El menú del porteño en tiempos de la independencia (Argentina)

El menú del porteño en tiempos de la independencia argentina
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Concepto:Gastronomía de Argentina

La gastronomía porteña en tiempos de la independencia argentina (años 1810) tiene la esencia de los inmigrantes que poblaron Buenos Aires en el siglo XIX y enriquecieron el menú criollo con recetas de España, Italia, Alemania. Luego, se sumó la riquísima cocina andina de los países limítrofes. Algunos de sus polos gastronómicos eran Palermo, Puerto Madero, Recoleta y San Telmo.[1]

Historia

Los europeos en general, aunque de manera preponderante los británicos, fueron los que aportaron los testimonios más objetivos acerca de los hábitos y costumbres de los porteños (habitantes de la ciudad de Buenos Aires) de esa época. Revelan un pleno conocimiento de su identidad y su contexto, teniendo la virtud de transmitirlo con reconocida honestidad, fidelidad, y, sin excluir a veces, veladas críticas en las que señalaban los elementos contrastes de ambas culturas.[2]

El comedor

Hasta los primeros años del siglo XIX era simplemente una pieza completamente desprovista de todo adorno y de todo cuanto pudiera llamarse confort. Ello no impedía recibir al que llegaba a la hora de almorzar o cenar, con la afable hospitalidad, condición tan peculiar de los países americanos y, sin ruborizarse por falta de moblaje; ya que todos los de su época, eran iguales. Tal orientación era general, pues aún en familias en extremo pudientes, se preocupaban muy poco del adorno y arreglo de tales recintos.[3] Era un tiempo donde prevalecía la sobriedad y la sencillez.[4]

En los años 1820 dio comienzo su transformación, ya que, progresivamente, fue derivando en un ambiente de gran relevancia, haciendo también las veces de sala de recibo.[5]

Volviendo a los años de referencia, el lugar, era por lo general, un ambiente espacioso y lo parecía tanto más, por lo despoblado que se encontraba. En el centro, había una mesa de pino larga y angosta, pintada sí o no. En lugar de sillas, un par de bancos también de pino, colocados a los costados y una silla en cada extremo; una de los cuales, se cedía siempre, si lo hubiera, al huésped o invitado. La mesa era cubierta por un mantel de algodón (que algunos sostenían debía estar manchado de vino para que se conociese que era mantel, esta no contenía ni panera, salseras o ensaladeras, ni ningún otro utensilio, de los que se hicieron visibles años después en las mesas de los centros urbanos. El vino (carlón, casi siempre), se ponía en una botella negra, y se tomaba en vaso, porque en esa época, nadie tomaba vino en copa; una jarra con agua, y eso era todo.[4]

En las casas menos acomodadas, pero no tan absolutamente pobres que no pudiesen tener más, sino porque era costumbre, se servía el vino para todos en un solo vaso, o, en dos, cuanto más, recipiente que pasaba de mano en mano, y, por consiguiente, de boca en boca de los presentes.[4]

Mientras se comía, lo que durante muchos años se hacía a las dos de la tarde, la puerta de calle permanecía cerrada, con la particularidad que estaba abierta todo lo restante del día, y hasta muy tarde en la noche.[6]

El mate

A principios del siglo XIX, el desayuno general era el mate cocido en taza o con bombilla, acompañándose a veces de un buen churrasco.

Tomás Hoog, en sus cartas a Reino Unido, cuenta sus peculiares impresiones acerca del uso del mate:

Una curiosidad propia de este país, es el té paraguayo que se bebe chupándolo por medio de un cañito de metal, de unas ocho pulgadas de largo: el líquido se pone en tazas de madera o en unas calabazas ahuecadas abiertas, de un diámetro no mucho mayor de una libra. La gente pudiente considera elegante adornar estas tazas con plata y oro, y, colocarles tres pies del mismo metal, he visto unas muy bonitas y artísticas. Es costumbre tomar esta bebida caliente, como el té, cuatro veces diarias: a la mañana, al mediodía, por la tarde y a la noche; pero la mayoría de las clases altas, solo toman chocolate por la mañana. Un solo recipiente se utiliza para todos los contertulios, es decir, es chupado por todas las bocas, inclusive la de los esclavos que se encargan de hacerlo. En muchas casas toman ese té, el cual se ha convertido en un vicio, como el de fumar, y al que se le atribuye tender a la obesidad.
Thomas Hoog
Cebar el mate tenía reglas, tales como la pulcritud, porque la bombilla debe ir limpia para el siguiente; y moderación, ya que era tácito no “gargarear”, de manera de evitar que los demás tomaran el mate lavado.
Ricardo Ciccerchia[7]

