Madre Francisca Cabrini

Francisca Cabrini
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Santa francisca cabrini.jpg
Monja italiana canonizada en 1946
NombreCabrini, María Francesca
Nacimiento15 de julio de 1850
villa de Sant’ Ángelo Lodigiano,
provincia de Lodi,
Reino Lombardo-Véneto,
Imperio austríaco Bandera de Austria
Fallecimiento22 de diciembre de 1917 (67 años)
ciudad de Chicago,
estado de Illinois,
Estados Unidos Bandera de los Estados Unidos de América
Causa de la muertemalaria
Nacionalidaditaliana
Otros nombresFrancesca Saverio Cabrini,
Madre Cabrini
Ciudadaníaaustriaca, italiana y estadounidense
Educacióndocencia
Ocupaciónpredicadora católica, fundadora de grupos católicos
PadresAgostino Cabrini y Stella Oldini

Francesca Cabrini (Lodi, 15 de julio de 1850 - Chicago, 22 de diciembre de 1917) fue una monja y filántropa italiana.

Al recibir la ciudadanía estadounidense tras veinte años de residencia, fue la primera ciudadana estadounidense en ser canonizada.

En vida se la conoció como Francesca Saverio Cabrini (en italiano), Francisca Javier Cabrini (en español), Mother Frances Xavier Cabrini (en inglés) o simplemente como Madre Cabrini.

Se la consideró el ejemplo más acabado de una fundadora de congregación católica que se consagró a la asistencia social.

Síntesis biográfica

Agostino Cabrini era un terrateniente acomodado, cuyas tierras estaban situadas cerca de Sant’ Ángelo Lodigiano, entre Pavía y Lodi. Su esposa, Stella Oldini, era milanesa. Tuvieron trece hijos, de los que la menor, nacida el 15 de julio de 1850, recibió en el bautismo los nombres de María Francesca, a los que al ordenarse de monja habría de añadir el nombre masculino de Saverio (Javier en italiano, por San Francisco Javier).

La familia Cabrini era sólidamente piadosa, pues todo en la familia era sólido. Rosa, una de las hermanas de Francisca, que había sido maestra de escuela y no había escapado a todos los defectos de su profesión, se encargó especialmente de la educación de su hermanita en forma muy estricta. Hay que reconocer que Francisca aprendió mucho de Rosa y que el rigor con que la trataba su hermana no le hizo ningún daño. El fanatismo religioso de Francisca fue un tanto precoz. Oyendo en su casa la lectura de los Anales de la propagación de la fe, Francisca determinó desde niña ir a trabajar en las misiones extranjeras. China era su país predilecto.

Francisca vestía de religiosas a sus muñecas; solía también hacer barquitos de papel, y los echaba al río cubiertos de violetas, que representaban a los misioneros que iban a las misiones. Sabiendo que en China no había caramelos, renunció a ellos para irse acostumbrando a esa privación. Los padres de Francisca, que deseaban que fuese maestra de escuela, la enviaron a estudiar en la escuela de las religiosas de Arluno. La joven pasó con éxito los exámenes a los dieciocho años. En 1870, tuvo la pena enorme de perder a sus padres.

Durante los dos años siguientes, Francisca vivió apaciblemente con su hermana Rosa. Su bondad sin pretensiones impresionaba a cuantos la conocían. Francisca quiso ingresar en la congregación en la que había hecho sus estudios; pero no fue admitida a causa de su mala salud. También otra congregación le negó la admisión por la misma razón. Pero Don Serrati, el sacerdote en cuya escuela enseñaba Francisca, no olvidó las cualidades de la joven maestra. En 1874, Don Serrati fue nombrado preboste de la colegiata de Codogno. En su nueva parroquia había un pequeño orfanato, llamado la Casa de la Providencia, cuyo estado dejaba mucho que desear. La fundadora, que se llamaba Antonia Tondini, y otras dos mujeres, se encargaban de la administración, pero eran extremadamente malvadas (lo cual era normal en esa época). El obispo de Lodi, de apellido Serrati, ordenó a Francisca a ir a ayudar en esa institución y a fundar ahí una congregación religiosa. La joven aceptó, no sin gran repugnancia.

