto, sin otra matización, es arriesgado, pues no estamos en condiciones de asegurar que fuese, en efecto, «vasco» lo que allí se habló; los testimonios son muy débiles y no sabemos prácticamente nada de las lenguas entre Cantabria y la Costa Brava, con excepción de lo que puede averiguarse por el vascuence actual y, en otros casos, por el ibérico.

De modo que resulta, por un lado, seguro que el Pirineo Central y Oriental no estuvo poblado por vascones y, por otro, incierto que los residuos léxicos y toponímicos conservados desde la Antigüedad sean, exactamente, vascos: hay que contar, para el Pirineo aragonés, con el aporte del Reino de Pamplona (que era euskaldún) y con las lenguas propias de iacetanos y otros pobladores innominados, variantes de la vasca, única superviviente de aquel grupo que, si se hubiera conservado entero, tendría, sin duda una denominación menos simplista (lo que intuyen o apuntan algunos lingüistas cuando utilizan términos como «vascoide», «vascocantábrico», «vascoaquitano», «vascopirenaico» y aun «vascoibérico»). Si es cierto que hay parecidos muy llamativos en el área pirenaico-vascoaquitana (Gerunda-Garumna, «eusko»-Auski-Auch, Sicor-Sicoris, etc.), no lo es menos que hay nombres «vascos» antiguos (no medievales) en el territorio ibérico, tanto francés y español (Aragón, Cataluña, Valencia) cuanto en el turdetano (Andalucía), de modo que es posible explicar por el vasco actual nombres de poblaciones meridionales (Iliturgi, Iliberris, etc.), en las que no puede hablarse, ni remotamente, de vascones ni de vascos. Es, pues, cuestión especialmente oscura y poco propicia a establecer resultados indiscutibles.

La tercera gran área cultural de la zona es la «celtibérica», en la que se distinguen con alguna precisión los pobladores del sur turolense (sin menciones apenas en las fuentes, pero con testimonios tan claros de su indoeuropeísmo céltico como las inscripciones de Peñalba de Villastar, ya de época imperial romana y escritas en latín), los pueblos de Salo (Jalón), tittos, belos y lusones, el grupo del Moncayo y la Ribera derecha (sin nombre particular conocido) y el grupo de la Huerva, en torno a un asentamiento principal hacia Belchite (Beligiom), del que dependería, entre otras, la ciudad de Contrebia Belaisca (Botorrita), tan bien conocida gracias a sus importantísimos epígrafes en bronce, en lengua céltica y en latín.

A estos datos generales hay que añadir una peculiaridad: la amplia y movediza zona de contacto (que facilita la difusión y la aculturación) entre estas áreas. Zona incluida, en su totalidad, en territorio aragonés actual y desde muy antiguo caracterizada por su hibridismo. Numerosos detalles permiten asegurar que la intercomunicación entre iberos y vascones fue activa, antigua y constante, habiendo conseguido homogeneizaciones notables (aunque de difícil mensuración) ya hacia el año 100 a. de C., momento en que la lengua de los vascones no era la única (ni, seguramente, la dominante) en la Ribera, en donde el ibérico, el celtibérico y, posteriormente, el latín, conseguirían imponerse.

Investigaciones posteriores sobre el mundo celtíbero han modificado diversas interpretaciones, relativas al protagonismo otorgado a los mercenarios celtíberos, debido a una mejor definición de los materiales arqueológicos, como los conocidos broches de cinturón de garfios que se consideraban exclusivamente célticos y que corresponden a un área de uso más extensa. Capalvo ha presentado una nueva lectura de las referencias estrabonianas a la Celtiberia, proponiendo las alusiones a las cuatro partes y afectándose por lo tanto el reajuste territorial de todas las etnias celtibéricas. En lo relativo al proceso formativo se ha renovado la importancia concedida a la cultura de los Campos de Urnas en el sustrato sobre el que se desarrollarán los celtíberos (Ruiz Zapatero), añadiéndose la teoría del aporte de elementos procedentes de diversos orígenes (Almagro Gorbea), sobre un sustrato protocelta surgido en la Meseta más aportes de los Campos de Urnas y Prototartésicos del Atlántico meridional y la aculturación levantina, provocando así el surgimiento de la zona nuclear celtibérica en el Sistema Ibérico y la posterior expansión de las distintas etnias. Todo parece indicar que en los siglos VI/V a. de C. ya se hallaba formada la base del mundo celtibérico dado a conocer en época histórica.

Está perfectamente confirmada la ciudad como centro de la estructura política de rango estatal entre los celtíberos, que si bien toma perfecto auge con la llegada de Roma, existe desde mucho antes y se ha querido fijar dicho momento, coincidente con la denominada crisis del Ibérico Antiguo (F. Burillo) en la que asistimos a un nuevo modelo de asentamiento urbano a partir de dicho momento (ss. V-IV a. de C.). Dentro de este panorama de conocimiento se han identificado niveles celtibéricos por vez primera en Tarazona, y en el Convento de Mallén, se han definido mejor los de Bursau y ha aumentado nuestro conocimiento de la Caridad de Caminreal y de Contrebia Belaisca, gracias al descubrimiento en ésta última, de importantes hallazgos epigráficos, entre ellos el del Gran Bronce (Botorrita 3) que constituye hasta el momento el texto más largo conocido en la lengua céltica. Este impresionante documento redactado en tabla de bronce, contiene un encabezamiento cuya traducción es todavía conjetural y cuatro columnas en cuyos registros se agrupan casi dos centenares y medio de personas designadas mediante una fórmula onomástica a base de su nombre personal, nombre familiar y el patronímico, o bien con variantes más simples que afectan solamente al nombre personal y al familiar. Se desconoce su significado exacto, pudiendo tratarse de un texto religioso, como Botorrita 1, en el que intervinieron numerosas personas de distinta extracción social.

En lo relativo al mundo funerario la arqueología ha puesto en evidencia una amplia secuencia (desde el s. VI/V-I a. de C.) en la necrópolis de Umbría de Daroca. G. Sopeña ha resaltado de forma importante el papel de la guerra y la muerte en la sociedad ibérica y los trabajos de F. Marco han demostrado las dificultades interpretativas de la religión de los celtíberos atendiendo a la precariedad de las fuentes y al sincretismo obrado sobre la misma.

En lo referente a la romanización, es conocido que, a mediados del siglo I a. de C. las dos riberas hablan latín como lengua principal y Roma considera, explícitamente, que la zona está poblada por «togati», por gentes asimiladas a la cultura romana. Las fundaciones romanas de Graccurris (Alfaro) sobre un núcleo indígena preexistente y, sobre todo, de la Colonia Victrix Iulia Celsa y Colonia Caesar Augusta aceleraron este proceso muy rápidamente.

Al comienzo de la Era, o muy poco después, aparecen numerosas comunidades que son «municipios de ciudadanos romanos»; esto es, antiguas ciudades indígenas políticamente autónomas cuyas aristocracias, primero, y sus habitantes en general, después, habían llegado a asimilarse por completo a los modos romanos de vida. La tarea de César (sobre todo, entre 49 y 44 a. de C.) y de Augusto y sus sucesores realizó la transformación, de tal modo que, además de las ciudades de nueva creación habitadas por población romana exógena (itálica, en su mayor parte), lugares como Bilbilis, Osca, Turiaso, Calagurris e Ilerda habían recibido el derecho romano pleno y otras como Cascantum, Graccurris, Leonica, Osicerda y Ergavica el llamado «derecho latino» (que supone la completa integración de las minorías acomodadas y un nivel elevado de asimilación para el resto de la población libre).

Tal proceso no hubiera podido llevarse a cabo tan rápidamente de no haber existido anteriormente una organización urbana de la vida socioeconómica y política en las comunidades indígenas. Los vascones meridionales, los pueblos ibéricos y los celtíberos citeriores que se han citado, conocían la ciudad, en diversos grados de desarrollo. No así los vascones septentrionales (al norte de Pamplona, muy romanizada, y que cambió su nombre en honor de Pompeyo, Pompei-ilun, «ciudad de Pompeyo»), los iacetanos y pirenaicos en general. En época de los Julio-Claudios tenían, pues, el derecho romano pleno numerosas comunidades de importancia primordial en la jerarquización económica y estratégica del territorio (incluyendo la capital ilergavona, Dertosa).

Es importante comprender estos hechos porque de ellos se derivan numerosas consecuencias de futuro. Roma adscribió a Caesar Augusta (como capital administrativa de un «conventus iuridicus») un conjunto de cincuenta y cinco unidades políticas distintas, entre las que estaban las ya mencionadas y otras que iban desde el Pirineo hasta Alcalá de Henares y desde el Segre hasta la línea Irún-Oyarzun/Leiva-Herramélluri (la Libia de los berones).

No obstante, la administración imperial asignó a Clunia los territorios de vardulos, autrigones y caristios, cuyo nivel de desarrollo urbano era menor, considerándolos heterogéneos respecto de los que pasaron a depender de Caesaraugusta; lo que se deduce con facilidad del tratamiento que aplica Plinio el Mayor a estas divisiones en su libro III de la Historia Natural. Estos matices son los que explican las diferencias de implantación del latín, del derecho romano, de los regímenes de propiedad y de las relaciones sociales características de Roma, a las que quedarán durante largo tiempo ajenos los vascones septentrionales y algunas poblaciones pirenaicas centrales.

En las últimas décadas se ha tendido a revalorizar la presencia romana en los territorios centropirenaicos, a partir del estudio de importantes materiales en la zona de Sos, pero también en Artieda y Jaca (Binacua), que no hablan únicamente de la llegada de géneros para el consumo, sino de la existencia de prácticas ideológicas y socioeconómicas regionales perfectamente integradas con los patrones romanos altoimperiales, según prueban, por ejemplo, para esos territorios tan septentrionales, núcleos familiares de alto rango y un desarrollo artístico perfectamente clásico (Sofuentes), así como la red viaria, permanentemente rehecha y acondicionada (tal y como se deduce de inscripciones de mediados del siglo III, hasta en momentos que son de grave crisis para la administración central romana).

En torno a las comarcas de Boltaña-Barbastro, en Coscojuela de Fantoba, Obarra, Estada, y por el sur, en las sierras turolenses, los siglos III al V deparan muestras importantes de comunidades cristianas, una musivaria polícroma de notable calidad, hecha según pautas norteafricanas, y el conocimiento de los textos virgilianos, que se emplean epigráficamente, incluso sobre soportes bastante rústicos. Empero, no estamos en condiciones, todavía, de analizar hasta qué punto estos testimonios, o la abundancia de nombres romanos sufijados en «-én», «ena», «-eni», etc. (Lupinius-Lupiñén, Marcius-Marcén, Grisius-Grisén, etc.) significan verdadera capilaridad cultural. Junto a fenómenos de romanidad plena (como los sarcófagos de Santa Engracia, de taller tiberino) sobreviven, seguramente en fecha ya tardía, prácticas religiosas en relación con el toro (hallazgo de Farasdués), cuya ascendencia no es posible rastrear, por el momento, pero que aparecen en territorio suessetano-vascón, exclusivamente.

En las ciudades, sin duda de ninguna especie, la integración se dio muy plenamente: Caesar Augusta ya es definida por Estrabón como «ciudad mixta», tal y como observó J. Arce y confirman los hallazgos arqueológicos. En las ciudades hay un amplio espacio ideológico e, incluso, urbanístico, para el culto oficial a Roma y a Augusto, con todos los pormenores exigibles al centro urbano de rango que, parece, no contó sólo con mercados amplios, teatro y las instalaciones usuales, sino con un doble foro público, según deduce M. Beltrán (1982) de la evidencia arqueológica. No era privativa la situación de la capital conventual: Bilbilis dedicó solemnemente a Tiberio la inauguración de su centro cultural más representativo (Martín Bueno, 1981) y la vieja Segia vascona elevaba inscripciones honoríficas a los hijos adoptivos de Augusto, sus nietos y herederos proclamados, Cayo y Lucio (“Suessetania», 1, 1982).

Nuestra penuria epigráfica es grave, pero no tanto como para que no nos permita asegurar la existencia de esclavos, que hubieron de estar generalizados, pues, si no, no se entiende bien que lo fuese el que podría ser tenido como jefe de talleres de acuaducción en Zaragoza (Artemas), o que una familia celsense tuviese otro, con rango de ayo de su heredero y oficio de «pedagogus» (Hylarus).

La presencia central, geográficamente, de la colonia Caesar Augusta en el territorio luego aragonés posibilitó y potenció indudablemente la extensión de los usos romanos, incluyendo como tal al propio Cristianismo. Cada vez parece más segura la prioridad en el tiempo sobre las demás de la zona de la sede espiscopal zaragozana, sobre la que hubieron de girar las de Turiaso y, luego, Osca. El cálamo de Prudencio y el episodio, indudable, del proceso de ejecución a los compañeros de Engracia hicieron de esta ciudad y de su territorio un elemento tópico, imprescindible en la historia del Cristianismo hispánico. La historicidad de estos mártires, así como la de Valero y la de Vicente, se ha afianzado últimamente, perdiendo, en cambio, casi totalmente sus últimos visos de verosimilitud histórica la presencia jacobea o la procedencia ibérica de Lorenzo.

Ha sido, también, objeto de estudio minucioso, a comienzos de los años 80, el escenario que Zaragoza presta, ocasionalmente, al primer debate sobre el priscilianismo (Concilio del 380, segundo de los hispanos conocidos, con asistencia de prelados de ambas vertientes pirenaicas); en general, los estudiosos no advierten hoy causas doctrinales que claramente permitieran proceder contra el heterodoxo Prisciliano y señalan cómo las prudentes decisiones sinodales de los padres eclesiales reunidos en Zaragoza marcaron pautas que, en lo sucesivo, se generalizarían en la Iglesia romana sobre la cuestión. También pertenece al ámbito de esa época la hipótesis de Fatás de que el principal de los historiadores antipriscilianistas, Sulpicio Severo, fuese descendiente de un turiasonense (Sulpicio Prímulo), asentado en Burdeos en el Alto Imperio.