La difusión del mate, dio origen a un verso que se decía a los extranjeros, cuando eran reacios, o no conocían el uso general de este:

Toma mate, che, toma mate, che,
que en el Río de la Plata
no se estila el chocolate.[8]

Las comidas

Se almorzaba entre la una y media a dos de la tarde, se merendaba a las cinco y se cenaba a las nueve de la noche. En las mesas, se ponían en el centro uno o dos cántaros de plata del que se servían la bebida a los comensales. Los británicos introdujeron la costumbre de poner un vaso o copa en cada asiento, de cambiar platos, a cada entrada y de brindar al final.[8]

Las comidas de antaño comenzaban generalmente por la sopa de fideos, de arroz o de pan, a la que se agregaba uno o dos huevos cocidos por invitado. Seguíale el puchero, con chorizos, verdura y garbanzos, acompañado de una salsa cocida o cruda de tomates y cebolla; la carbonada, que en verano llevaba choclo, peras o duraznos; el quibebe que era zapallo machacado, al que a veces, se le agregaban papas, repollo y arroz; el sábalo de río, frito o guisado; las empanadas y pasteles de fuente, con carne o pichones; la humita en chala y el pastel de choclo; el asado de vaca a la parrilla; la pierna de cordero mechada; el pavo relleno, engordado en la huerta de la casa, que se mandaba asar en la panadería próxima (costumbre que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX).[4]

Eran también de consumo corriente las albóndigas de carne con arroz, el locro, las ensaladas de verdura, etc.

La verdura era escasa, pero abundaban el zapallo y la batata, los que, como la leche, provenían de las quintas próximas a la ciudad.

Las papas se traían de Estados Unidos, Francia, y más delante de Irlanda. Su uso se generalizó, incorporándose a nuestro menú, a partir de la predilección por parte de la colectividad británica que degustaban el “beef steak” (bife de ternera) con papas y té; infusión que los porteños, lo mencionaban despectivamente como de agua caliente y de “remedio”, pues durante muchos años, se vendía en las en las boticas.[4]

Otro de sus compatriotas refiere lo siguiente:

Los platos se servían en el siguiente orden: comidas del mate, a menudo en la cama; a las ocho o a las nueve, se sirve lo que llamaríamos nosotros el “breakfast”, que incluía un buen churrasco, el almuerzo era a las dos; entre las seis y las siete se tomaba mate, que suele ser seguido de una cena. La moda británica de almorzar a la una de la tarde y comer a las ocho o nueve de la noche, aún no imperaba en esos años en nuestro continente. Se bebía el vino en vasos grandes.
George-Thomas Love[9]
El menú constaba de tres o cuatro platos. Helo aquí: sopa de fideos, de pan y de fariña; puchero, desde el caldo limpio hasta la olla podrida. Asado de vaca, carnero, cordero, aves, matambre; la carne de ternera poco o nada se empleaba en la cocina del país. Guisos de carne, carbonadas, con zapallo, papas o choclos; picadillos con pasa de uva, albóndiga con ídem, zapallitos rellenos y estofado con ídem; niños envueltos, tortillas, guisos de porotos, lentejas, chícharos, etc.; ensaladas de chauchas con zapallitos, lechuga, verdolaga, papas, coliflor y remolacha; locro de trigo o de maíz, humita en grano o en chala; y algunos extraordinarios como carne con cuero, etc. Gorditos y petisos eran nuestros antepasados: el general San Martín pasaba por un hombre alto, pero solo medía 1,72 metros!
José A. Wilde [6]