Así empezó Francisca lo que una religiosa benedictina califica de noviciado muy especial. Aunque Antonia Tondini había aceptado que Francisca trabajase en el orfanato, en vez de ayudarla, se dedicó a obstaculizar su trabajo. Pero Francisca no se desalentó, con sus compañeras fundó la comunidad de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón, bajo la inspiración del gran misionero jesuita San Francisco Javier. Cuando Francisca hizo los votos religiosos tomó el nombre del santo y, en 1877, hizo los primeros votos con siete de sus hermanas religiosas.

Al mismo tiempo, el obispo Serrati la nombró superiora. Ello no hizo sino empeorar las cosas. La conducta de la hermana Tondina, quien probablemente era psicópata, se convirtió en un escándalo público. Francisca Cabrini y sus fieles colaboradoras lucharon tres años más por sostener la obra de la Casa de la Providencia, en espera de tiempos mejores; pero finalmente, el obispo Serrati renunció al proyecto y cerró el orfanato, después de decir a Francisca: «Usted quiere ser misionera. Pues bien, ha llegado el momento de que lo sea. No conozco ningún instituto misional femenino: fúndelo usted misma». Francisca salió decidida a seguir sencillamente ese consejo.

En Codogno había un antiguo convento franciscano, vacío y olvidado. A él se trasladó la madre Cabrini con sus siete fieles compañeras. En cuanto la comunidad quedó establecida, la joven monja se dedicó a redactar las reglas. El fin principal de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón era la educación de las jóvenes. Ese mismo año el obispo Serrati, aprobó las constituciones. Dos años más tarde, se inauguró la primera filial en Gruello, a la que siguió pronto la casa de Milán.

Todo esto se escribe pronto, pero la realidad fue cosa muy seria. En efecto, algunos alegaron que el título de misioneras no convenía a las mujeres, y una madre se quejó de que su hija había sido engañada para que entrase en la congregación. A pesar de ello, la congregación empezó a crecer, y la madre Cabrini demostró ampliamente su capacidad. En 1887 fue a Roma, la Ciudad Eterna, a pedir al Vaticano que aprobase su pequeña congregación y le diese permiso de abrir una casa en Roma. Algunas personas influyentes trataron de disuadir a la joven monja del proyecto, pues juzgaban que siete años de prueba no bastaban para la aprobación de la congregación. El cardenal Parocchi, vicario de Roma, repitió el mismo argumento en su primera entrevista con la madre Francisca; pero solo en la primera entrevista, porque la monja se lo ganó muy pronto. Al poco tiempo, se pidió a la madre Cabrini que abriese no una sino dos casas en Roma: una escuela gratuita y un orfanato. Algunos meses más tarde, se publicó el decreto de la primera aprobación de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón.

Como hemos dicho, la madre Cabrini había soñado en China desde la niñez. Pero no faltaban quienes querían convencerla de que volviese los ojos hacia otro continente. El obispo de Piacenza, Giovanni Battista Scalabrini (1839-1905), había fundado la Sociedad de San Carlos para trabajar entre los italianos que partían a los Estados Unidos, y rogó a la madre Cabrini que enviase algunas de sus religiosas a colaborar con los sacerdotes de la sociedad. La joven monja no se dejó convencer. Entonces, el arzobispo de Nueva York, de apellido Córrigan, insistió personalmente. La joven estaba indecisa, porque todos, excepto el obispo Serrati, apuntaban en la misma dirección. Cabrini tuvo por entonces un sueño que la impresionó mucho y determinó consultar al papa León XIII (quien reinó entre 1878 y su muerte en 1903). Este le dijo: «No al Oriente sino al Occidente. Tu Instituto es todavía joven y tiene necesidad de medios. Vayan a Estados Unidos, donde están llenos de dinero».[1] Siendo niña, Francisca Cabrini se había caído a un río, y desde entonces tenía horror al agua. A pesar de ello, cruzó el Atlántico por primera vez, con seis de sus religiosas, y desembarcó en Nueva York el 31 de marzo de 1889.