De los estudios más recientes sobre la presencia de Roma, entre las obras generales sobresale el volumen correspondiente de la Tabula Imperii Romani correspondiente a la Hoja K-30, centrada en Madrid, Caesaraugusta y Clunia (G. Fatás et alii, 1993), que constituye un magnífico compendio de cuestiones de geografía antigua, aspectos viarios y diferentes tipos de asentamientos. La arqueología sigue comprobando el vacío existente entre la etapa de Sertorio y el advenimiento de César, caracterizado por la postración económica de determinados territorios. La nueva óptica propuesta sobre el carácter de determinadas «fundaciones» de ciudades (La Caridad de Caminreal, Fuentes de Ebro, etc.) permite consecuencias insospechadas hace tiempo que no hacen sino reforzar la intensa romanización a la que se ve sometido el valle del Ebro, especialmente en la parte final del siglo II y primera del I a. de C., ratificada de forma importante en los elementos de prestigio, plenamente itálicos, que adoptaron las élites indígenas tanto en hábitos de consumo y cocina, como en lo arquitectónico. De estos asentamientos iniciales son primordiales los ejemplos renovados de Salduie (M. P. Galve), Azaila (M. Beltrán) y Caminreal (Vicente, J. , et alii.) y sobre la etapa cesariana, la colonia Lépida (o Lepidanorum, extremo no demostrable como quiere Gómez Pantoja, 1992), cuyas formas domésticas (casas de atrio testudinado, de patio, toscanas) manifiestan notable interés.

Atendiendo a aspectos particulares de Caesaraugusta Gómez Pantoja ha resaltado el papel de Germánico, relacionado con la colonia, planteando con base en los letreros monetales la posibilidad de que la ciudad recibiera su rango colonial en torno al año 10 d. de C. (cuando se menciona por primera vez su calidad como colonia) y dejando abierta la posibilidad de la existencia anterior de un núcleo municipal de ciudadanos romanos conviviendo con un contingente de colonos (¿?), sugerido por los letreros numismáticos con la mención exclusiva de Caesaraugusta y con base en el texto de Estrabón relativo al carácter mixto de la ciudad. Las centuriaciones del territorio aragonés han tenido un tratamiento privilegiado en la monografía de E. Ariño (1990), aportando reveladores datos sobre Osca y Caesaraugusta.

Sobre la primera colonia aragonesa Lepida-Celsa, deben tenerse en cuenta las síntesis de M. Beltrán (1991) y el trabajo monográfico, sobre la Casa de los Delfines, (A., Mostalac, M. Beltrán, 1994). En la misma línea se ha inaugurado una Sección monográfica del Museo de Zaragoza dedicada a la colonia Celsa (M. Beltrán, 1997), que permite conocer el desarrollo de la vida cotidiana en la ciudad a través de la información arqueológica de medio millar de objetos estructurados en diversas áreas: medio y fuentes de riqueza, artesanía, arquitectura, pintura mural, equipamiento de la casa, escritura, cocina, mesa, comercio, moneda y precios, adorno personal, juegos y pasatiempos, religión y muerte.

Atendiendo al territorio y sus bases de riqueza es sobresaliente la presa y el complejo hidráulico de Almonacid de la Cuba, en el río Aguasvivas (M. Beltrán, J. M., Viladés, 1994) dependiente de la ciudad de Nuestra Señora del Pueyo de Belchite y puesto en vigor en la época de Augusto-Tiberio, que permitió el regadío de una amplísima extensión de territorio, de más de 6.000 ha.

Finalmente, la figura de Marcial ha sido tratada en un simposio específico (AA.VV., 1987) habiéndose estudiado los más diversos aspectos relacionados tanto con el poeta de Bilbilis y de Roma, como los aspectos relacionados con la sociedad, la economía, la literatura y otras muchas facetas.

La antigüedad tardía se ha visto enriquecida con el hallazgo de la villa de la Malena (Azuara). La interpretación de sus excepcionales mosaicos (bodas de Cadmo y Harmonía) se ha polarizado en dos vertientes. Fernández-Galiano ha identificado en este lugar la existencia de un convento o monasterio para una colectividad iniciada en los misterios cabíricos de Samotracia, y por otra parte J. Arce ha concluido en una representación de «El Matrimonio» como concepto.

El sínodo de Caesaraugusta ha recibido nuevos enfoques (M. V. Escribano), así como la figura de Aurelio Clemente Prudencio, en torno al himno IV de su Peristephanon (G. Fatás).

Menos progreso se ha dado en la investigación sobre la época visigoda, en la que es significativa la noticia de que en Boltaña existió ceca real goda (Volotania) durante un breve tiempo, en el siglo VII, con lo que son ya dos las pirenaicas o prepirenaicas censadas en el territorio (unida ésta a la de Cestavi, que Pío Beltrán identificara con Gistaín). Lo que no es totalmente extraño si se repara en que el territorio vio desde expediciones militares de fuste (Wamba a la Narbonense, contra el duque Paulo) hasta deposiciones y proclamaciones de reyes (Sisenando). García Moreno ha dedicado atinadas observaciones a la penetración visigoda en el valle del Ebro, resaltando la información de la Chronica Caesaraugustana y justificando dicha presencia como una prueba de la llegada del ejército enviado por el Reino de Tolosa, siendo difícil de precisar el carácter de la rebelión de Burdunelo. El obispo de Caesaraugusta, Braulio, y la cultura visigótica han sido objeto de un trabajo de S. Aznar (1993).

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— Historia medieval: Antonio Ubieto distingue cuatro períodos en el cultivo de la Historia Medieval en Aragón.

1.º La aparición (1887-1915). Surgió por la conjunción de dos máximas figuras universitarias: don Eduardo Ibarra y Rodríguez (1866-1944) y don Julián Ribera y Tarragó (1858-1934), que a partir de 1887 coincidieron como catedráticos en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza. Inician el cultivo de la Historia, basando sus afirmaciones en documentos y crónicas medievales. Ibarra comenzó la Colección de materiales para el estudio de la historia de Aragón (1904); Ribera continuó la Biblioteca arábigo-hispana (1887), que había iniciado Codera en Madrid (1882).

Como medio de divulgación de sus investigaciones crearon la Revista de Aragón (1900-1905), en la que aparecen reiteradamente como colaboradores Codera, Asín Palacios, Menéndez Pidal, Ribera e Ibarra, Giménez Soler (que residía en Barcelona), Ramón y Cajal, Altamira, Moneva y otros muchos más. En 1914 Ibarra se trasladó a la Universidad de Madrid, cuando ya Ribera estaba en tal Universidad desde 1905. Al año siguiente del traslado de Ibarra aparecían las dos últimas publicaciones documentales (Documentos de Daroca y Fuero de Albarracín, de Campillo y Riba). El final de este período se colocaría en el comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

2.º (1905-1923). Coincidió tanto con el inicial como con el que le sucedió. Estuvo centrado en las figuras de don Andrés Giménez Soler (1869-1938) y de don Manuel Serrano y Sanz (1866-1932), que a partir del año 1905 coincidieron en el claustro de la Facultad zaragozana, convertida desde ese año en Sección de Historias. Iniciaron los trabajos y visitas a los archivos de Zaragoza (Municipal y de Protocolos), continuando su búsqueda de documentos, como lo habían hecho hasta entonces en los centros donde habían prestado sus valiosos servicios (Archivo de la Corona de Aragón y Biblioteca Nacional, respectivamente).

Ambos investigadores presentan una abundante y bien documentada bibliografía, aunque no les interesó la edición de fuentes. En cambio, sí alentaron las de sus discípulos Abizanda Broto y Macho Ortega. El final de este período se puede colocar hacia 1923, cuando apareció el primero y único volumen de las Memorias de la Facultad de Filosofía y Letras. El prólogo lo escribió Giménez Soler, que reconoció el fracaso de la orientación historiográfica: «Lo cierto es que tal como la hemos cultivado (la Historia) no interesa a los que han de leernos». Y derivó hacia el campo de la política. Serrano y Sanz se alejó cada día más de sus primitivas aficiones. No presentó ni una sola comunicación al «II Congreso de Historia de la Corona de Aragón» (celebrado en Huesca en 1920), ni siquiera colaboró en el volumen de las citadas Memorias. De su estado de ánimo es suficiente señalar que en 1929 solicitó su jubilación anticipada y abandonó Zaragoza para siempre. Es éste un período fructífero en el campo de la investigación histórica medieval.

3.º Se inicia prácticamente el mismo año 1924, con la aparición de la Revista Universidad y la creación de la Universidad de Verano de Jaca. Se centra en 1933, cuando don Pascual Galindo Romeo (1892-1990), arremete contra todos diciendo: «siempre hemos creído demasiado prematuros los intentos de historias generales de España con criterio científico ... cuando queda tanto material que organizar, explorar y sistematizar». Baste recordar que muy poco antes (1930) Giménez Soler acababa de publicar su libro La Edad Media en la Corona de Aragón o se seguía utilizando en todas las Facultades el Manual de Historia de la Edad Moderna, de Ibarra. Y que en 1932 el mismo Ibarra había intentado resucitar la Colección de documentos inéditos, pero —como confiesa tristemente— «nadie acudió a mi llamada».

De acuerdo con sus declaraciones escritas, Galindo preparó un esquema de acción, en dos campos: la publicación de colecciones diplomáticas y la ordenación de los archivos con fondos documentales. Como la de Ramiro I ya la había publicado Ibarra, se distribuyeron los siguientes reyes: Sancho Ramírez (Canellas), Pedro I (Aznar Navarro y luego Sinués Urbiola), Alfonso I el Batallador (Galindo) y Ramiro II el Monje (Federico Balaguer). Ninguno de los citados llevó a efecto la edición de la tarea propuesta. La catalogación de algunos archivos se comenzó en la misma época (Municipal de Jaca, La Seo de Zaragoza, entre otros). Pero siempre se interrumpió tal labor, dejándolos en mayor desorden que tenían antes. En otros casos (Iglesia de Sos) se retiraron los fondos documentales para ser estudiados, y al cabo de medio siglo todavía no habían sido devueltos. Afortunadamente, con generosidad, se pueden considerar como paliativos el hecho de que publicasen algunos artículos, entre los que han sobresalido por su importancia los de Balaguer sobre Ramiro II el Monje.

El final de este período coincide con la guerra civil de 1936-1939. Giménez Soler murió en 1938; Galindo se trasladó a Madrid (1940). Y quedaron las aportaciones de algunos artículos de Boya Saura, José Ramón Castro, y poco más.

4.º (1940-1983). El mismo día que cesaba como catedrático Galindo, en 1940, tomaba posesión de la cátedra de Edad Media de España don José María Lacarra, que había sido anteriormente archivero del Archivo Histórico Nacional de Madrid. Traía una ejecutoria de investigador sobre documentos, habiéndose formado en la «Junta para la Ampliación de Estudios», en Madrid, junto a don Claudio Sánchez Albornoz y don Ramón Menéndez Pidal. Era la ruptura con todo lo anterior. Comenzó creando el «Centro de Estudios Medievales de Aragón», con vida en el edificio de la «Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País» (calle San Gil, 19); y más tarde se afincó en la Facultad de Filosofía y Letras. Se inició una campaña fotográfica en los archivos que contenían materiales medievales (Archivo Histórico Nacional, Catedralicio de Huesca, La Seo de Zaragoza y otros más). Y, a partir de 1945, se comenzó la publicación de los «Estudios de la Edad Media de la Corona de Aragón», de los que, en 1983, habían aparecido diez volúmenes.

Los trabajos de Lacarra sobre su Navarra natal iban a condicionar los primeros frutos de investigación, pues se trató fundamentalmente sobre los siglos IX a XII, inclusive, ya que era la época durante la cual la historia de Navarra y Aragón era inseparable. Por otro lado, publicó las traducciones de dos trabajos del investigador alemán Paul Kehr sobre historia eclesiástico-política del Aragón de los siglos XI y XII, que juntamente con las tres series de Documentos para el estudio de la reconquista y repoblación del valle del Ebro (reimpresas en «Textos Medievales», núms. 62 y 63), constituyeron el mayor acicate para las investigaciones de esas centurias. Al cabo de los años desvió la atención de los futuros investigadores hacia el siglo XV aragonés, ya exclusivamente, con objeto de ampliar la base de estudio, con los trabajos de María Isabel Falcón, Ángel Sesma y Esteban Sarasa. En medio quedaba un gran hueco —el gran desconocido de la historia aragonesa—, que tuvo cultivadores aislados, como María Luisa Ledesma, Agustín Ubieto y Luis González Antón.

Esta escuela de medievalistas ha trabajado en el departamento de Historia Medieval de España de la Universidad de Zaragoza, donde siempre encontraron acogimiento los investigadores que precisaban ayuda bibliográfica —e incluso comprensión—, como han sido la mayoría de los que han trabajado sobre Aragón en sus lugares de residencia, como Caruana, Durán Gudiol, Balaguer y otros.

La temática y áreas de cultivo.

Los orígenes de Aragón resultan muy difíciles de estudiar, dada la escasez de fuentes: únicamente se ha podido escribir un buen libro desde el ángulo de vista musulmán (María Jesús Viguera), así como unos magníficos intentos de Antonio Durán Gudiol (De la Marca Superior de al-Andalus al reino de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza) y de Fernando Galtier Martí (Ribagorza, condado independiente). Aparte de un breve artículo de José María Lacarra (Orígenes del condado de Aragón), y las noticias incidentales que este autor incluye en su Historia de Navarra. Generalmente todas las obras tienen un enfoque de lo que se ha llamado «historia política», ya que las escasas fuentes disponibles no permiten prácticamente otra cosa.