El pan

El pan es caro: dos panes pequeños se venden a medio real. De acuerdo con la calidad de la harina, disminuyen de tamaño. El pan de la harina de Estados Unidos es el mejor. El trigo del país por alguna causa insólita, falta de cuidados o cosechas deficientes, no llega a satisfacer la demanda. En la tarea de moler el trigo se emplean mulas.[10]

La carne

Fue, y quizás siga siendo un componente básico en el menú de los argentinos. En aquellos años no era tan elogiada a causa de su abundancia, como lo fue con el paso del tiempo. Al respecto decía un británico:

La carne de vaca es buena pero inferior a la nuestra, y la manera que la preparan le confiere un sabor semejante al de carbón y leña, por cierto, bastante insípido. No les pasa por las mientes que puede usarse un espetón (asador) Mr. Booth, un británico dueño de un almacén, es celebrado por sus almuerzos al estilo británico. [...] La carne no se conserva en buen estado durante el verano, las reses deben ser carneadas el mismo día en que se consumen; en invierno se carnean la noche anterior. En Reino Unido se dejan pasar dos o tres días para que la carne se vuelva más tierna: aquí se emplea un procedimiento contrario ―según me dicen, pues como no he sido dueño de casa, no tengo experiencia de estas cosas―. La carne de cordero no es buena: se asegura que, en algunas estancias, las hay de mejor calidad, pero no he tenido la suerte de comprobar esta afirmación. Los criollos no aprecian esta clase de carne. Tan poco valían las ovejas, que se las mataba para usarlas como combustible en los hornos de ladrillo.
Además del Mercado principal, hay otros en diferentes partes de la ciudad; también se vende la carne en carros que se detienen en cercados y terrenos baldíos, constituyendo carnicerías ambulantes. Algunos años atrás decía Concolorcorvo: “La carne es de tanta abundancia que se lleva en cuartos a carretadas a la plaza, y si por accidente se resbala, como he visto yo, un cuarto entero, no se baja el carretero a recogerlo, aunque se le advierta, y auque por casualidad pase un mendigo, no la lleva a su casa para que no le cueste el trabajo de cargarlo”.
George-Thomas Love[9]

Los postres

Eran igualmente sencillos: la mazamorra, el arroz con leche, la yema quemada, las torrejas, los pasteles de dulce de leche o membrillo, la sidra callota, batata y zapallo, cuajada, natilla, bocadillos de papa o de batata, dulces de toda clase en invierno, y fruta de toda clase en verano.[4]

Algunos viajeros británicos, que indudablemente, han dejado las mejores memorias de esta época, afirman que la vida en Buenos Aires es más cara y menos cómoda que en Reino Unido.[11]

Bebidas usuales

Las clases populares urbanas eran adictas a la bebida, era una suerte de evasión el consumo de calorías baratas que ofrecía el mercado; y tal vez no fuera el único, de tal censurable tendencia. En promedio, se bebía diariamente cerca de un litro de vino del país por día y medio de aguardiente. Las tropas de mulas que transportaban tales productos, procedían de San Juan en barriles de vino fuerte, imitación del Madeira, muy claro, y con mucho aguardiente. Se estima que ingresaban en Buenos Aires cerca de 8000 barriles mensuales.

Beben el aguardiente en un vaso grande y convidan a los presentes ―este ritual se consumaba en las pulperías y almacenes―, pasando de mano en mano y repitiendo las “vueltas”, y, entre todos, devolviendo gentilezas hasta que la falta de dinero señalaba el fin de las libaciones. Los pulperos protegían su integridad y la del negocio con rejas para ponerse a cubierto de eventuales excesos de parroquianos “pasados de vueltas”.[12] ¡Ah!, se tomaba como una desatención, no beber siendo convidado.

Vinos de todas clases, Oporto y Madeira se venden a un peso la botella; el champagne cuesta un peso con cincuenta. Hay un vasto surtido de vinos franceses y españoles, el más corriente es el vino de Cataluña o, como se dice, vino carlón comprado a dos o tres reales la botella y que está muy lejos de ser desagradable.

