Monarquía medieval

Monarquía medieval
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Monarquía medieval (Hist. Med.). Dividimos su estudio en tres apartados: la dinastía pamplonesa; la casa de Barcelona, primera época (hasta 1327); y la segunda época de la misma, con la casa de Trastámara.

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Dividimos su estudio en tres apartados: la dinastía pamplonesa; la casa de Barcelona, primera época (hasta 1327); y la segunda época de la misma, con la casa de Trastámara.

—La dinastía pamplonesa: Aragón había surgido como núcleo independiente de la resistencia a la invasión musulmana. Hasta el siglo X constituía un condado autónomo, que se formó inicialmente gracias al apoyo de los francos. Finalmente fue incorporado al reino de Pamplona tras el matrimonio de Andregoto Galíndez, hija del conde Galindo Aznar II, con el rey García Sánchez I (925-970), pero conservando Aragón su personalidad y su organización propias. La unión fue breve, y de ella salió el territorio aragonés regido por la «dinastía pamplonesa», que muy pronto lo convirtió en reino.

El punto de partida fue el testamento de Sancho Garcés III el Mayor (1035), el cual, contra lo que frecuentemente se ha creído, no supuso ya esa conversión inmediata. Ello fue el resultado de un delicado proceso a lo largo del gobierno de Ramiro I y Sancho Ramírez. Ramiro era el primogénito de Sancho el Mayor, aunque hijo natural. No podía heredar el título patrimonial de Navarra, por lo que su padre le asignó los territorios aragoneses para que los gobernara bajo la soberanía de Navarra, situación que conservó a la muerte de su padre, jurando fidelidad a su hermanastro García. La preocupación de Ramiro I (1035- 1063) y su hijo Sancho Ramírez (1063-1094) consistió en evadir la dependencia que lo sujetaba a Pamplona, aunque con la necesaria ductilidad para no incurrir en traición. Por eso no usan abiertamente el título de rey, sino otros similares («quasi pro rege», en «bailía de Dios», etc.). Para obviar estas dificultades —y acaso otras derivadas del imperialismo castellano—, Sancho Ramírez optó por hacerse vasallo de Roma y pagarle un censo, a cambio de la protección pontificia al reino y a la dinastía (1089). El vasallaje fue renovado después por Pedro I (1095) y Pedro II (1204), pero será enérgicamente rechazado por los monarcas posteriores, más celosos de sus prerrogativas soberanas.

La dinastía pamplonesa afirmaba así su realeza sobre Aragón, gracias a la tutela de los romanos pontífices, quienes tanto en 1095 como en 1204 les otorgaron amplios privilegios y los eximieron de la jurisdicción de los obispos y legados, colocándolos bajo la autoridad directa del Papa. Después de Pedro I (1094) reinaron su hermano Alfonso I el Batallador (1104-1134) y Ramiro II de Aragón (1134-1137), tras el cual se introdujo en Aragón la «casa catalana».

La dinastía pamplonesa sentó las bases de la institución monárquica, núcleo esencial del Estado aragonés con el que, sin embargo, no conviene identificarla, ya que el Derecho de la época distingue perfectamente entre el rex y el regnum, formado, según José María Ramos y Loscertales, por la tierra, los hombres y el honor regalis. Las relaciones entre el rey y cada uno de esos tres elementos no son homogéneas: es señor del territorio, dueño del honor regalis y princeps o señor personal de los hombres. Pero por encima de eso, el rey tiene la regia potestas, que supone una autoridad superior a la puramente señorial, dimanante de unos fines públicos inherentes a la función real, y la subsiguiente posibilidad de disponer de los hombres en su condición de «vasallos naturales» y de las tierras para el cumplimiento de esos fines. Todo ello, no según su real arbitrio, sino de acuerdo con el «derecho de la tierra» y la costumbre: «un fundamento jurídico normativo y una tradición jurídica limitada y encauzada por aquél o por el pacto basado en aquél» (Ramos Loscertales).