El reinado de Sancho el Mayor (1004-1035) ha tenido más cultivadores, quizá por ser un rey que se presta a la polémica, con libros o artículos de fray Justo Pérez de Urbel, José María Ramos Loscertales y Antonio Ubieto. Sus descendientes Ramiro I y Sancho Ramírez han originado dos libros de acopio de datos esparcidos en otras partes (Durán Gudiol y Buesa Conde). El reinado de Pedro I tiene un libro (Antonio Ubieto), así como Alfonso I el Batallador (Lacarra, con libro de conjunto y varios artículos). La figura de Ramiro II el Monje carece de un libro totalizador, aunque varios e importantes artículos de Federico Balaguer y alguno de Antonio Ubieto permiten conocer aspectos determinados. A partir de aquí, no han interesado los reinados de los monarcas de Aragón, aunque haya múltiples estudios y libros sobre los reyes de la «Corona de Aragón», que generalmente no se fijan en lo propiamente aragonés y sí en lo colectivo de todo el complejo monárquico que gira en torno a la figura del rey. La vida cotidiana la estudió Manuel Gómez de Valenzuela.

La época que comienza en el siglo XII ha dado algunos libros claves para conocer aspectos muy concretos: órdenes militares (María Luisa Ledesma), monasterio de Sigena (Agustín Ubieto) y los problemas de finales del siglo XIII, en torno al reinado de Pedro III y sus inmediatos sucesores (Luis González Antón). Los siglos XIII y XIV son los más desconocidos de la historia aragonesa, aunque siempre hay algún estudio aislado, como el de Esteban Sarasa (Sociedad y conflictos sociales en Aragón. Siglos XIII-XV). Hay estudios sobre las cortes aragonesas (González Antón y Sarasa), las Generalidades (Ángel Sesma) y el comercio (el mismo Ángel Sesma), así como sobre el municipio de Zaragoza (con varios libros de Isabel Falcón) y el Compromiso de Caspe (Dualde y Sarasa).

Por supuesto se han publicado multitud de artículos de revista sobre variedad de temas, que siempre han aportado algún dato o interpretación nueva, además de las referencias que pueden encontrarse en las obras estrictamente dedicadas al campo artístico, arqueológico, jurídico o literario, que escapan al punto de vista de esta visión general. Un acopio de esta producción puede verse en la obra de Agustín Ubieto (Historia de Aragón en la Edad Media: Bibliografía para su estudio). Se echan en falta estudios sobre campos muy importantes, aunque en los ochenta se comienzan a subsanar grandes lagunas. Así, los campos de demografía, economía rural y urbana, precios y salarios, incidencia de la Peste Negra, la mayor parte de las instituciones típicamente aragonesas (Justicia, sobrejunteros) y un sinfín de temas. Pero los estudios que se precisan están condicionados por la falta de edición de fuentes documentales y cronistas.

La edición de fuentes.

Desde que se comenzó en tiempos de Ibarra la edición de fuentes documentales se ha tendido a publicar las más antiguas, lo que hace que sea la provincia de Huesca la más favorecida, mientras que Teruel casi no cuenta con repertorios publicados, aunque abunde la documentación en sus archivos. Por otro lado, las instituciones que podían proteger este tipo de ediciones no valoran positivamente su publicación, ya que no aparecen como rentables económicamente. De ahí que se hayan centrado en torno a tres puntos de referencia: la cátedra de Paleografía (Fanlo, La Almunia de Doña Godina y concejo de Zaragoza, por Canellas; Rueda, de Contel Barea); el departamento de Historia Medieval (Fuero de Jaca, de Molho; Obarra, de Martín Duque; Catedral de Huesca, de Durán Gudiol; Uncastillo, del citado Martín Duque; Encomiendas de Zaragoza y Grisén, de María Luisa Ledesma; Valle del Ebro, de Lacarra; Santa Clara de Huesca, de Agustín Ubieto; El Pilar, de Luis Rubio; Pedro I, de Antonio Ubieto). Y, finalmente, la editorial Anubar, que ha publicado los documentos de Siresa, San Juan de la Peña, Santa Cruz de la Serós, Municipal de Jaca, todos de Antonio Ubieto; Sigena y Casbas, de Agustín Ubieto; Encomienda de Aliaga, de León Esteban; Jaime I de Aragón, de Ambrosio Huici y Desamparados Cabanes Pecourt; Cortes de Caspe, de 1371, de María Luisa Ledesma; fragmentos de diversas cortes, de Sesma y Sarasa; Cortes de Tamarite, de 1375, de María Luisa Ledesma; Morabedí de Ribagorza, de José Camarena Mahiques; Morabedí de Teruel, de María Luisa Ledesma. Aisladamente alguna institución publica —parece que por compromiso— el Fuero de Teruel, de Caruana (Instituto de Estudios Turolenses); o la Encomienda de Montalbán, de Regina Sainz de la Maza (Institución «Fernando el Católico»). Esta última ha publicado además alguna colección (El Pilar, los documentos de Molho), pero no incluye índices de personas y lugares, lo que las hace prácticamente inservibles para los investigadores.

Los textos cronísticos tienen menos cultivadores. Hay ediciones de Las genealogías de Roda (Lacarra), Historia Roderici Campidocti (Menéndez Pidal), Liber Regum (Serrano y Sanz, Cooper; en ambos sin índices, lo que las hace inservibles), Crónica de los estados peninsulares, escrita en Huesca (Ubieto); Crónica de San Juan de la Peña (Antonio Ubieto), y poco más. Es el campo menos cultivado y más necesario de atención. Por supuesto, en todas las historias generales de España o particulares de cada región se encuentran datos interesantísimos para Aragón. Una enumeración de los textos históricos actualmente conocidos puede verse en Antonio Ubieto, Historia de Aragón. Literatura medieval. I. Para una visión de conjunto del tema aquí esbozado, ver Antonio Ubieto Arteta, Los estudios sobre Edad Media aragonesa, en «I Jornadas sobre el estado de los Estudios sobre Aragón», celebradas en Teruel, del 28 al 30 de diciembre de 1978 (Zaragoza, 1979), pp. 235-252. Una reseña de prácticamente todo lo publicado puede verse en Agustín Ubieto Arteta, Historia de Aragón en la Edad Media: Bibliografía para su estudio (Zaragoza, 1980).

Para visiones de conjunto hay obras de carácter muy desigual. Los Anales de la Corona de Aragón, de Jerónimo Zurita, son fundamentales para estudiar el conjunto de la «Corona». Pero tienen muy pocos datos sobre el territorio de Aragón. Las obras de los siglos XVII a XIX, ambos incluidos, generalmente alcanzan hasta la unión del reino aragonés con el condado de Barcelona (1137), siendo poco útiles para el lector actual. La primera visión de conjunto sobre Aragón la constituyó la obra de José María Lacarra, Aragón en el pasado, que se publicó en Aragón. Cuatro Ensayos (Zaragoza, 1961), vol. I, pp. 125-343. Era una edición conmemorativa del cincuentenario de la fundación del Banco de Aragón. Una reedición —ahora con notas justificativas— apareció en la «Colección Austral» (Madrid, 1972). Con una mentalidad distinta se publicaron dos obras donde la parte medieval se trató dignamente, realizando sus autores un esfuerzo considerable para adentrarse en la difícil y poco trabajada Edad Media aragonesa. Son las obras de Eloy Fernández Clemente y Guillermo Fatás, Aragón. Nuestra tierra (Zaragoza, 1977) y José Antonio Armillas y Fernando Moreno, Aproximación a la Historia de Aragón (Zaragoza, 1977).

Un grave retroceso en el concepto historiográfico lo constituye —aunque es elogiable el esfuerzo difusor dado por su patrocinadora, la Caja de Ahorros de la Inmaculada— la obra titulada Aragón en su Historia (Zaragoza, 1980). Concebida como una relación de los reyes de Aragón, con una mentalidad propia del siglo XVI y no del que vivimos, los colaboradores intentaron paliar el desenfoque director, pero sólo se logró en contados casos. Afortunadamente, la parte relativa a la Edad Media ha sido tratada por un solo autor (Ángel Sesma), lo que en buena parte salva una época tan importante para la formación de Aragón. No hay ni una sola página dedicada a los musulmanes. Mientras para las demás épocas se ofrece bibliografía, ésta no la tiene. Finalmente, una obra en plan de publicación es la de Antonio Ubieto Arteta. Aparecen tres volúmenes de la Historia de Aragón de Antonio Ubieto Arteta: La formación territorial (198l), Literatura Medieval. I (1982) y Divisiones administrativas.

Hay que citar también el esfuerzo realizado por Agustín Ubieto desde 1978 para reunir de un modo ordenado, primero el Estado Actual de los Estudios sobre Aragón, del que se celebraron hasta cinco bloques de Jornadas en años sucesivos (Teruel, 1978, Huesca, 1979, Tarazona, 1980, Alcañiz, 1981 y Zaragoza, 1982). Se pasó revista, en lo que al Medievalismo se refiere, a «Los Estudios sobre Edad Media Aragonesa», el «Derecho y las instituciones político administrativas de la etapa foral», el «Aragón visigodo», la «Historiografía local», la «Historia agraria», el «Nacimiento y evolución de las ciudades» y la «Religiosidad popular». Siguiendo el esquema propuesto por el organizador, las ponencias y comunicaciones ofrecían un estado actual de la cuestión, fuentes de todo tipo, bibliografía por temas y daban a la vez una sintética visión de conjunto del nivel alcanzado por los estudios de cada tema hasta aquel momento. Todas ellas fueron inmediatamente publicadas bajo los auspicios del Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad cesaraugustana. A esta serie siguió otra no menos interesante dedicada a la «Metodología de la Investigación Científica sobre fuentes aragonesas». Agustín Ubieto fue reuniendo año tras año, en el mes de diciembre y en los lugares más fríos de Aragón (Monzón, 1985, Jaca, 1986, Albarracín, 1987, Daroca, 1988, Monasterio de Piedra, 1989, Graus, 1990, Calamocha, 1991, Barbastro, 1992, Rubielos de Mora, 1993 y Sos del Rey Católico, 1994) a los medievalistas aragoneses. El pie forzado al que habían de ajustarse las ponencias y comunicaciones era: A) Aspectos externos de la fuente: Denominación, descripción extrínseca e intrínseca, localización y posibilidades de acceso a la misma. B) Finalidad primigenia de la fuente: Grado de credibilidad, de exactitud y de autenticidad; alcance e interés de la fuente y lagunas respecto a las necesidades del investigador, C) Posibles vías metodológicas de acceso y explotación de la fuente, donde se incluía una propuesta razonada de utilización de la misma. Todas las Actas fueron publicadas dentro de los doce meses siguientes a la celebración de las Jornadas.

5.º A la división de Ubieto podemos añadir un quinto período, en el que se produce la pérdida del maestro de historiadores, José María Lacarra y de Miguel, y dos años más tarde la de su primer discípulo, Antonio Ubieto Arteta. A los que siguieron Ángel Canellas López, Antonio Durán Gudiol, Antonio Gargallo Moya, María Luisa Ledesma Rubio, y, ya a finales de los 90, María del Carmen Orcástegui Gros.

El profesor Antonio Ubieto continuó publicando su Historia de Aragón bajo el patrocinio de IberCaja y Anúbar Ediciones, dedicando tres volúmenes al estudio de los Pueblos y Despoblados aragoneses, de la A a la Z, indicando en cada uno cuantas noticias pudo recoger, desde la mención más antigua, población, propiedad de la tierra y bibliografía, si la había. Los dos últimos volúmenes de esta colección, desgraciadamente inacabada los dedicó a la Creación y desarrollo de la Corona de Aragón (1987) y a Los orígenes de Aragón (1989). También hay que resaltar, como un instrumento indispensable para el estudio de la Historia de España sus dos tomos de Listas episcopales medievales (Z., 1989). Otra obra destacable de su última etapa es Los esponsales de la reina Petronila y la creación de la Corona de Aragón (1987). Ya de modo póstumo y acabado por dos de sus colaboradoras, que intentaron con su mejor voluntad ser fieles al pensamiento del autor, la D.G.A. editó su particular visión de Los Caminos de Santiago en Aragón (1993). Algunas tesis doctorales dirigidas por profesores del Departamento de Historia Medieval de la Facultad de Filosofía y Letras han supuesto considerables avances en temas poco estudiados o prácticamente desconocidos. Uno de ellos es Los Judíos en el Reino de Aragón, al que han dedicado largos años de sus investigaciones los profesores Asunción Blasco Martínez (s. XIV) y Miguel Ángel Motis Dolader (s. XV y expulsión). Ambos presentan en este tomo una síntesis de sus trabajos. La historia económica, sobre todo en un siglo tan poco estudiado como es el XIV, recibió un gran impulso de la mano de Fernando Zulaica Palacios con sus Fluctuaciones económicas en un período de crisis. Aragón en la Baja Edad Media. La Ganadería Medieval Aragonesa y más concretamente La Casa de Ganaderos de Zaragoza, una vez que permitieron acceder a sus archivos, pudo ser estudiada. El profesor Canellas publicó un Catálogo de los fondos y un Diplomatario y el Dr. José Antonio Fernández Otal realizó sus tesis de Licenciatura y Doctoral sobre el tema, dejándolo prácticamente estudiado en su totalidad para la Edad Media. Otro campo hasta entonces sin cultivar: Las mujeres en Zaragoza en el siglo XV, fue el laberinto en el que se metió y consiguió salir con éxito la profesora María del Carmen García Herrero, que ha seguido trabajando en el tema con posterioridad, ampliando a otros lugares de Aragón su interés. La sociedad cristiana aragonesa desde su composición estamental hasta sus conflictos ha sido objeto de estudios, tesis doctorales y trabajos en proceso de elaboración. Esteban Sarasa, Isabel Falcón, Enrique Mainé y Jean Pierre Barraqué son algunos de los investigadores dedicados a ello. El mudejarismo aragonés ha conocido un gran desarrollo gracias a los Symposia Internacionales, que bajo el patrocinio del Centro de Estudios Mudéjares, del que es director el profesor Esteban Sarasa Sánchez, se han venido celebrando cada tres años en la ciudad mudéjar por excelencia: Teruel. Las Actas del primero se publicaron en 1981 y las del sexto en 1996. Javier García Marco realizó sus tesis de licenciatura y doctorado sobre esta minoría confesional. Una gran cultivadora de este tema fue la fallecida profesora Ledesma, cuyo libro inacabado y póstumo, Estudios sobre los mudéjares en Aragón fue presentado a finales de 1996.