La producción nacional es escasa: el vino de Mendoza es dulce, y sabe a nuestros vinos caseros. La cerveza es un lujo, el sabor que posee la embotellada no tiene la que tiene los barriles de Londres. La champaña, no figuraba entre sus preferencias, pero se bebía buen tinto español, el priorato, carlón, jerez y oporto. El del país era malo. Se llamaba “mistol” al mosto cocido diluido en agua.

Cuando un extranjero entra en una taberna (pulpería) donde hoy un gaucho, este le ofrece siempre un vaso de aguardiente, pero es mediante la persuasión, que el extranjero le aceptará dos. Si el gaucho no le hace esa demostración de cortesía, el extranjero puede estar seguro de que sospecha que posee una suma de dinero, y ese hombre feroz planea asesinarlo. En lo demás es muy hospitalario, nunca deja de ofrecer su mesa al extranjero; mientras tanto, éste debe estar prevenido sobre las demostraciones de bienvenida.
Jean Baptiste Douville[13]

Condiciones sanitarias

A través de una somera observación se advierte que los alimentos que se consumían durante los meses de verano, estaban expuestos a su alteración con el riesgo que implicaba la carencia de protección adecuada. Si a esto se agregan los comerciantes poco escrupulosos que vendían sus productos sin ninguna clase de precaución, que los preservara de descomposiciones microbianas, tenemos factores importantes que contribuyen a envenenar el organismo humano de toxinas que encuentran campo propicio en el intestino, y son causas del malestar general que sufre la población, la cual, recurre a drogas para su curación, sin buscar la verdadera causa que lo origina.

En el cabildo colonial, había un funcionario llamado “fiel ejecutor” que tenía a su cargo las funciones de controlar el estado de los alimentos, siendo proverbial su severidad cuando encontraba alimentos o frutas alteradas o verdes. Sin embargo, la ventaja comparativa respecto a nuestro presente, estaba dada en que los alimentos consumido entonces, eran frescos y naturales, carentes de los mecanismos a que son sometidos ahora en frigoríficos, en cuyo proceso, se pierden buena parte de sus nutrientes. Su inferior expectativa de vida, la causaban otras variables, fundamentalmente los excesos, tal como se desprende de sus copiosos condumios y, ciertamente las epidemias.

Los utensilios de mesa

Su carencia en tal sentido era notable en los centros urbanos, y se agudizaba en la campaña:

Un barril para depositar el agua, un cuerno para beberla, asaderas de palo para cocinar la carne, un recipiente para calentar el agua del mate y la cabeza en esqueleto de una vaca para sentarse.

Esa carencia fue reparada de forma paulatina fundamentalmente en los centros urbanos con la apertura del comercio libre en Buenos Aires establecido por el virrey Baltasar Cisneros a partir de 1809.

La comida del gaucho

Su alimento básico era la carne vacuna y, la de los animales silvestres que abundaban en la pampa, el pan para ellos era un lujo. Como no tenían hornos, se veían obligados a asar la carne en estacas clavadas en el suelo. Al respecto afirma un viajero británico:

Me agradaría que hiciesen lo mismo en Buenos Aires; comería yo la carne entonces con más apetito. [...]
El verdadero “roast-beef” es el que aderezan esos gauchos. En el medio urbano lleva una vida miserable, vive en un pobrísimo rancho. Come los restos del matadero, la limosna de la casa solariega. El trabajo es inútil, todos los oficios a su alcance están ocupados por los siervos. A menudo roba para poder comprar una mujer a los indios. Si el dinero no le alcanza, la compran entre varios. Las relaciones familiares así formadas. se llamaron aparcerías.

A pesar de tanta miseria, la situación alimentaria no parece haber sido seria, debido a la gran cantidad de carne disponible.