Misionera

Una multitud de europeos pobres, italianos, polacos, ucranios, checos, croatas, eslovacos, etc., emigraban a los Estados Unidos. Entre 1901 y 1913 inmigraron a Estados Unidos 4,71 millones de italianos. Los estadounidenses, extremadamente racistas en esa época, los definían como una auténtica enfermedad social. Cuando llegó la madre Cabrini, había unos 50 000 italianos solo en Nueva York y sus alrededores. La mayoría de ellos no sabían siquiera los rudimentos de la doctrina cristiana; apenas unos 1200 habían asistido alguna vez en su vida a la misa. El clero tenía sus dificultades, pues de cada doce sacerdotes italianos en los Estados Unidos, diez habían tenido que salir de su patria por mala conducta. Y las condiciones económicas y sociales de la mayoría de los inmigrantes estaban a la altura de las condiciones religiosas. Nada tiene, pues, de extraño que en el tercer concilio plenario de Baltimore, el arzobispo Córrigan y el papa León XIII hayan estado muy inquietos.

La acogida que se dio a las religiosas en Nueva York, no fue precisamente entusiasta. Se les había pedido que organizaran un orfanato para niños italianos y que tomaran a su cargo una escuela primaria; pero, al llegar a Nueva York, donde se les dio cordialmente la bienvenida, se encontraron con que no tenían casa, de suerte que por lo menos la primera noche tuvieron que pasarla en una posada sucia y repugnante. Cuando la madre Cabrini fue a ver a al arzobispo Córrigan, se enteró de que, debido a ciertas dificultades entre Córrigan y las bienhechoras, se había renunciado al proyecto del orfanato. Por otra parte, aunque abundaban los alumnos, no había edificio para la escuela. Córrigan terminó diciendo que, en vista de las circunstancias, lo mejor era que la madre Cabrini y sus religiosas regresasen a Italia. Cabrini replicó con su firmeza y decisión habituales: "No, monseñor. El papa me envió aquí, y aquí me voy a quedar".

El arzobispo Córrigan quedó impresionado al ver la firmeza de aquella pequeña lombarda y el apoyo que le prestaban en Roma. Por lo demás, hay que confesar que era un hombre que cambiaba fácilmente de idea. Así pues, no se opuso a que las religiosas se quedasen en New York y consiguió que por el momento se alojasen con las hermanas de la Caridad. A las pocas semanas, Cabrini había ya hecho buenas migas con la condesa Cesnola, bienhechora del orfanato proyectado, la había reconciliado con el arzobispo Córrigan, había conseguido una casa para sus religiosas y había inaugurado un pequeño orfanato. En julio de 1889, fue a hacer una visita a Italia, y llevó consigo a las dos primeras religiosas italo-americanas de su congregación.

Nueve meses después, regresó a los Estados Unidos con más religiosas para tomar posesión de la casa de West Park, sobre el río Hudson, que hasta entonces había pertenecido a los jesuitas. Cabrini trasladó allá el orfanato, que ya había crecido mucho, y estableció ahí mismo la casa madre y el noviciado de los Estados Unidos. La congregación prosperaba, tanto entre los inmigrantes a los Estados Unidos como en Italia. Al poco tiempo, la madre Cabrini hizo un penoso viaje a Managua de Nicaragua; a pesar de que las circunstancias eran muy difíciles y aun peligrosas, aceptó la dirección de un orfanato y abrió un internado. En el viaje de vuelta, pasó por Nueva Orleans, como se lo había pedido el arzobispo de la ciudad, Francisco Janssens. Los italianos de Nueva Orleans, que procedían en gran parte del sur de Italia y de Sicilia vivían en condiciones especialmente amargas. Había entre ellos algunos criminales indeseables, y poco antes una chusma enfurecida de americanos, no menos criminal, había linchado a once de ellos. El resultado de la visita de Cabrini fue que fundó una casa en Nueva Orleáns.