La Arqueología Medieval ha conocido en estos años un cierto desarrollo, de la mano de diversos equipos de arqueólogos municipales y de los profesores J. L. Corral Lafuente y S. Andrés Valero. También la onomástica utilizada en este período comienza a ser estudiada. De entre los trabajos abordados, hay que destacar dos grandes proyectos, uno organizado desde el vértice filológico, denominado Proyecto PA.TROM. (Patronymica Romanica), coordinado por D. Kremer de la Universidad de Tréveris y que intenta elaborar un Diccionario de Antroponimia Románica; el equipo aragonés está dirigido por el profesor Tomás Buesa. El otro proyecto, en el que trabajan sobre todo historiadores, recibe el nombre de G.R.E.H.A.M. (Groupe de Recherches sur l’Histoire de l’Anthroponymie Médiévale), y está coordinado por M. Bourin; se ocupa de los siglos IX a principios del XIII y en lo que concierne a Aragón está representado por el profesor Carlos Laliena, el cual da cuenta en este volumen de sus investigaciones. También hay algún trabajo sobre el siglo XV, reseñado en la bibliografía de esta voz.

La Hacienda y Fiscalidad, del rey, del reino y de los municipios, está siendo estudiada, respectivamente, por los profesores Sarasa, Sesma y Falcón. Una muestra de ello la constituyen obras como Aragón en el reinado de Fernando I (1412-1416). Gobierno y administración, constitución política y Hacienda real, de Esteban Sarasa (1986); Las transformaciones de la fiscalidad real en la Baja Edad Media de José Ángel Sesma (1996), que se une a sus otros trabajos anteriores sobre la hacienda del General del Reino, y Notas sobre la hacienda municipal oscense en la Baja Edad Media (1995), El sistema fiscal de los municipios aragoneses (1996) y Finanzas y fiscalidad de ciudades, villas y comunidades de aldeas aragonesas (1997) de Isabel Falcón.

También las biografías de los reyes de Aragón vuelven a ser contempladas desde ángulos más modernos: Ramiro I, Sancho Ramírez, Pedro I, Alfonso II, Fernando I y Fernando el Católico tienen nuevas monografías obra de los Drs. A. Durán Gudiol. D. Buesa Conde, C. Laliena Corbera A. I. Sánchez Casabón, E. Sarasa Sánchez y J. A. Sesma Muñoz. Hay alguna obra colectiva, como la titulada Los reyes de Aragón, (1993) o Sancho Ramírez, rey de Aragón, y su tiempo. 1064-1094 (1994). Actualmente y con motivo del sexto centenario de su nacimiento, está siendo objeto de estudios minuciosos y exposiciones la figura y la época de Alfonso V el Magnánimo. Otra figura histórica que ha sido nuevamente centro de atención, sobre todo con motivo del sexto centenario de su elección al pontificado (1394), ha sido Benedicto XIII, el Papa Luna, sobre el que ha habido exposiciones, catálogos, conferencias y monografías abundantes en estos últimos años. Se sigue trabajando en historia local, donde aún quedan lagunas por rellenar. Destacaremos ante todo la tesis doctoral del profesor Antonio Gargallo, publicada después de su muerte: El concejo de Teruel en la Edad Media. 1177-1327, 3 vols. (1996), a los que seguirá un cuarto, con apéndice documental. Otra tesis doctoral, defendida en julio de 1996, es El municipio de Daroca en la Edad Media, de la Dra. M. L. Rodrigo Estevan; sobre la misma ciudad hay una monografía de J. L. Corral Lafuente: Historia de Daroca (1983) y bastante bibliografía complementaria de este profesor. Alcañiz fue objeto de otra tesis, a cargo del profesor C. Laliena Corbera: Sistema social, estructura agraria y organización del poder en el Bajo Aragón en la Edad Media (s. XII-XV) (1987), que rebasa con mucho los límites de una historia local. En cuanto a Jaca hay un trabajo de Isabel Falcón, presentado como ponencia al XV.º Congreso de H.ª de la C. de A. titulado Trayectoria medieval de Jaca en el seno de la Corona de Aragón (1994), centrado sobre todo en la Baja Edad Media. Carmen M.ª López Pérez publicó en 1995 una colección diplomática: Jaca. Documentos municipales (1269-1400), continuación de la de D. Antonio Ubieto titulada igual y referida a los años 971-1269 (Valencia, 1975). Basada en esta última, tenemos la obra de M.ª Isabel Yagüe, Jaca: documentos municipales (971-1324). Introducción y concordancia lematizada (1995). Actualmente C. M.ª López trabaja en el siglo XV jacetano.

En lo que afecta a las Comunidades de aldeas, en 1984 Antonio Gargallo publicó Los orígenes de la Comunidad de Teruel, y en 1987 vio por fin la luz en letra impresa la tesis doctoral de José Luis Corral: La Comunidad de aldeas de Daroca en los siglos XIII y XIV. Origen y proceso de consolidación. Las otras dos comunidades, Calatayud y Albarracín, están pendientes de revisión.

La revista Aragón en la Edad Media, portavoz del Departamento de Historia Medieval y las Actas de los últimos Congresos de Historia de la Corona de Aragón, pueden completar esta visión sintética de los avances del Medievalismo en este tiempo.

— Historia Moderna:

Durante el período comprendido dentro del arco cronológico-histórico que habitualmente queda enmarcado bajo la tradicional denominación de edad Moderna, el Reino de Aragón mantendría las constantes orgánicas de Estado medieval, a pesar de los reiterados y persistentes intentos por parte de la Monarquía austracista para involucrar al Reino en su política propia, tanto interna como, sobre todo, de cara al exterior.

De este modo, a lo largo de los siglos XVI y XVII, Aragón, tanto institucional como en cuanto a sus condicionamientos socio-económicos, habría de mostrarse como un país independiente dentro de la monarquía, unido a ella por unos lazos esencialmente dinásticos, traducidos políticamente en una relación contractual, de la que los Fueros eran depositarios.

Dicha política pactista, emanada del medievo aragonés, habría de prolongarse hasta primeros del siglo XVIII. En los umbrales del mismo y con la abolición de los Fueros en el año 1707 (Primer Decreto de Nueva Planta), Aragón quedaría incorporado a la reorganización de la Monarquía española de la Casa de Borbón. Sin embargo, el mismo siglo XVIII, al menos en buena parte, aparece como un período de reformas, en el que el Reino de Aragón acogería en su solar toda una interrelación de criterios entre los cuales los ya clásicos y habituales en las centurias anteriores, mantenedores de la propia identidad del Reino, se involucrarían con las sucesivas innovaciones que el advenimiento de la nueva dinastía iba implantando en las Españas, en lo que sería el período de transición hacia los modos históricos contemporáneos. Podríamos decir, en resumen, que el siglo XVIII, analizado desde Aragón, ponía en contacto el mundo medieval con el contemporáneo.

Los intentos reformadores de Fernando II, unidos a la presión militar ejercida por Felipe I de Aragón, a consecuencia de las denominadas «alteraciones de Aragón», y las reformas consecuentes de la constitución aragonesa (acordadas en las Cortes celebradas en Tarazona en junio de 1592), no llegaron a extinguir la personalidad del viejo Reino, si bien empezaba a quedar ésta muy mermada. La represión del rey sobre el Reino, realizada bajo la sombra del ejército castellano, habría de suponer la sumisión del Estado aragonés a los designios de la Monarquía Universal de los Austrias hispánicos.

Los Fueros aragoneses se mantendrían vigentes, si bien reformados en algunos puntos de singular importancia. Así, por ejemplo, se terminaba de forma expresa con la ley de unanimidad de individuos y estamentos, habitual hasta ese momento para la resolución en Cortes, en un sentido u otro; se ponían topes a la presentación de los «greuges» o agravios; la Guarda del Reino, que antes lo fuera de la Diputación, pasaba ahora a depender del Presidente de la Audiencia Real; el monarca adquiría libertad real para revocar el cargo de Justicia de Aragón; a los diputados se les prohibía taxativamente hacer convocatorias, sin permiso regio, tanto de municipios como de particulares. Además, y entre otros diversos criterios y decisiones forales, se abolía la libertad de imprenta, y el monarca podría designar por propia voluntad virrey hasta las Cortes siguientes...

Como consecuencia de todo ello, Aragón iría perdiendo fuerza para oponerse a los reyes, aun en las decisiones que perjudicaran a los intereses del Reino. Lo cual se puede comprobar de forma especialmente palpable entre los años de 1626 y 1652, momentos de especial auge de los intentos de hacer efectiva la política «autoritaria» del conde-duque de Olivares, que tuvo como su máxima expresión, para Aragón, la denominada «Unión de Armas», y que trágicamente para el mismo Reino habría de involucrarse con las actividades y resultados de la guerra de Secesión catalana (1640-1652), de incalculables pérdidas para los regnícolas y sus tierras.

A fines del siglo XVII, cuando Aragón comenzaba, por fin, a recuperarse de los desastres padecidos durante la centuria que terminaba, tales como la expulsión de los moriscos, las pestes cíclicas o las guerras habidas, dentro y fuera de las fronteras de la Monarquía, la muerte de Carlos II daría lugar a una nueva interrupción en su desarrollo institucional, con el conflicto sucesorio conocido como la Guerra de Sucesión. Por lo que a estos siglos se refiere (XVI-XVII) y en grandes líneas, se distinguen a lo largo de la época dos períodos de signo diametralmente opuesto. Moviéndose, por otra parte, el Reino dentro de la coyuntura general europea.

Nos encontramos, así, con una primera etapa que se encuadra predominantemente dentro de los límites cronológicos del siglo XVI, caracterizada por un apreciable aumento demográfico, auge de la actividad comercial y reactivación de la industria artesanal, entre otras manifestaciones sociales y económicas. Frente a todo ello y ya dentro del siglo XVII se presenta una fase de depresión que afecta a todos los aspectos mencionados. La nueva Monarquía borbónica, reforzada tras la batalla de Almansa, iba a decidir en los Decretos de Nueva Planta una nueva fisonomía para Aragón, extinguiendo su personalidad política, aboliendo su independencia y autonomía, adscribiendo el viejo Reino al uniformismo generalizado en Europa y reduciéndolo al modelo castellano, más acorde con el sistema francés.

Sin embargo, pese a la pérdida de su forma política, la esencia del Reino continuaría permaneciendo, traducida en una conciencia aragonesa de la que el siglo XVIII es testigo y a la que la Ilustración aragonesa da nuevas y espléndidas formas. La idea conceptual del Reino se mantiene, y no sólo en los escritores políticos de su tiempo, como el mismo Asso o Calomarde, sino que es algo más profundo que se pondrá de manifiesto a consecuencia de la invasión napoleónica. Inmediatamente resurge con ello la realidad del Reino, como forma de Estado aragonés, en las mentes de los caudillos populares, quienes resucitan sus viejas instituciones, ocupando los representantes aragoneses en las Cortes un destacado lugar. El retorno del Antiguo Régimen y la reestructuración administrativa que se hace en España a partir de 1820, con la creación de cuatro provincias en Aragón en 1823 (Calatayud, Huesca, Teruel y Zaragoza), y la definitiva reforma administrativa en 1833, habrán de suponer un duro golpe a la conciencia aragonesa. Sin embargo, el apego a las viejas libertades forales, transmitido de padres a hijos como vinculación a una identidad propia, diferenciadora de sus vecinos, fijará su impronta en las contiendas civiles, conocidas habitualmente como guerras carlistas. No deja por ello de tener importancia que, a la hora de ganar adeptos en Aragón, los predicadores del carlismo prometieran la restauración de las libertades forales aragonesas, como eficaz medio de atracción de los aragoneses a la causa del carlismo.

Por todo ello hemos de entender que el planteamiento de una investigación con rigor científico sobre la Historia de Aragón en las centurias de la Modernidad deberá partir de un claro concepto de la realidad aragonesa como Reino de la Monarquía hispánica, dotado de personalidad propia y de unas instituciones vivas y peculiares, siempre diferenciado de sus vecinos. Las permanentes reclamaciones que el Reino hace a la Monarquía a través de sus instituciones, tendentes a defender el estricto cumplimiento de sus Fueros y libertades tradicionales, son un firme aval para poner de manifiesto el vitalismo de tal personalidad.