Estos usos y costumbres establecían los deberes esenciales de la monarquía, que eran, a la vez, el fundamento de sus poderes supremos: la defensa de la paz y el orden en la tierra y entre sus hombres —que suponía la obligación de mantenerlos en «la honra» que a cada cual correspondía—, y la defensa de la integridad territorial. De ahí que el rey sea el jefe nato del ejército y de la administración de justicia. Para ello se encuentra asistido no sólo de sus funcionarios, sino también de sus nobles o «barones», obligados a servirle y aconsejarle a través de la Curia Regia.

Los intereses generales que el rey representaba podían entrar en conflicto con los de determinados sectores del pueblo, privilegiados o no. Los mismos usos y costumbres ofrecían la única salida legal a ese conflicto: el pacto, que caracteriza ya a la primera monarquía aragonesa y que se desarrollará ampliamente en la etapa siguiente.

Eso no disminuye la importancia capital de la figura del rey, que se considera inviolable y rodeada de una paz especial que incrementaba la gravedad de los delitos contra su persona. No obstante, careció aún en esta época de sede fija, y una especial modestia caracterizaba a cuanto le rodeaba: ornato personal, edificios y servidores. Éstos alternaban aún el servicio al rey con las funciones públicas.

La sucesión está vinculada al primogénito varón, reconociendo a la mujer únicamente la facultad de transmitir la realeza, no la de ejercerla. La transmisión se hace por un acto de donación del antecesor, aunque se precisa la aquiescencia de los barones y luego también las de las ciudades, así como el reconocimiento del deber de respetar los usos y costumbres del reino. El primogénito debe recibir íntegramente el reino patrimonial, pero pueden crearse otros reinos con las conquistas realizadas y no integradas en aquél.

—La casa de Barcelona. Primera época (1162-1327): La accidentada sucesión de Alfonso el Batallador dio pie a la introducción en Aragón de la casa condal de Barcelona, al contraer matrimonio Ramón Berenguer IV con Petronila, hija de Ramiro II de Aragón el Monje, y heredar todos los derechos el hijo de ambos Alfonso II (1162-1196), primer rey de la nueva dinastía. Ésta poseerá en adelante el dominio de las tierras catalanas y aragonesas núcleo inicial de la «Corona de Aragón». Dividimos su estudio en dos épocas, correspondientes a la Plena y Baja Edad Media, en la que la dinastía condal se extingue, ocupando su lugar los Trastámara castellanos.

En la primera época se sitúan los importantes reinados de Alfonso II, Pedro II (1196-1213), Jaime I (1213-1276), Pedro III (1276-1285), Alfonso III (1285-1291) y Jaime II (1291-1327). Tres cuestiones fundamentales afectan a la institución monárquica en este período: la afirmación de la soberanía exterior, la consolidación de sus poderes internos y la dirección de la política del reino.

La reivindicación de la soberanía exterior debía hacerse no sólo frente al papado, al que se venía prestando vasallaje, sino también frente a los reyes castellano-leoneses, a causa de anteriores reconocimientos de superioridad, el último hecho por Ramón Berenguer IV a Alfonso VII de Castilla y León. En este último caso el éxito fue temprano y absoluto: la «España de los cinco reinos», en frase de Menéndez Pidal, se consolidaba tras la muerte de Alfonso VII sobre bases de igualdad. En 1177, Alfonso II fue absuelto por el rey de Castilla de cualquier dependencia anteriormente contraída, en pago por la ayuda del aragonés en la toma de Cuenca. Más ardua fue la lucha para sustraerse al vasallaje a la Santa Sede, sobre todo después de que en 1204 fuese renovado por Pedro II a cambio, entre otras cosas, de ser solemnemente ungido y coronado, en un acto de difícil comprensión y que fue unánimemente rechazado por el reino y por los sucesores de Pedro II, que usarán precisamente la coronación para expresar ese rechazo. Frente a las pretensiones pontificias, los reyes aragoneses esgrimirán, como único título legítimo de su soberanía, el derecho de conquista.