La siesta

Inmediatamente después de comer, se dormía la siesta, a ella se entregaba toda la población, si exceptuamos lo muchachos que daban ímprobo trabajo a sus madres para conseguir que durmiesen; y cuando obtenían éstas, que aquellos hicieran un simulacro, de siesta, apenas la madre se dormía, se escurrían e iban a hacer sus travesuras dentro y aún fuera de la casa, saltando las paredes del vecino y cayendo al huerto a robar fruta. Cuando la gente dormía, las puertas se cerraban y las calles quedaban desiertas, circunstancia probablemente, que indujo, según se cuenta al doctor Brown, a decir: "en las calles de Buenos Aires no se ven, en las horas de la siesta, sino los perros y los médicos.
Jorge A. Wilde[15]

La siesta era cuestión de muchas horas para algunos; y en aquellos tiempos, en que la vida era fácil para todos, y poco había que afanarse, no faltaba quien dijese: “Ayer me acosté a echar mi siestita, y dormí hasta la oración (17 horas) tomé mi mate, y volví a dormir hasta hoy, sol alto”.[6]

Se fumaba mucho

Fumar cigarros es muy general entre hombres, mujeres y niños ―excepción hecha de las señoras de buena familia― aunque no falta quien asegura que, en secreto, se permiten el lujo de un cigarro. En los hombres me agrada, y el placer que parecen experimentar fumando, me han hecho lamentar repetidas veces el no haber adquirido ese vicio. Se ven chicos de ocho, nueve, y diez años fumando.
George-Thomas Love[16]

En la clase baja se fumaba sin recato:

{{sistema:cita|Veíanse mujeres fumando con toda desenvoltura en las puertas de calle. En la clase media se empleaba siempre algún disimulo, pero no era raro sorprender a la señora de la casa, y aún a sus amigas sentadas en el patio, en una tarde de verano, medio encubiertas, por alguna frondosa planta, con un enorme cigarro, que trataban de ocultar a la entrada súbita e inesperada de algún inoportuno, quien aparentaba no haberlo notado, a pesar de estar ellas envueltas en una densa nube de humo.[17] Las de más alta jerarquía lo hacían con todas las precauciones del caso.|José A. Wilde[18]

Provisión de agua

El agua para el consumo de la población se tomaba ―como en la actualidad― del Río de la Plata, pero de muy diferente modo, no como aguas corrientes. El agua de los pozos de balde, cuya profundidad variaba entre las 18 y las 23 varas, era por lo general salobre e inútil para casi todos los usos domésticos.[19]

Se señalaba por la autoridad, el punto de donde los aguateros debían sacar su provisión del río, pero esta disposición era burlada frecuentemente, pues, cada uno, sacaba de donde más les convenía, aun cuando estuviese revuelta y fangosa.

El agua raramente se encontraba en estado de beberse cuando recién llegaba del río: en verano ―expuesta a los rayos de un sol ardiente, no solo en el río, sino en su tránsito por la ciudad― se caldeaba de tal modo que era imposible consumirla. Pero luego de permanecer por más o menos tiempo en tinajas o barriles en que en las casas se depositaba, se decantaba y se hallaba en condiciones de poder tomarla.[20]

El aljibe era entonces, un valioso recurso, auque solo lo disfrutaban las familias principales tienen grandes y profundos aljibes en los patios, revestidos interiormente de ladrillos y argamasa, que reciben por caños y canalones toda el agua caída sobre sus azoteas. El agua que reciben los aljibes es clara como el cristal, fría como el hielo y muy agradable en las horas de calor si se mezcla con un poco de vino.
J.P. y W. P. Robertson[21]

El reparto de agua del río se hacía a través de la carreta aguatera, la cual era tirada por dos bueyes. El aguatero, que por supuesto, usaba las mismas vestimentas que el carretillero, el carnicero, el carnerero, etc. Es decir: poncho, chiripá, calzoncillo ancho con fleco, tirador y demás pertrechos, era hijo del país, y ocupaba su puesto sobre el pértigo, provisto de una picana[22] y una macana[23] con que hacía retroceder o parar a los bueyes, pegándoles en las astas. Como es de suponer, con los pantanos y el mal estado, en general de las calles, estos pobres animales tenían que sufrir mucho.

El cencerro, iba colocado pendiente de un estacón de naranjo, u otra madera fuerte, ceñidos a ambos lados entre sí, y en su extremo superior, por una soga de la que pendía una campañilla o cencerro que anunciaba la aproximación del aguatero.

Fuentes