Si hemos de situar unos límites cronológicos para enmarcar el largo período que, convencionalmente, denominamos como Modernidad, tal vez se podría partir de un hecho singular, profundamente significativo de la personalidad aragonesa. Se trata del Fuero de 1461, mediante el cual se castiga con pena de muerte a cuantos oficiales de ciudades, villas o lugares del Reino de Valencia y del Principado «indevidement pretienden que en virtud de privilegios é con color de processos de defension y de son metient, y en otras pueden con companya de gentes armadas entrar en el dito Regno, siguiendo malfeytores, y aquellos prender, e otros actos, y execuciones facer, y sacar personas é bienes, y fer daños, y talas a personas, é bienes del dito Regno, y de los habitantes en aquel, é aquesto en gran lesion de los Fueros, Privilegios, libertades, usos, é costumbres del dito Regno».

La conclusión de este período, no por ello menos convencional, podríamos situarla en la muerte de Fernando VII, significativa de la extinción del llamado Antiguo Régimen y comienzo de una nueva era impregnada de los postulados del liberalismo doceañista. Serán estos años en los que la personalidad aragonesa subyacerá latente, manifestándose esporádicamente contra el uniformismo que caracteriza la España del siglo XIX.

Conociendo tales límites, partimos de una serie de premisas conceptuales en el tratamiento científico del pasado aragonés; convencidos en todo momento de que la Historia es vida, desarrollada por unos hombres dentro de unos límites geográficos que la condicionan o definen. Así pues, nos interesan fundamentalmente las gentes, su vida, su trabajo, sus formas de subsistencia, las características de su organización social, su pensamiento, sus luchas, de modo que, combinando los datos a obtener, nos permitan ir avanzando hacia una Historia más íntegra y objetiva, hacia la «Historia total» de la sociedad aragonesa y su evolución en las centurias de la Modernidad. Por ello, y aceptando las consecuencias de los aconteceres históricos, será necesario de todo punto rehuir la calificación de los mismos a través de prismas y posturas de justificación o condena desde el presente, debiendo, por el contrario, de procederse de cara al mejor conocimiento de los mismos, para con ello pasar a la «comprensión» de éstos, de acuerdo con la interpretación que da Marc Bloch de la «comprensión» en la Historia. Es necesario, además, que —aun dentro de estos principios generales— insistamos, una vez más, en la peculiaridad aragonesa a la hora de tratar sus temas históricos propios, debiendo de huir de cualquier patrón o modelo preestablecido, tanto en el campo metodológico, como en la frecuente homologación con otros Estados de la Monarquía hispánica e incluso de fuera de ella.

Así, dentro de las peculiaridades propias de Aragón está su conformación como un Estado rural, dentro del cual una elite o selecta aristocracia va, desde antiguo, no sólo monopolizando el poder económico, sino también el político; con una burguesía escasa y pobre, que intenta ocupar su lugar en la pirámide social, sin alcanzarlo nunca de manera estable.

Con unas estructuras económicas a las que apenas llega el despertar y sucesivo desarrollo que experimentan otros Estados vecinos; con unas instituciones propias, garantía de la libertad conceptual de los aragoneses, orlada de fuerte carácter individual, y en las que se apoya una parte muy principal de la personalidad aragonesa. Una economía que no iba a beneficiarse apenas de la empresa indiana, por la escasa participación aragonesa en ella, aunque ello no es óbice para considerar la existencia de importantes y altamente cualificados aragoneses al servicio de la Corona. Una menor incidencia de la revolución de los precios que iba acompañada por una paralela y, por tanto, reducida entrada de metales preciosos en el Reino. Una demografía que no sufrió los movimientos de masas propios de la emigración de Indias o de los alistamientos multitudinarios en las empresas militares de la Monarquía, pero que se caracterizó a cambio por las frecuentes inmigraciones francesas, así como por su abigarrado mundo social, en el que los judíos y moros forman una parte tan sustancial de la sociedad aragonesa, hasta el punto de que ésta quedaría hondamente desequilibrada tras las expulsiones de 1492 y 1610.

Todos estos hechos diferenciales del Estado aragonés, dimanantes en buena parte de la propia mediterraneidad del Reino y que reflejan elementos subordinados y relacionados entre sí, son precisamente los que piden que los modelos metodológicos y plantillas de esquemas económicos y sociales deban ser aplicados de forma radicalmente diferenciada y apropiada al complejo fenómeno que en lo histórico nos presenta Aragón.

A la hora de fijar las líneas generales de investigación, para ir desentrañando nuestra Historia, es preciso partir, dado el estado actual de los conocimientos sobre la Historia Moderna de Aragón, de una teorización de esa Historia, basada en la serie de hechos que ya conocemos o intuimos, para que a partir de ese punto se establezcan, progresivamente, las oportunas prioridades en el estudio del pasado aragonés, que a su vez serán consecuencia de los paulatinos niveles o estadios que se vayan alcanzando dentro de la misma dinámica y evolución investigadora.

Afortunadamente, no partimos de cero, ni muchísimo menos; sin embargo, para los criterios actuales de hacer Historia, muy pocos autores, de los muchos que han puesto el pasado histórico de Aragón como su oriente científico, resistirán su contraste. Pero ello no invalida, sin embargo, el aporte que nos han proporcionado de numerosísimas noticias, y no pocos comentarios son de valiosa ayuda, que sólo debe ser tamizada y comprobada en las fuentes para que, a través de su misma minuciosa colaboración, se vayan alcanzando mejores conclusiones.

Un elevado porcentaje de los muchos e importantes trabajos que desde el siglo XV nos hablan de Aragón Moderno son, como dice Lucien Febvre, bloques de piedra aislados, que nunca pueden encajar. En consecuencia, será necesario e imperativo desarrollar más ampliamente nuestra infraestructura histórica, para que de esta manera y colocando esas piedras podamos ver crecer día a día el edificio histórico representativo del pasado aragonés en las centurias de la Modernidad. Las tierras, las gentes, su relación y desarrollo, así como sus instituciones económicas y administrativas, deben formar parte de esa infraestructura de la que tan ayunos estamos.

En los siglos XVI-XVII se detecta una absoluta continuidad en las estructuras socio-económicas de Aragón. Ciertamente pueden contemplarse cambios dentro de las mismas, provocados bien por agentes externos, bien por otros de carácter interno, pero que en cualquier caso no llegan a alterarlas, sino acaso superficialmente, perpetuándose así el mismo tipo de sociedad. Los Austrias primero y los Borbones después modificarían el aparato político del Reino o lo transformarían, pero nada parecido realizaron en lo que atañía a la organización socio-económica del mismo. Aunque fue suprimida la potestad absoluta en los Decretos de Nueva Planta, la aristocracia habría de mantener su «status» privilegiado, continuando con ello inalterables dichas estructuras, basadas en Aragón en un total predominio de la tierra y expresadas a través de la concentración de la propiedad en unas pocas manos. En consecuencia, la Historia de Aragón de estos siglos se desarrolla inmersa en una sociedad feudal en la que sólo se manifiestan algunos esporádicos y leves síntomas del capitalismo.

Por lo que atañe a la industria y al comercio, estas áreas vendrían a desempeñar un papel secundario. Serían en realidad un complemento de la actividad agraria. En el siglo XVII la ruina del comercio y de la industria acentuaría todavía más el predominio de la agricultura, sin que ni siquiera la presencia de algunos burgueses adinerados pudiera, al menos, atenuar tal situación. A lo largo del siglo siguiente los frustrados intentos renovadores y el paulatino deterioro de la industria tradicional acabaría por subordinar la economía del Reino a lo estrictamente agrícola.

En medio de este cuadro otra serie de hechos de orden social afectarían a la misma evolución histórica del Reino. Así, durante el siglo XVI se observa una extraordinaria conflictividad social: movimientos antiseñoriales y bandolerismo se sucedieron ininterrumpidamente, conviertiéndose en elementos desestabilizadores del orden político existente. El acontecer histórico se encargaría de modular estos hechos de orden social (condicionados por las nuevas circunstancias) en los siglos siguientes, que en ningún caso eximirían al Reino de la problemática social agudizada por la crisis.

Junto a estos aspectos, se han de considerar otros, no menos decisivos, para el conocimiento de nuestra tierra. No dejan de tener como razón predominante y última su misma estructura socioeconómica, aunque en esta ocasión partiendo de la constante relación Rey-Reino. Desde esta óptica la escasa oposición presentada por los aragoneses ante el intrusismo de la política de los Austrias y la creciente castellanización podría tener su justificación en factores históricos, como pueden ser: el sorprendente número de vasallos oprimidos por la nobleza, viendo estos primeros su apoyo y liberación en el monarca; el resultado de una nobleza que ante la marcha de los acontecimientos veía más rentable prestar su servicio a la Corona que al Reino; la mentalidad tradicional tendente al reconocimiento natural de los conceptos que amparaban el sistema feudo-vasallático; o la escasa burguesía existente. Precisamente este último planteamiento se puede traducir como pauta científica o de trabajo en dos direcciones diferentes. de un lado, el estudio pormenorizado de los señoríos en el Reino de Aragón; del otro, el estudio de la vida municipal, tanto en su vertiente socio-política como en la laboral y organizativa.

Junto a ello se requiere la paulatina profundización en el conocimiento de las relaciones entre Aragón y la Corona con su repercusión sobre el mismo Reino (política de servicios extraordinarios, evolución de la política autoritaria hacia el absolutismo y posterior centralismo, función estratégica del país, relaciones dentro del marco diplomático, etc ... ), sin olvidar el protagonismo de la Monarquía en Europa y la misma relación entre los reinos ibéricos circundantes con Aragón; todo lo cual nos obliga a ampliar la dimensión de nuestros estudios y buscar la relación existente entre los factores históricos dentro del contexto europeo.

No debemos descartar, por otra parte, que en este pasado las coordenadas de convivencia, vistas a través del prisma histórico, poco tenían que ver con las que en tiempos más próximos a nosotros se han ido desarrollando. La heterogeneidad territorial de Aragón generaría intereses diferentes, con frecuencia, en las relaciones internas del país, con la inevitable repercusión en el marco de las relaciones entre Aragón y la Monarquía.

Aspectos más concretos, complemento de los ya reseñados, pero no por ello menos importantes, como la Iglesia, los moriscos, la misma industria de la que ya hemos hablado, y otros más, son asimismo temas que de forma creciente se han empezado a estudiar. Es preciso determinar con precisión una serie de fenómenos que son utilizados arbitrariamente según los intereses del investigador. Nos referimos en concreto a las libertades o privilegios, las instituciones, la manida ingobernabilidad de los aragoneses, etc.

Todos los aspectos reseñados deben conducir a un cauce de rigor y escrupuloso cientifismo, capaz de satisfacer el reto que el futuro representa tanto para avanzar por las vías de investigación ya iniciadas, como para dar luz a aquellas parcelas y lagunas, todavía ingentes, que permitan al historiador y a los aragoneses en general conocer y reconocer su pasado histórico, del que la Modernidad es parte sustancial.

Recogemos a continuación una sucinta selección de las principales contribuciones al estudio de la Historia Moderna en Aragón. Armillas Vicente, J. A. y otros: Estado Actual de los Estudios sobre la Historia Moderna de Aragón, I Jornadas de Estudios sobre Aragón, Teruel, 1976. Armillas Vicente, J. A. y otros: Aragón desde los Reyes Católicos hasta la muerte de Fernando VII, I Congreso de Estudios Aragoneses, Zaragoza, 1978. Asso, I. de: Historia de la Economía Política de Aragón, Zaragoza, 1798 (nueva edición, con notas y apéndices, en 1947, por J. Manuel Casas Torres). Canellas López, A.: El reino de Aragón en el siglo XV (1410-1479), «Historia de España», Menéndez Pidal, t. XV, Madrid, 1970. Canellas López, A. (director): Aragón en su Historia (Historia Moderna: Navarro Latorre, José: Fernando II, Solano Costa, F.: Carlos I; Redondo Veintemillas, G.: Felipe I de Aragón; Orera Orera, L.: Felipe II de Aragón; Solano Camón, Enrique: Felipe III y Carlos II de Aragón). Colás Latorre, G.: La Bailía de Caspe en los siglos XVI y XVII, Zaragoza, 1978. Colás Latorre, G. y Salas Auséns, J.: Aragón bajo los Austrias, Zaragoza, 1977. Colás Latorre, G. y Salas Auséns, J.: Aragón en el siglo XVI. Alteraciones sociales y conflictos políticos, Zaragoza, 1982. Fueros, Observancias y Actos de Corte del Reino de Aragón, Nueva y completísima edición, por Pascual Savall y Dronda y Santiago Penén y Debesa, Zaragoza, 1866. Giménez Soler, A.: Las alteraciones de Aragón en tiempos de Felipe II. Sus causas y efectos, «Estudios de Historia Moderna», Zaragoza, 1916. Lacarra, J. M.ª: Aragón en el pasado, Zaragoza, 1960. Lalinde Abadía, J.: Los Fueros de Aragón, Zaragoza, 1976. Maiso González, J.: La peste aragonesa de 1648 a 1654, Zaragoza, 1982. Redondo Veintemillas, G.: Las corporaciones de artesanos del Reino de Aragón en el siglo XVII. Bases para su estudio en el municipio de Zaragoza, Zaragoza, 1982. Salas Auséns, J. A.: La población de Barbastro en el siglo XVII, Zaragoza, 1980. Solano Camón, E.: El servicio de armas aragonés a la Monarquía durante el siglo XVII, Zaragoza, 1980. Solano Costa, E. y Armillas Vicente, J. A.: Historia de Zaragoza, II (Edad Moderna), Zaragoza, 1976. Solano Costa, F.: Introducción a la Historia de Aragón en el siglo XVI, Zaragoza, 1966. Sesma Muñoz, Á.: La Diputación del Reino de Aragón en la época de Fernando II, Zaragoza, 1977.

