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Retrato de un museo feliz.
Sin dudas impresiona la belleza del museo de San Cristóbal sin apenas haber puesto un pie en sus salas. Ocupa de manera tan imponente una de las esquinas de este municipio artemiseño, que uno no puede menos que detenerse a lo lejos y ver, por unos minutos, como reina frescamente en medio de tantos inmuebles y construcciones de nuevo tipo.
Pero no solo es figura este museo, orgullo de los locales y, ¿por qué no?, de mucho mas allá y mucho mas acá, sino también corazón. Mucho corazón, reabierto al público el 18 de mayo de 2008, después de una reparación capital que llevó tiempo prolongado, esfuerzos y recursos.
Paredes amarillas, puertas azules, puntales altos, seis salas permanentes y una transitoria, patio interior que acoge tertulias encuentros, proyectos para el mejoramiento humano, descargas, citas con la cultura…, es una parte de lo que encuentra el recién llegado dentro del magnífico cuerpo de de este museo, donde cada objeto habla, desempolva una historia, invita a querer y respetar ese espacio de la geografía cubana llamado San Cristóbal.
Por un lado destacan varios muebles, propiedad de la familia Álvarez Mendizábal, contribuyentes al desarrollo de la zona en la etapa colonial, por acá resplandecen esculturas de bronce, en otro sitio los nombres y lauros de figuras emblemáticas del deporte cubano como el ciclista Pedro Pablo Pérez hijo de esta localidad, y se hace memoria imprescindible del poder histórico azucarero de esta región
Pero si algún nombre sirve para elevar la poesía de este museo, ese sin dudas, es el de la escultora Jilma Madera, definitivamente ubicada en la historia de la cultura cubana por una obra cumbre, admiración de todo capitalino y todo habitante de la ínsula mayor: el Cristo de la Bahía de La Habana, hermosa y compleja aventura que unas fotos del museo detallan y refrescan en la memoria del visitante.