Como había sucedido a la beata Filipina Duchesne, la falta de educación de Cabrini le dificultó el aprendizaje del idioma inglés (sin embargo lograba hacerse entender con unas palabras de idioma español) y conservó siempre el acento extranjero muy marcado. Pero ello no le impidió tener gran éxito en el trato con gentes de todas clases. En particular, aquellos con quienes tuvo que tratar asuntos financieros, que fueron muchos y de mucha importancia, la admiraban enormemente. El único punto en el que falló el tacto de la madre Cabrini fue en las relaciones con los cristianos no católicos. Ello se debió a que entró por primera vez en contacto con ellos en los Estados Unidos. Los comentarios desagradables que hizo Cabrini hasta el fin de sus días, se explican por su extrema ignorancia, que era la raíz de su incomprensión. En efecto, como lo demuestran sus ideas sobre la educación de los niños, era una mujer de visión amplia y capaz de aprender, que no cerraba a una idea simplemente porque era nueva. La madre Cabrini había nacido para gobernar.

Era muy estricta, pero poseía al mismo tiempo un gran sentido de justicia. En ciertas ocasiones era tal vez demasiado estricta y no caía en la cuenta de las consecuencias de su inflexibilidad. Por ejemplo, no parece que haya favorecido a la causa de la moral cristiana negándose a recibir a los hijos ilegítimos en su escuela gratuita; tal actitud no hacía más que castigar a los inocentes. Pero el amor gobernaba todos los actos de Cabrini, de suerte que su inflexibilidad no le impedía amar y ser muy amada. A este propósito, solía decir a sus religiosas: “Amáos unas a otras. Sacrificaos constantemente y de buen grado por vuestras hermanas. Sed bondadosas; no seáis duras ni bruscas, no abriguéis resentimientos; sed mansas y pacíficas.”

En 1892, año del cuarto centenario del arribo de Cristóbal Colón a Bahamas y el comienzo de la invasión y destrucción de América, Cabrini inauguró en Nueva York una de sus obras más conocidas: el Hospital Colón (Columbus Hospital).[2] En realidad, el hospital había sido construido por la Sociedad de San Carlos, del beato italiano Giovanni Scalabrini (1839-1905). Desgraciadamente, la turbia cesión del hospital a Cabrini creó ciertos resentimientos de los católicos de Nueva York contra la monja. Cabrini hizo poco después un viaje a Italia, donde asistió a la inauguración de una casa de vacaciones cerca de Roma y de una casa de estudiantes en Génova. En seguida, fue a Costa Rica, Panamá, Chile, Argentina y Brasil.

Naturalmente, en 1895, ese viaje era mucho más difícil que en la actualidad; pero la madre Cabrini gozaba enormemente con los paisajes, y ello le aligeró un tanto las molestias del viaje. En Buenos Aires inauguró una escuela secundaria para jovencitas. Como algunas personas le advirtiesen que la empresa era muy difícil y pesada, la santa respondió: “¿Quién la va a llevar a cabo: nosotras, o Dios? ” Después de otro viaje a Italia, donde tuvo que encargarse de un largo proceso en los tribunales eclesiásticos y hacer frente a la turba en Milán, fue a Francia, e hizo ahí su primera fundación europea fuera de Italia. En el verano de 1898, estuvo en Inglaterra.

El obispo de Southwark, de apellido Bourne, que fue más tarde cardenal y había conocido en Codogno a Cabrini, le pidió que fundase en su diócesis una casa de su congregación; pero el proyecto no se llevó a cabo por entonces.