Más compleja se presentaba la situación interior, donde el intento monárquico de institucionalizar y ensanchar sus poderes topaba con las fuerzas sociales del reino. Tenía el monarca a su favor el apoyo del Derecho romano, cada vez más divulgado por todo Occidente, que preconizaba el poder absoluto de los reyes, una vez que éstos se sentían en sus reinos respectivos «pares» o iguales al emperador. Por el contrario, los estamentos defendían no sólo la obligación del rey a respetar sus fueros locales y personales, sino también el derecho propio a participar en la toma de decisiones fundamentales para el reino.

Los primeros choques se produjeron ya en época de Jaime I, al preparar éste una expedición a Murcia, en ayuda del rey de Castilla y presentar a los aragoneses los hechos consumados. Pero fue en 1283, al emprender Pedro III de forma sigilosa la conquista de Sicilia cuando se llegó al enfrentamiento total. Los aragoneses se veían mezclados en una empresa en la que no estaban interesados, que ponía en peligro la integridad del reino, atacado por los franceses desde Navarra y puesto en entredicho por el papa: se constituyeron en «Unión» asumiendo la representación del «reino» y poniendo a la monarquía, extremadamente comprometida en ese momento en la lucha contra los franceses, en la necesidad de jurar un documento, el llamado «Privilegio General», considerado la «Carta Magna» de los aragoneses, que sentaba sobre bases jurídicas el pactismo aragonés.

El juramento de dicho privilegio, que incluía el reconocimiento por el rey de todos los fueros, usos y privilegios del reino, fue exigido a partir de entonces a todos los monarcas al iniciar su reinado («Juramento de la coronación»), como condición previa para ejercer actos de jurisdicción. De esta forma cobró carta de naturaleza en el reino lo que había sido una concesión forzada, y los reyes no pudieron dejar de cumplirla, aunque obtuvieron la abolición de algunas concesiones extremas, como el «Privilegio de la Unión» y la suavización de otras, gracias sobre todo a la maestría legalística de Jaime II, que consiguió en 1325 una revisión del Privilegio General.

Como se ha dicho, los reyes de Aragón aspiraron a dirigir personalmente la política del reino, aunque desde 1283 debieron compartir esa responsabilidad, por imperativo constitucional, con los estamentos a través de las Cortes. En adelante, tal vez el rasgo más destacable sea el desfase entre el interés del rey y el del reino, que se nota tras la unión de Aragón y Cataluña, consecuencia de la mayor identificación con esta última de la mayoría de los monarcas de la casa condal. Ese desfase se manifestó especialmente a la hora de repartir las tierras reconquistadas. El gran disgusto de los aragoneses se debió a la no incorporacion al reino de las tierras valencianas, que ellos, sobre todo los nobles, consideraban conquista «suya», como Mallorca había sido de los catalanes. De ahí también la oposición a la empresa siciliana que, aun respondiendo a intereses y a apoyos financieros primordialmente catalanes, constituía una empresa de la Corona, en virtud de lo cual hubo una no despreciable participación aragonesa, aunque en este país la actitud generalizada fue la de oposición.

—La casa de Barcelona. Segunda época. La dinastía Trastámara: Durante la Baja Edad Media, la monarquía aragonesa se vio regida por dos dinastías: la catalana, que perduró hasta 1410, y la de los Trastámara castellanos, introducida en 1412.

En la primera parte, pues, se sucedieron Alfonso IV el Benigno (1327-1336), Pedro IV el Ceremonioso (1337-1387), Juan I el Cazador (1387-1395) y Martín I el Humano (1395-1410). A continuación se produjo un interregno de dos años largos (de 31-V-1410 al 28-VI-1412), que concluyó con la sentencia arbitral de los compromisarios de Caspe, quienes se pronunciaron a favor de los derechos de Fernando de Antequera, el cual inauguraba la Casa de Trastámara en Aragón. A Fernando I (1412-1416) le sucedieron sus dos hijos, Alfonso V el Magnánimo (1416-1458) y Juan II (1458-1479), que había sido antes rey de Navarra. El último rey medieval, y además el último privativo de la Corona de Aragón, fue Fernando II el Católico (1479-1516) que, al casar con la heredera de Castilla, Isabel, propició la unidad española a través de la unión de las dos coronas.