La historiografía sobre el Aragón de la Edad Moderna se ha visto enriquecida en las décadas de los ochenta y noventa por la aparición de libros y artículos de gran interés. En especial, la atención de los investigadores se ha dirigido al estudio de la sociedad; y, dentro de ella, se ha hecho hincapié en profundizar en el conocimiento del señorío aragonés. Autores como Alejandro Abadía Irache, Ángela Atienza López, Gregorio Colás Latorre, José Manuel Latorre Ciria, Antonio Peiró Arroyo y Eliseo Serrano Martín, entre otros, han contribuido de forma decisiva a echar luz sobre el funcionamiento de distintas formaciones señoriales, llegando en algunos casos a formular interesantes conclusiones al respecto del estado de sus finanzas durante la Edad Moderna. Además, otros estudiosos han hecho aportaciones ocasionales al tema, principalmente con motivo del Congreso sobre Señorío y feudalismo en la Península Ibérica (ss. XII-XIX), celebrado en Zaragoza en 1989.

También otros aspectos del Aragón moderno son mejor conocidos gracias al trabajo llevado a cabo durante estos años. Así ocurre con la demografía, objeto de la atención preferente de José Antonio Salas Auséns y de varios jóvenes historiadores que han realizado sus Memorias de Licenciatura bajo su dirección. Sobre uno de los rasgos demográficos más característicos del período, la inmigración de franceses durante la Edad Moderna, ha ofrecido nuevos datos la investigadora francesa Christine Langé. Y acerca de otros caracteres del comportamiento demográfico de la población aragonesa han escrito páginas interesantes Jesús Maiso González y Francisco Doménech Villagrasa. También el estudio del comercio y la industria ha experimentado avances notables. A ello han contribuido los trabajos de Guillermo Redondo Veintemillas sobre las cofradías de artesanos, así como los de José Ignacio Gómez Zorraquino y Guillermo Pérez Sarrión, sobre la actividad mercantil. Más recientemente, la industria textil aragonesa ha sido objeto de una interesante Memoria de Licenciatura, defendida en 1996 por Pablo Desportes Bielsa. Por otra parte, al margen de la aparición de monografías sobre la historia de diversas poblaciones, que poco o nada ofrecen desde el punto de vista científico, la historia local ha registrado una aportación de primera magnitud, que ilustra la organización y funcionamiento de los municipios aragoneses durante la Edad Moderna: se trata del estudio del concejo de Daroca, emprendido y llevado hasta sus últimas consecuencias por José Antonio Mateos Royo. Finalmente, es preciso subrayar la aparición, en los últimos años, de una nueva línea de trabajo, iniciada por el citado Eliseo Serrano, encaminada al estudio de lo que algunos autores han denominado «cultura popular». A pesar de que fiestas, ceremonias, tradiciones y creencias constituyen un mundo todavía por explorar, su estudio ha deparado ya algún fruto, como la Tesis Doctoral de María Tausiet Caries acerca de la brujería en Aragón.

Pasando al campo de lo político, hay que aludir, en primer lugar, a los estudios sobre las instituciones aragonesas. Aunque todavía queda mucho por hacer, son aportaciones de peso las de Jon Arrieta Alberdi, sobre el Consejo de Aragón, José Ángel Sesma Muñoz y José Antonio Armillas Vicente, sobre la Diputación, y Xavier Gil Pujol, Luis González Antón y Leonardo Blanco Lalinde, sobre las Cortes. Desde el punto de vista jurídico, merece destacarse el trabajo de Jesús Morales Arrizabalaga sobre los fueros aragoneses. Y en cuanto al funcionamiento de la Inquisición en Aragón, resultan imprescindibles los análisis realizados por Pilar Sánchez López y José Enrique Pasamar Lázaro, aquélla sobre la intervención del Tribunal en la represión de la oposición política y éste acerca de los familiares del Santo Oficio, a los que hay que añadir nuevas contribuciones de Jaime Contreras Contreras. En cuanto a la evolución política del reino y al comportamiento de sus estamentos dirigentes, ocupan un lugar destacado el conjunto de la obra del mencionado Xavier Gil y los estudios de Encarna Jarque Martínez para el caso de la ciudad de Zaragoza. A esta autora se debe, además, la única monografía dedicada al conflicto de 1591 en nuestros días, compuesta junto al profesor Salas Auséns con motivo de la conmemoración del cuarto centenario de la ejecución de don Juan de Lanuza. Lamentablemente, los fastos del 91 no han tenido como consecuencia una revisión en profundidad del asunto, si bien Jesús Gascón ha acometido el análisis crítico de la producción referida al tema y elabora su Tesis Doctoral sobre la rebelión aragonesa. Por otra parte, el Aragón del siglo XVII cuenta con buenas aproximaciones desde el punto de vista político, como son los trabajos de Enrique Solano Camón, Porfirio Sanz Camañes, María del Carmen Samaniego Martí y el ya citado Jesús Maiso. Un tema recurrente en otros ámbitos geográficos, el del pensamiento político, está todavía por abordar, pues tan sólo cabe registrar una incursión en el asunto, la del investigador catalán Joan Pau Rubiés i Mirabel, que se ha interesado por las ideas del noble don Francisco de Gilabert. Acerca de otros protagonistas de la época especialmente eclesiásticos, han redactado atractivas páginas Isidoro Miguel García, Juan José Polo Rubio, Salvador Giner Guerri, Juan Ramón Royo García o Manuel Barrueco Salvador.

Como ya se ha apuntado, la colaboración de instituciones públicas y privadas se ha concretado en dos aportaciones principales. Por un lado, ha hecho posible la celebración de buen número de reuniones científicas, dedicadas, de forma total o parcial, a exponer los resultados de las investigaciones sobre la modernidad aragonesa. Entre ellas destacan las sucesivas ediciones de las Jornadas sobre «Metodología de la investigación científica sobre fuentes aragonesas» (1985-1994), el Congreso sobre Jerónimo Zurita. Su época y su Escuela (1986), el Ciclo sobre Destierros aragoneses (1986), el Congreso sobre Señorío y feudalismo (1989), el Congreso sobre Muerte, religiosidad y cultura popular en los siglos XIII-XVII (1990), las Jornadas de Estudio sobre la «Invasión de Aragón en 1591» (1991), el Congreso sobre la Corona de Aragón y el Mediterráneo (siglos XV-XVI) (1992), el XV Congreso de Historia de la Corona de Aragón (1993) y el III Congreso Internacional de Historia Militar (1994). Por otro lado, es preciso recordar el papel jugado por instituciones públicas y privadas en la gran actividad editorial desarrollada en Aragón en los últimos años, y que, dejando al margen las obras de divulgación, ha atendido a la publicación de tres tipos principales de obras: en primer lugar, Actas de congresos y volúmenes colectivos de estudios, de carácter conmemorativo, en segundo lugar, monografías, incluidas buen número de Tesis Doctorales y Memorias de Licenciatura; finalmente, facsímiles de textos impresos o manuscritos.

En la forja del extenso corpus historiográfico sobre el Aragón moderno reunido hasta nuestros días, hay que subrayar el destacado protagonismo de la Institución «Fernando el Católico», incansable promotora de reuniones científicas y asidua editora de títulos de tema aragonés, bien de forma directa, bien por medio de las instituciones de carácter local adscritas a ella. Inmediatamente, debe citarse la aportación de otras instituciones públicas, como la Diputación General de Aragón, el Centro de Documentación Bibliográfica Aragonesa, las Cortes de Aragón, la Institución Justicia de Aragón, el Instituto de Estudios Turolenses y el Instituto de Estudios Altoaragoneses, o privadas, como Ibercaja, la Caja de Ahorros de la Inmaculada y el Rolde de Estudios Aragoneses. Por fin, es preciso recordar que la integración del Departamento de Historia Moderna de la Universidad de Zaragoza en el de Historia Moderna y Conemporánea privó al modernismo aragonés de su órgano de expresión científica, la revista Estudios, cuyo vacío no ha sido ocupado hasta la fecha por ninguna publicación especializada. En su defecto, los artículos sobre la Edad Moderna aragonesa han encontrado acomodo en publicaciones de temática general, entre las que descuella la Revista de Historia Jerónimo Zurita, o en revistas de disciplinas afines, como Ius Fugit (dedicada a la Historia del Derecho) o Emblemata (sobre Emblemática).

— Historia Contemporánea:

La investigación hasta 1983: En el atraso relativo de nuestra historiografía contemporánea a comienzos de los años ochenta, en comparación con el desarrollo de la bibliografía y de la investigación histórica sobre el Reino medieval, por ejemplo, cuentan de un modo determinante causas de carácter institucional. Un Departamento universitario de Historia Contemporánea sólo existe desde 1965, y en su primera etapa, cuando se ocupó de temas aragoneses, lo hizo en torno a aspectos políticos de la segunda mitad del siglo XVIII, quedando ausentes como objeto de investigación los siglos XIX y XX y, a la vez, un tratamiento metodológico modernizado organizado sobre análisis de las estructuras económicas y sociales, sobre nuevos temas, nuevas fuentes y nuevos problemas. Quedaba pendiente, en suma, la recepción de una metodología suficientemente desarrollada por la historiografía europea y ya reflejada por la labor de algunas universidades españolas y por sus frutos en las correspondientes historiografías regionales (Barcelona, Valencia, Oviedo ...).

A mediados de la década de los setenta se crea la Facultad de Ciencias Empresariales y su Departamento de Historia Económica, y al poco el Departamento de Historia Contemporánea de la Facultad de Letras inicia un proceso de renovación y de ampliación, extendido a los Colegios Universitarios de Huesca y Teruel. Estos hechos, junto con la recuperación de la conciencia regional y la diversificación del mundo editorial aragonés, hacen que comiencen a cambiar las condiciones para conjugar un conocimiento riguroso del pasado más cercano con una divulgación y socialización de este conocimiento.

La situación de los archivos y de los fondos documentales aragoneses de los siglos XIX y XX limita y condiciona de modo importante la investigación contemporánea. No hay un archivo regional aragonés e incluso los provinciales están en fase de constitución. El Archivo del Reino de Aragón sufrió particularmente los Sitios de Zaragoza. La región ha sido escenario privilegiado de los enfrentamientos civiles nacionales: Guerra de la Independencia, Guerras Carlistas, Guerra Civil, lo cual no ha favorecido en nada el mantenimiento y conservación de fondos locales y municipales. El cuerpo de archiveros en la región ha sido y es lo bastante escuálido como para explicar que las voluminosas series documentales contemporáneas estén sin ordenar, sin fichar y, por tanto, sean de difícil o de imposible acceso. Es lo que sucede en el Archivo de la Audiencia Territorial, en el de algunas Diputaciones provinciales, con parte de los fondos del Ayuntamiento de Zaragoza.... etcétera.

Un último elemento a retener para que la historiografía contemporánea aragonesa se plantee de modo adecuado y eficaz es la existencia del Estado, sus transformaciones y su consolidación progresiva en el tiempo contemporáneo, su afianzamiento paralelo a los propios orígenes de la España contemporánea. Precisamente entre 1833 y 1878 Aragón deja de tener existencia política y administrativa. Por ello es necesario no olvidar, en el terreno de las fuentes y de los archivos tampoco, que los procesos de toma de decisiones son suprarregionales, y que es a través de los aparatos del Estado por donde se inserta la evolución contemporánea de la sociedad aragonesa. Y ello para evitar tentaciones localistas o provincianas en el análisis de una realidad compleja, de la que también forma parte el mantenimiento de una conciencia de comunidad y de territorio.

Elemento estructural, determinante e indicativo de la evolución contemporánea de la sociedad aragonesa, es el hecho demográfico. La población de fines del XVIII (623.308 habitantes en 1787) crece muy lentamente a lo largo del siglo XIX (912.711 en 1900) y apenas si llega a estar doblada a fines del siglo XX, en el censo de 1980. El dato, junto con la concentración poblacional de Zaragoza y la auténtica desertización de muchas zonas de la región, es determinante, y expresivo de las limitaciones de un crecimiento económico, compartidas en general por la España interior en la Edad Contemporánea, como lo es el del continuo descenso proporcional de la población aragonesa en el conjunto nacional: de un 5,9 % en el censo de Floridablanca y de un 6 % en el censo de Godoy (1797) a un 4,9 a fines del ochocientos (censo de 1900) y a un 3,3 en 1970. Los bajos niveles poblacionales son causa, resultado y expresión simultáneamente de la lentitud con que se mueve una estructura económica regional para la que aumenta la distancia en términos de atraso, especialmente en relación con los territorios vecinos de Cataluña, País Vasco y Valencia; que se incorpora tardía y marginalmente al proceso de crecimiento económico, y que ya resultaba dependiente en la época moderna de las manufacturas y del mercado catalán.

Se han desarrollado muy escasamente los estudios de demografía histórica contemporánea, a pesar del valor indicativo que presentan, analizados global o desagregadamente, local y comarcalmente, acerca de la evolución general de la economía y de la sociedad. Hasta 1857, fecha del primer censo oficial, se debe aplicar la misma metodología con que se ha tratado el tema demográfico en épocas anteriores, recurriendo a registros parroquiales, censos y catastros primitivos, documentación fiscal.... etc., para establecer unas líneas mínimas de evolución de las tasas de natalidad, mortalidad..., etcétera. En la primera mitad del XIX no se realiza ningún censo de población de carácter general y, desde el punto de vista de la demografía cuantitativa, este largo período constituye uno de los arcanos de la historia moderna de la población española.

La historia agraria, la evolución de la agricultura aragonesa, ha de ser un tema prioritario en el orden de atenciones para elaborar y comprender la historia aragonesa en general. El sector agrario ha sido el más importante en la economía del territorio aragonés durante toda su historia; y la actividad económica predominante, hasta tal punto que sólo en 1972 el porcentaje de la población activa en la industria superó al de la agricultura. En Aragón ha sido fundamentalmente en torno a la tierra como se ha conformado la sociedad hasta tiempos bien recientes, y lo agrario ha impreso rasgos característicos en la sociedad aragonesa, en usos y costumbres, y lo ha hecho de forma particularmente acentuada.

