Manuel Orestes Nieto

Manuel Orestes Nieto
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Poeta panameño
NombreManuel Orestes Nieto
Nacimiento1951
Ciudad de Panamá, Bandera de Panamá Panamá
PremiosPremio Literario Casa de las Américas, Premio de Poesía José Lezama Lima

Manuel Orestes Nieto. Poeta panameño nacido en Ciudad de Panamá, 1951. Es Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Santa María La Antigua, donde trabajó como investigador en el Departamento de Investigaciones Históricas. Fue representante diplomático en las embajadas de su país en Nicaragua, Cuba y Argentina; dirigió la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero y fue subdirector general del Instituto Nacional de Cultura.

Trayectoria literaria

Ha ejercido el periodismo literario desde las páginas de Prisma, Extensión, Trastienda, Crítica/Arte, y El Universal de Panamá, entre otras publicaciones. Su obra ha sido traducida a varios idiomas.

Premios recibidos

Ha obtenido en cuatro ocasiones el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró con los libros Reconstrucción de los hechos (1973), Panamá en la memoria de los mares (1983), El mar de los Sargazos (1996) y Nadie llegará mañana (2002). En 1975 obtuvo el Premio Literario Casa de las Américas con su cuaderno Dar la cara; en 1996 el gobierno de su país le otorgó la medalla Gabriela Mistral, y en 2000, el Instituto Nacional de Cultura le concedió el Premio Nacional de Literatura Pedro Correa Vásquez a la excelencia literaria por el conjunto de su obra.

Otras obras

Es autor, además, de:

Acta del Comité de Selección del Premio José Lezama Lima

Nieto es merecedor del Premio de Poesía José Lezama Lima en al año 2010.

Por décima ocasión la Casa de las Américas otorga premios de carácter honorífico a libros relevantes de autores de nuestra América, o sobre temas latinoamericanos, en los géneros de poesía, narrativa y ensayo. Este año fueron considerados libros publicados en 2007 y 2008. Después de evaluar los libros nominados, la Casa de las Américas decidió otorgar el Premio de poesía José Lezama Lima, por recoger, en versos escritos a lo largo de cuarenta años, la producción de uno de los más importantes poetas de su país, a: El cristal entre la luz, de Manuel Orestes Nieto (Panamá).

Textos selectos

Aquel país en su memoria

Ella me hablaba del lugar donde nació, caliente, húmedo y fluvial, como quien cuenta un naufragio de un país.

Al oírle, daba la impresión de que esa patria selvática, que describía hasta en los sonidos de las aves y el temor a las jaurías de animales de ojos violáceos, quedaba demasiado lejos.

Sus historias quedaban truncas, abatidas por un silencio ardiente y melancólico, hijo de una lejanía.

Siempre sentí temor cuando repetía que los huracanes aparecían de pronto como gigantes sin rumbo que todo lo arrasaban.

Pero me contaba de su país de montañas desde donde se miraban dos mares a la vez, página a página, rugido a rugido, como los vientos abruptos y los aguajes que cuarteaban las orillas de los esteros.

Cuando la lluvia nos encerraba en casa y no podíamos salir, le pedía que me dijera cómo era aquel lugar de árboles tan altos como el cielo y de escarabajos de color lapislázuli.

Y, entonces, su país era una bruma alegre en sus ojos. Su inolvidable país donde el sol era una fiesta roja que teñía el océano, manojos de sal y espuma en las noches fosforescentes donde las estrellas fugaces contaban por cientos.

El país que a fuerza de remembranzas permaneció inalterable en su corazón de cristal y en su memoria fresca y que, de cuando en cuando, abría para verlo flotar en un mar de lágrimas.

Un ahogado terrestre

No volvió a casarse nunca más.

Eran los tiempos en que los hombres fuertes de aquella selva calenturienta hacían filas para trabajar en la extracción de oro de las minas de Cana.

Allí estuvo su marido en los túneles, como un topo excavador, arañando toneladas de tierra hasta que el río se les vino encima, escurridizo y sin ruido cuando penetró por los laberintos como la serpiente dueña de su guarida.

Ella lo recogió del lodazal, en una de las bocas de la mina, en el mismo agujero por donde la taimada muerte rasgó su corazón y entristeció para siempre sus ojos negros.

Sin una queja lo llevó a su casa; su hermana –Herminia Espinosa- la ayudó a lavarlo y cubos enteros de agua se fueron llevando ese color ocre en que lo inerte lo envolvió.

Un ahogado terrestre la miraba desde el barro y el miedo.

Dos pupilas ya sin ver la luz, una súplica con la boca cerrada, la sangre atascada en sus venas por la fatalidad y el dolor parejo e imprevisto, hacinado en una mujer descalza y buena, que de pronto es atravesada por una desdicha indeseable.

Baldomera lo comprendió todo en el acto; fue hasta la mesa junto al fogón de leña, tomó uno de los cuchillos, y sin que nadie hubiese tenido tiempo para detenerla, le enterró la punta en la tráquea con fuerza y sin temblarle el pulso siguió todavía un poco más abajo.

“Así podrás respirar lo que te falte para llegar” –le dijo.

Dura, pétrea, solemmne, deshecha por dentro pero sin dejar ver señales de ardor por fuera, como si le hubiesen dibujado en hielo la mirada, cuarteada su juventud, rota su alma y pulverizado sus abrazos, lo enterró sin lágrimas, como él siempre esperó de aquella mujer de roble

con alma de leoparda.

Fuente

[1] Portal Casa de las Américas, consultado el 16 de diciembre de 2011. Disponible en: http://www.casa.cult.cu