Cabrini desplegó la misma actividad en los doce años siguientes. Si hubiese que nombrar a un santo patrono de los viajeros, más reciente y menos nebuloso que San Cristóbal, la madre Cabrini encabezaría ciertamente la lista de candidatos. Su amor por todos los hijos de Dios la llevó de un sitio a otro del hemisferio occidental: de Río de Janeiro a Roma, de Sydenham a Seattle. Las constituciones de la Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón fueron finalmente aprobadas en 1907. Para entonces, la congregación, que había comenzado en 1880 con ocho religiosas, tenía ya más de 1000 y se hallaba establecida en ocho países. Cabrini había hecho más de cincuenta fundaciones, entre las que se contaban escuelas gratuitas, escuelas secundarias, hospitales y otras instituciones. Las religiosas no se limitaban en los Estados Unidos a trabajar entre los inmigrantes italianos. En efecto, el día del jubileo de la congregación, los presos de Sing-Sing enviaron a Cabrini una conmovedora carta de gratitud. Entre las grandes fundaciones, nos limitaremos a mencionar dos: el "Columbus Hospital" de Chicago, y la escuela de Brockley (1902), que actualmente se halla en Honor Oak. Es imposible hablar aquí de todas las pruebas y dificultades, tales como la oposición del obispo de Vitoria-Gasteiz (la reina María Cristina había ordenado que Cabrini viajara al Reino de España), y la oposición de todos los fieles y sacerdotes católicos en Chicago, Seattle y Nueva Orleáns. En esta última ciudad las monjas de Cabrini pagaron el mal con bien, ya que se condujeron en forma heroica en la epidemia de fiebre amarilla de 1905.

Fallecimiento

El papa León XIII (1810-1903), más de cuarenta años antes de que la Iglesia santificara a Cabrini, afirmó:

La madre Cabrini es una mujer muy inteligente y de gran virtud. Es una santa.
Vincenzo Pecci (papa León XIII), en 1903

Desde los sesenta años (1910), la salud de la fundadora comenzó a decaer.

El fin llegó súbitamente: enfermó de paludismo (una enfermedad que en el pasado mataba millones de personas al año). La monja Francisca Javier Cabrini falleció mientras era trasladada a Chicago, el 22 de diciembre de 1917, a los 67 años.

Canonización

En agosto de 1938, la monja Cabrini fue beatificada (convertida en «beata» o venerable). Se asignó al obispo Salvatore Natucci, de la Sagrada Congregación de Ritos como «abogado del diablo» que, con escepticismo piadoso, analizara los casos de supuestos milagros, que serían los que permitirían que la beata fuese convertida en santa, y elevada a los altares.[3]

Natucci viajó a la escuela secundaria Mother Cabrini, en Manhattan (Nueva York), en cuya capilla se encontraban desde 1933 los restos mortales de la Madre Cabrini (que habían sido inhumados en 1917 en un cementerio de Manhattan y fueron encontrados en estado de putrefacción. El 8 de septiembre de 1938, el obispo Natucci con sus colaboradores y varios testigos, exhumó por segunda vez los restos y cortó uno de sus miembros (no se dio a conocer cuál), que recortó en cientos de fragmentos para ser insertados en los altares de templos en todo el mundo. Esa es una práctica usual en la Iglesia católica: en cada altar de cada iglesia del mundo hay una partícula del cadáver de algún santo.

Cabrini fue canonizada en 1946.[3]

Sus restos fueron exhumados por tercera vez y trasladados a la capilla de la escuela Cabrini Memorial School en Fort Washington, en el estado de Nueva York.

En 1991 se formó un movimiento de fanáticos católicos que cada año viajan al santuario de Madre Cabrini el segundo domingo de enero ―en pleno invierno― para mirar directamente al sol y tener visiones de la Virgen María.[4]

Fuentes

  • «Francisca Cabrini», artículo en español no biográfico (histórico) sino hagiográfico (recuento de anécdotas legendarias o exageradas sobre un santo) publicado en el sitio web católico Corazones (Miami).