Por ello es preciso avanzar en la investigación de una serie de cuestiones fundamentales y, en primer término, en lo relativo a la estructura de la propiedad de la tierra y a su evolución, arrancando de una clarificación de la propiedad a fines del Antiguo Régimen. En la G.E.A., se presentó (voz «Propiedad de la tierra») un laborioso mapa por municipios en el que se refleja la distinta condición de tierras y términos a fines del XVIII. Entre un 40 y un 50 % de la superficie cultivada en Aragón eran tierras señoriales. De las modalidades de disolución de los señoríos jurisdiccionales, de la conversión de los mismos y de los territoriales en propiedad privada tras un largo proceso que se abre con la ley abolitoria de 1837, depende una estructura de la propiedad de la tierra que llega hasta hoy mismo con pequeñas alteraciones, y a la vez unas relaciones sociales y unos comportamientos políticos específicos. Son temas de investigación contemporánea prioritarios que sólo desde comienzos de la década de los ochenta comienzan a ser abordados (Amable Palacios) y que, en esas fechas, todavía se encontraban en estado de gestación. Al igual que el tema de las desamortizaciones de bienes eclesiásticos y comunales, proceso que se prolonga desde 1836 hasta bien comenzado el siglo XX, y terreno en el que la historiografía aragonesa se encuentra evidentemente retrasada a pesar de las investigaciones inéditas de Pascual Marteles o de Francisco Zaragoza.

El capital y la burguesía en Aragón sigue la pauta de la mayor parte de España: inversiones seguras y rentables a corto plazo, organizadas en torno a la especulación de suelo urbano aprovechando la oportunidad desamortizadora y a la consolidación de la propiedad territorial agraria. La nobleza mantiene una alta concentración de propiedad y aún la acrecienta mediante el olvidado proceso de la redención de censos (desde 1854) que gravitaban sobre bienes eclesiásticos. De modo que a la altura de los días de la II República, de los diez mayores propietarios territoriales en Aragón, siete pertenecen a la nobleza, siendo cuatro grandes de España (conde de la Viñaza, conde de Sástago, duque de Luna...). El punto de llegada de la estructura de la propiedad de la tierra ha sido sólidamente establecido por Luis Germán en su tesis doctoral sobre la II República en Aragón. Falta establecer el proceso de transformación de una agricultura feudal en una agricultura capitalista y los resultados sociales de la modalidad (compromiso y alianza) con que se efectuó. Como falta, desde los días de Costa, un análisis de las consecuencias de la privatización de bienes comunales y de propios que han afectado a todos los municipios aragoneses. El estudio de la abolición del diezmo, asunto en el que destacaron diputados aragoneses en las Cortes de Cádiz y en las del Trienio, y de la desvinculación de los mayorazgos, completaría el conocimiento de los fundamentos más hondos de nuestro pasado contemporáneo. Y todo esto debe ser, a la vez que una constatación, un programa de investigación.

En este programa no entraría sólo el tema de la propiedad, sino otros varios como el de la renta agraria y su evolución, análisis macroeconómico de la evolución de la producción, productividad y rendimientos, crisis agrarias y efectos sociales, la gran depresión de fines del XIX y principios del XX, la cuestión de los regadíos y el papel histórico y social del agua, abordada por Pérez Sarrión para fines del XVIII y principios del XIX, pendiente para los días de la Confederación Hidrográfica del Ebro. La comercialización de los excedentes de trigo, sobre la que existe una enorme publicística aragonesa durante todo el siglo XIX, mostraría, como en el tema de la lana, oculto por la imposibilidad de consultar, hasta hoy, los fondos de la Casa de Ganaderos (objeto de un inventario de Ángel Canellas, 1983), la dependencia del mercado catalán, con consecuencias globales de alcance sobre lo que es la clave de la historia contemporánea aragonesa: la transición del Antiguo Régimen adopta formas que hacen que la formación social aragonesa se incorpore al crecimiento económico moderno con el mismo retraso que muestra la evolución demográfica arriba esbozada.

La escasa presión demográfica, una demanda insuficiente, la debilidad del capital interior y el tipo de sus prioridades, la escasez de inversiones del capital exterior (0,3 % de las nacionales en 1856) son factores que se combinan en las limitaciones del crecimiento industrial aragonés durante el XIX y en la extensión del distanciamiento respecto a los territorios limítrofes. Los primeros intentos industrializadores van a tener una indudable base agraria; es el desarrollo del sector harinero desde mediados del XIX y su conflictiva inserción en una política económica estatal (tarifas ferroviarias) que van a nutrir de quejas las manifestaciones de las Cámaras de Comercio hasta principios de este siglo; es el desarrollo de la producción de vid y de la elaboración de vino (la producción aragonesa supone el 10 % de la exportación nacional en 1898); y es la producción remolachera y la elaboración de azúcar en las primeras décadas del siglo XX, único de los intentos que ha sido suficientemente estudiado (J. A. Biescas). De la misma manera que el origen de un sistema financiero aragonés (Caja de descuentos), de su patrocinador Bruil, está pendiente de análisis, mientras que conocemos mejor la conformación bancaria en el primer tercio del siglo XX.

Campo abierto es el de la historia social aragonesa en general, sus estructuras y la movilidad de las mismas. Una metodología más actualizada se va incorporando a los recientes trabajos de investigación. En lo relativo a conflictividad social se ha primado el estudio del movimiento obrero organizado durante los últimos cien años (Forcadell, García Lasaosa ... ) y está menos atendida la conflictividad del Antiguo Régimen y el conflicto social que rebasa el marco de las organizaciones obreras, las tensiones agrarias..., etc.

Mayor, y más tradicional, bibliografía se ocupa de historia política y cultural. Buena parte de la misma debe ser revisada a la luz de nuevos tratamientos metodológicos. Y lo primero que debe de ser revisado son los mitos, incluido el del mismo Costa, y comenzando la tarea con la Guerra de la Independencia y sus interpretaciones limitadas a aspectos épicos e incluso, lo que es más peligroso y estúpido, raciales. La Guerra de la Independencia en Aragón es un período histórico extraordinariamente complejo, y para ser estudiada ha de liberarse de un aluvión bibliográfico de muy escaso valor.

No hay que incurrir en el error, por otra parte, de conceder a la categoría «historiografía aragonesa» un valor excluyente, y quizá la mejor información sobre el Aragón de principios del siglo XIX la tengamos en obras básicas de la historiografía general y nacional (Artola, Fontana ... ); éste es el caso del Trienio Constitucional, para el que existe abundante información sobre Aragón en la obra de Gil Novales.

Más estudios regionales existen sobre el desarrollo institucional y político de la sociedad liberal en Aragón. A partir de aquí comienza una limitación característica de la historiografía contemporánea aragonesa, la de aplicarse de modo general al caso de la capital zaragozana. El municipio de Zaragoza durante la Regencia de María Cristina ha sido estudiado por María Rosa Jiménez y a la Zaragoza esparterista le ha prestado atención la tesis de licenciatura de María Pilar Íñigo. Comportamiento general en la historiografía del XIX es prestar mayor atención a los momentos de cambio que a las más largas épocas de estabilidad. La Década Moderada es desconocida en punto a elites o comportamiento político, mientras que la Revolución de 1854 y el Bienio Progresista han sido bien estudiados (Pinilla). Siempre en Zaragoza, Franco de Espés ha estudiado la coyuntura de 1835 desde la perspectiva, encajada en la escuela valenciana, de la conflictividad antifeudal, y se comienza a atender al tema de la Milicia Nacional incluso desde un marco local (Herminio Lafoz). El carlismo aragonés, muy implantado en zonas de señorío dependiente de órdenes religiosas, ha sido un hueco historiográfico hasta la tesis doctoral de Francisco Asín.

Más desconocida todavía es la segunda mitad del siglo XIX en Aragón, no sólo en los aspectos económicos (ciclo alcista hasta 1866, crisis económica, incidencia del ferrocarril ... ), sino también en los políticos: el Aragón de la Unión Liberal, la revolución de 1868, las bases sociales del federalismo aragonés, protagonista en los días de la I República.... etc., salvo la investigación doctoral de García Lasaosa, siempre para el municipio de Zaragoza, y para el final del siglo, faltan aproximaciones historiográficas de alcance sobre la sociedad conservadora de la Restauración, modelos politológicos sobre los partidos liberal y conservador, análisis del primer republicanismo, estudios concretos sobre el caciquismo, cuya afirmación genérica no debe impedir investigaciones detalladas sobre su funcionamiento y sobre sus consecuencias. Por otra parte, y en la medida en que los análisis regionales a estas alturas del siglo proporcionan resultados ciertamente homogéneos con los nacionales, sólo vienen justificados si se hacen desde una perspectiva de historia total que enlace lo económico con lo político mediante una metodología plural unificada por la unidad y la reducción del objeto de investigación.

El Regeneracionismo aragonés (Mainer) habría de ser completado con la profundización histórica de una coyuntura finisecular de claro protagonismo aragonés para determinar sectores sociales (Costa, Paraíso). La edición crítica de las obras completas de Joaquín Costa es la aportación historiográfica de mayor envergadura. Enrique Bernad se ha ocupado de la cultura zaragozana durante la época y se dispone de aproximaciones, generales por lo demás, al estudio de la Prensa (Fernández Clemente, Forcadell) y al de la Universidad de Zaragoza (suscitado por la celebración de su cuatricentenario en 1983).

Aunque abierto a múltiples investigaciones, es más conocido en general el primer tercio del siglo XX en Aragón (Biescas, Germán), habiendo quedado bastante completado el cuadro de la II República gracias a la tesis doctoral del segundo de los autores citados, que une una visión estructural a lo que es el primer estudio científico sobre las elecciones y partidos políticos durante el período.

Un último aspecto a destacar es el de la identidad aragonesa durante el siglo XIX. La racionalidad de la división provincial de 1833 no impidió el mantenimiento de la conciencia de viejo Reino y de comunidad, manifestada reiteradamente en el terreno político a través del fenómeno del juntismo, en el municipalismo de los progresistas y en el federalismo político republicano. Junto con una reivindicación del territorio mantenida por la pequeña burguesía radical, republicana y federal, se manifiesta a fines de siglo una inquietud regionalista alimentada desde una perspectiva cultural por una notable generación de juristas e historiadores, e incluso una cierta incidencia en capas medias de un costismo que es también reflejo del descoyuntado Estado de la Restauración y de las reacciones que provocaba. Más conocido es el ciclo autonomista que se inicia con las posibilidades abiertas por la Ley de Mancomunidades de 1912, al que se incorpora débilmente la burguesía y que genera diversos grupos regionalistas y propuestas de Estatuto con contenido diferenciado. El proceso, en superficie, es suficientemente conocido hasta la formulación del Estatuto de Caspe en vísperas de la Guera Civil, habiendo sido recuperado en detalle desde la coyuntura política actual (Peiró, Pinilla, Mainer, Royo Villanova ...).

El estado actual de la investigación:

Desaparecidas algunas de las importantes limitaciones a que se hacía referencia referencia en el apartado anterior, la Historia Contemporánea ha experimentado un notable crecimiento y desarrollo en Aragón durante los últimos veinte años, tanto desde un punto de vista temático, como desde la aplicación de nuevas perspectivas y de metodologías renovadas, como análisis histórico regional y local aplicado al territorio aragonés, con clara dimensión comparativa, y como investigación sobre los problemas históricos generales más característicos de la Historiografía española y europea actual.

Esta impresión general no es sino el reflejo de que la Historia Contemporánea en Aragón se ha desarrollado siguiendo las mismas pautas de comportamiento de la historiografía en España, caracterizada por un notable crecimiento en este período y «por los esfuerzos de renovación que despliega desde los años ochenta»; la situación de la historiografía contemporánea española hoy, y su inmediato futuro «proceden de los sustanciales y positivos cambios producidos desde comienzos de los ochenta, así como del ingente trabajo desplegado y acumulado en los últimos quince años» (Forcadell, 1997).

El contraste sobre lo que podíamos decir refiriéndonos a la situación a comienzos de los ochenta y la situación actual es muy acusado, pues, sin llegar a una injustificada autocomplacencia se impone el reconocimiento de importantes factores de crecimiento y de cambio, los mismos que median, para la Historiografía española general, entre el balance que se podía efectuar en el X Coloquio de Pau (1980), y en el, décimo también de los organizados ya en el seno de la Universidad española por Tuñón de Lara (1993), dedicado a valorar la «Historiografía Contemporánea de España, 1980-1992», en el que una de las ponencias (Fernández Clemente, Forcadell) se ocupaba de la «Historiografía de las regiones y autonomías».

Las últimas décadas han constatado un extraordinario auge en los estudios e investigaciones de historia económica en España, y sus practicantes han sido los primeros en desmontar viejos paradigmas de una historia nacional llena de fracasos, excepcionalidades, culpas y desastres, mostrando a la vez los positivos efectos que para la comprensión e interpretación históricas supone pensar en largos plazos temporales. Para Aragón disponemos ya de una rigurosa cuantificación y una excelente interpretación de la evolución del sector agrario, y de sus principales componentes (población activa, rendimientos, cambio técnico, producción agrícola, ganadera, forestal...), entre 1850 y 1935 (Pinilla, 1995), de nuevas investigaciones y explicaciones razonadas sobre el proceso de industrialización regional (Germán, 1990), así como de un mejor conocimiento de la demografía en el primer tercio del siglo XX, el sector eléctrico, la banca regional, las características y efectos de la crisis agraria finisecular, la emigración... incluso de síntesis sobre los avances de la historia económica en Aragón (Fernández Clemente, 1991).