Durante toda la Baja Edad Media parecen ya resueltas las viejas reivindicaciones de soberanía o, si se quiere, de la plenitudo potestatis, que nadie de fuera del reino —papas, emperadores u otros reyes— se atreve ya a discutir al rey. No ocurre otro tanto dentro del reino, donde los estamentos aspiran a ejercer de hecho las atribuciones de poder que les concede el Privilegio General y otros fueros que sentaron los fundamentos pactistas de la monarquía. Por el contrario, los soberanos, arropados cada vez más con los principios del derecho romano, que les atribuyen en exclusiva la facultad de legislar, amén de otras prerrogativas, y el prestigio que les da el haberse convertido en protagonistas del desarrollo del Estado —mientras que los estamentos se habían refugiado en un «ideario conservador» y defensivo—, muestran su inequívoca aspiración a ejercer un poder absoluto, sobre todo a partir de los Trastámaras.

Surgen así dos interpretaciones del poder real, la contractual y la autoritaria. La primera, aunque encuentre eco en tratadistas de la corona, como Eximenis y Belluga, se apoyará ante todo en la tradición foral aragonesa y en los momentos difíciles se llegará a un estado de exacerbación en el que alcanza su máxima expresión el mito de los Fueros de Sobrarbe. El «mito de los Fueros» surgió sólo para contrarrestar el «mito del rey» que lenta pero firmemente estaba promoviendo la monarquía. Consistía en la exaltación de la imagen del rey a fin de conseguir un mayor nivel de acatamiento y aceptación de sus poderes por parte de los súbditos. Componían esa imagen una serie de cualidades y atributos morales, como los de rey pacificador y justiciero; ciertos ritos, como la unción, que hacían del rey una persona sagrada, y un complejo ceremonial de corte, tendente a distanciar al soberano de sus súbditos. En todo ello sobresalió Pedro IV, autor de unas conocidas Ordinationes de la corte. El rey aparecía así a los ojos de su gente como «algo más que un alto funcionario» (M. Bloch).

La lucha planteada entre las dos concepciones del poder monárquico se resolvió de hecho en el plano de las realidades. Digamos de antemano que la vocación mediterránea —y más específicamente italiana— de los reyes aragoneses, iniciada por la casa condal y proseguida fervorosamente por los Trastámara distanció aún más a la monarquía del reino de Aragón, propiciando el desarrollo de ciertas instituciones, ya representativas del propio monarca como las lugartenencias, ya relativas a la administración del reino como la gobernación, generalmente vinculada al primogénito. La monarquía contó, además, con un funcionariado creciente y técnicamente progresivo, que permitió extender la influencia real al menos en las ciudades, ya que los señoríos pudieron consolidar privilegios y exenciones.

La tradición autoritaria castellana se hizo sentir con los Trastámaras, que representaban en Aragón la cima de dicha tendencia. Dueños de un aparato estatal cada vez más complejo y de unas prerrogativas y facultades cada vez menos contestables, a causa de la creciente gravedad de los delitos a la persona del rey —que era a la vez juez y parte—, los reyes aragoneses fueron minando toda posibilidad de resistencia a su autoritarismo. Y aunque externamente se mostraron respetuosos con las instituciones, pudieron vaciarlas de contenido, planteando sus exigencias a otros niveles.

Los Trastámaras, a pesar de su distanciamiento personal del reino, sobre todo bajo Alfonso V, que vivió casi siempre en Italia, volvieron a reconciliarse en cierto modo con la voluntad y los intereses aragoneses, lo que le permitió contar con un partido fuerte, en el que figuraban importantes sectores de la nobleza del clero y de las ciudades, especialmente entre la alta burguesía de mercaderes, muchos de ascendencia judía. Este grupo era defensor incondicional de cualquier tipo de peticiones reales, sobre todo las de ayuda económica, y condujo a duros enfrentamientos con la otra tendencia, menos predispuesta hacia el monarca. Estos enfrentamientos solían producirse en las Cortes, como ocurrió en las de 1451, donde, según señala Zurita, unos y otros esgrimieron y enfrentaron, como bandera de su propia causa, los intereses del rey y del reino, respectivamente.

Bibliografía

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Fuentes