Otra característica genérica de la Historiografía contemporánea española reciente ha sido el surgimiento y desarrollo de una nueva historia social, de una historia social no desprendida de la política y de las relaciones de poder, con la intención y el propósito de dotar de «rostro humano» a los colectivos y a los agentes sociales. A la reconstrucción de las magnitudes y de la evolución histórica de las principales variables del sector agrario aragonés, tarea previa y necesaria dado el alto grado de especialización agropecuaria de la economía regional hasta fechas recientes, ha seguido la investigación y el estudio de unas «relaciones sociales agrarias», que han sido en Aragón unas relaciones sociales predominantes, principales mediadoras entre las bases económicas de la sociedad y el comportamiento político y cultural de sus miembros. Aragón ha sido un territorio de labradores y campesinos articulado básicamente sobre unas comunidades rurales compuestas mayoritariamente por un pequeño e ínfimo campesinado propietario, diversamente asociado con la mayor o gran propiedad (Forcadell, 1995).

Éste ha sido y va a seguir siendo un terreno especialmente fértil para la investigación contemporaneista en Aragón, con temas e interpretaciones que comparecen habitualmente en congresos, revistas y publicaciones de ámbito general. Se han estudiado en profundidad y a largo plazo los mercados de la tierra y del crédito en las Cinco Villas (1850-1930) observando como repercuten en ellos las concretas relaciones de poder (A. Sabio, 1996); otra comarca aragonesa privilegiada en punto al conocimiento de su historia profunda es el Campo de Cariñena, en la que se han estudiado minuciosamente las transformaciones agrarias y el protagonismo económico y social de los campesinos viticultores entre 1860 y 1930 (A. Sabio, 1995).

Estos temas exigen una reducción de la escala espacial y una depurada metodología de historia local y, con toda seguridad, serán transitados para otras comarcas aragonesas en el inmediato futuro. También se han establecido las bases del conocimiento de cuestiones tan determinantes como la repercusión de la crisis agraria de finales del XIX en la economía y en la sociedad aragonesas, la incidencia en la estructura y en los procesos de diferenciación social de la privatización de los bienes comunales, el papel y la funcionalidad de los montes públicos (A. Sabio, 1997), etc.

Más reciente es el interés por conocer más pormenorizadamente e interpretar el complejo mundo del asociacionismo agrario en Aragón desde finales del siglo XIX, cuyo estudio ha comenzado para la provincia de Zaragoza entre 1890 y 1923 (G. Sanz, 1996): los propietarios organizan sus intereses en asociaciones, aconfesionales —Asociación de Labradores de Zaragoza— o católico sociales, estableciendo unas concretas redes de poder y de control social con vocación integradora. La investigación reciente en historia contemporánea se ha orientado, pues, hacia problemas que, si no son exclusivos de la sociedad aragonesa, sí que son marcadamente característicos de la misma, concediendo protagonismo historiográfico lo que tuvo realmente (preocupaciones, acciones, ideas...) protagonismo histórico en su época. La persona y la obra de Costa van quedando mejor perfiladas en estos últimos años (Fernández Clemente, 1981), habiendo constituido la antología de textos de A. Ortí (1996) uno de los mejores resultados de la celebración del 150 aniversario de su nacimiento.

Menor atención se ha prestado a los estudios sobre historia urbana, aunque se hayan elaborado buenas investigaciones, siempre para el caso de Zaragoza, sobre la configuración del espacio burgués que significó la calle Alfonso a mediados del XIX (N. Torguet, 1987) o sobre el urbanismo zaragozano en el Sexenio Democrático (D. Buesa), y se disponga de alguna síntesis menor sobre el momento crucial del cambio urbano —1900-1930— en la capital aragonesa (E. Fernández, C. Forcadell, 1992), algunos de cuyos aspectos son tratados parcialmente en otras investigaciones de historia social y política centradas en este período. La Historiografía sobre nuestro siglo XIX no ha alcanzado sobre la debatida cuestión de la «transición del Antiguo Régimen», o de la «revolución liberal burguesa», la densidad y pluralidad de enfoques (económico, político, ideológico...) que caracteriza a la historia contemporánea en otros territorios vecinos (Cataluña, Valencia...); el mejor relato sobre la disolución del régimen señorial en Aragón permanece sin publicar (C. Franco de Espés, 1984) y disponemos de un buen análisis prosopográfico de los diputados aragoneses entre 1868 y 1874 (G. Martínez de Espronceda). Bien por el contrario, se ha renovado con éxito en el estudio del carlismo y del funcionamiento político del sistema de la Restauración. P. Rújula (1995, 1997) ha aplicado a la comprensión del carlismo en Aragón las perspectivas que han venido desarrollándose con gran empuje en la historiografía española desde los años ochenta, incorporándolo con ello al debate historiográfico general. C. Frías (1992) ha participado de la importante, y todavía activa, revisión historiográfica que en los últimos años se ha llevado a cabo sobre elecciones, partidos políticos y el comportamiento político de las elites y de los ciudadanos en la Restauración canovista (1875-1898) con sus investigaciones y publicaciones sobre Huesca, la provincia aragonesa mejor estudiada y conocida hasta hoy para este período. La edición revisada (1985) del libro de J. A. Biescas sobre El proceso de industrialización en la región aragonesa. 1900-1920 continua siendo la mejor presentación de un análisis económico regional para los cambios y transformaciones de las primeras décadas del siglo XX, también ha sido abordado el análisis de la conflictividad social y del potente sindicalismo zaragozano entre 1916 y 1923 (L. Vicente, 1993), así como el estudio de los principales medios de una prensa zaragozana que comenzaba a ser de masas (L. Alvar, 1996). Para este período es la ciudad de Zaragoza la que ha concentrado la mayor parte de la investigación, como es el caso del análisis histórico social que propone la tesis doctoral de I. Bueno (1995) sobre Burguesía y clases medias en la ciudad de Zaragoza en el período de entreguerras 1918-1936. En general, y para el primer tercio del siglo XX, la principal novedad se encuentra en los bien informados cuatro volúmenes con los que E. Fernández (1997 ss.) intenta un ejercicio de «historia total» sobre los tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera en Aragón.

Los panoramas generales sobre el Aragón republicano han sido profundizados, siempre para el escenario zaragozano, por la publicación de las investigaciones de E. Montañés (1989) sobre la cultura y la política cenetista en los años treinta y de M. Ardid (1996) sobre la estructura de clases y la política municipal en la Zaragoza republicana. En los últimos diez años, la práctica de una historia social renovada, tan exigente teórica y metodológicamente como receptiva de las principales corrientes historiográficas europeas, y que refleja a la vez el creciente interés por el siglo XX y por temas de historia reciente, debe mucho a las investigaciones propias y dirigidas de J. Casanova, quien inició planteamientos historiográficos normalizados sobre la guerra civil en Aragón (1985), describiendo y evaluando en sus justos términos un tema tan controvertido como el de las colectividades agrarias en el Aragón republicano. De un sólido programa de investigación se derivan obras colectivas posteriores sobre la represión franquista en Aragón (Casanova, Cenarro, Cifuentes, Maluenda, Salomón, 1992), sobre los orígenes del franquismo en la provincia de Zaragoza (Cifuentes, Maluenda, 1995), análisis integrados sobre el franquismo en Aragón (Cenarro, 1997), y otras investigaciones en distinto grado de elaboración y pendientes de publicación; Con ello, y con las aportaciones de M. A. Ruiz Carnicer (1997) a la historiografía general de los procesos socializadores del franquismo en la juventud, con otras investigaciones sobre la Sección Femenina (I. Blasco) y sobre la resistencia del maquis (M. Yusta, 1999) —que entran ya, decididamente, en la utilización de técnicas y métodos de historia oral—, se puede afirmar que la historia contemporánea aragonesa sobre la guerra civil y el primer franquismo, inexistente hace veinte años, ocupa hoy un lugar destacado en la historiografía española. También ocupan los contemporaneistas aragoneses un lugar preferente en un territorio tan actual como es el de los temas de Historia de la Historiografía, para los que las obras —suscitadas por el profesor que más y mejor ha enseñado a pensar históricamente a varias generaciones de historiadores aragoneses, J. J. Carreras—, de G. Pasamar (1991) e I. Peiró (1996) son de obligada referencia.

Otras tendencias generales, como la atención a las biografías, no se han desarrollado tanto aunque ya comience a haber alguna muestra eficaz, como la publicada sobre J. Maurín (A. Bonsón, 1995), así como una cierta acogida editorial del memorialismo personal (S. Agudo, 1992, M. Constante, 1995, etc.).

Ha sido por la historia local y por la multiplicación y reducción de la escala espacial por donde más ha crecido cuantitativamente la Historiografía contemporánea española, y el contemporaneismo en Aragón ha recorrido el mismo camino, y también más por razones de método que por tentaciones historicistas. La mayor parte de la producción historiográfica seleccionada ha sido elaborada sobre marcos espaciales reducidos: localidad, ciudad, comarca... La tendencia a practicar una historia local más exigente, depurada metodológicamente, es también visible en la Historia Contemporánea en Aragón. Hoy parece normal que, a la hora de presentar el primer número de una revista de temas locales, como puede ser El Ruejo (Daroca, 1995) se escriba sobre la necesidad de «mantener el diálogo entre el material empírico y las categorías de conocimiento», o de que las hipótesis y las interpretaciones han de tener validez «más allá de los torreones de la ciudad». En los volúmenes publicados para el Bajo Aragón en el siglo XIX (1995) y en el siglo XX (1997), en los propósitos del I Congreso de Historia Local Aragonesa (Mas de las Matas, 1997), o en las más recientes historias locales, como es el caso de la de Borja (H. Lafoz, P. Rújula 1995), o la de Samper de Calanda (A. Sabio 1997), encontramos las mejores muestras de unas historias locales que demandan los pueblos, financian los ayuntamientos y escriben los profesionales. La progresiva profesionalización de la investigación y la escritura de la historia resulta bien patente si se observa que toda la Historiografía reciente citada hasta aquí es una producción académica y universitaria. De ella se puede afirmar que, por lo general, elude el peligro del tradicional positivismo limitado a la recopilación de datos, así como el de un historicismo, metodológicamente obsoleto, proyectado sobre una concepción esencialista o patriótica de Aragón manifestándose inmune a los peligros con que el regionalismo o nacionalismo políticos acostumbran a deformar y a mitificar el conocimiento histórico. Los encuentros, promovidos desde el I.C.E. entre 1985 y 1995 sobre Metodología de la investigación científica sobre fuentes aragonesas ofrecen un amplio y útil repertorio sobre la utilización de fuentes históricas muy diversas: registros parroquiales y civiles, censos municipales, censos de población, catastros, amillaramientos, protocolos, prensa, censos electorales, precios y salarios, haciendas municipales, señoríos, represión política, montes públicos, documentación judicial, urbanismo... Por el contrario, y al igual que en historiografía española, no existen síntesis generales, o de síntesis de medio alcance que faciliten la transmisión de los avances recientes en el conocimiento histórico regional. Para Aragón la síntesis más reciente fue la recogida en fascículos semanales por Heraldo de Aragón bajo el título de Historia Contemporánea de Aragón. Dos siglos cruciales (1993), que tuvo la fortuna de alcanzar a unos 100.000 lectores.

No existe en Aragón alguna revista de historia que permita canalizar periódicamente la investigación ni la alta divulgación de los temas estudiados, lo cual tiene bastante que ver con la estrechez del mercado editorial regional. La iniciativa editorial privada es hoy más débil que hace veinte años y tampoco el Gobierno de Aragón acaba de tener definida con rigor una política cultural de ediciones y de financiación de las investigaciones. Más meritoria es la función de los centros de estudios locales (Borja, Tarazona, Daroca, Monzón, Barbastro, Mas de las Matas, Alcañiz, etc.), articulados con unas Diputaciones Provinciales que son las que suministran el principal apoyo a las publicaciones históricas, siendo de destacar la labor editorial de la Institución «Fernando el Católico». La de la historia contemporánea en los últimos quince años ha sido, pues, una buena cosecha, de la que las voces recogidas en este apéndice sólo pueden ser una muy pequeña muestra, aunque se percibe un cierto desajuste entre la oferta del conocimiento histórico reciente y las demandas de la sociedad y del sistema educativo, una cosecha que, para asegurarla en el futuro, precisa que no se regateen a la baja las dotaciones de recursos económicos y humanos de las enseñanzas, medias y universitarias, transferidas, así como las de la investigación en general.

• Bibliog.: Alvar, L.: La prensa de masas en Zaragoza. Profesionalización y desarrollo empresarial 1910-1936; Z., 1996. Ardid, M.: Propiedad inmobiliaria y actuación municipal en la Zaragoza de la Segunda República; Z., 1996. Bonsón, A.: Joaquín Maurín (1896-1973). El impulso moral de hacer política; H., 1995. Buesa, D.: Zaragoza 1868-1874: urbanismo y sociedad; Tesis Doctoral, 1991. Casanova, J.: Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa (1936-38); Madrid, 1985. Casanova, J.; Cenarro, A.; Cifuentes, J.; Maluenda, P., y Salomón, P.: El pasado oculto. Violencia y fascismo en Aragón (1936-39); Madrid, Siglo XXI, 1992. Cenarro, A.: Cruzados y camisas azules. Orígenes del franquismo en Aragón 1936-1945; Z. 1997. Cifuentes, J., y Maluenda, P.: El asalto a la república. Los orígenes del franquismo en Zaragoza (1936-39); Z., 1995. Fernández Clemente, Eloy: Aragón contemporáneo; Siglo XXI, Madrid, 1975. 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Fuentes