Enrique Varona
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Enrique Varona González, destacado dirigente obrero cubano en la década de 1920, su labor se debió fundamentalmente el alto grado de combatividad experimentado durante esos años por el movimiento sindical en Las Villas, Camagüey y Oriente.
Infancia y juventud
Hasta el año 1913 cultivó personalmente una vega en el municipio San Juan y Martínez en Pinar del Río, la cual perdió por deudas debido al precio ruinoso del tabaco. Por tal motivo se fue con su mujer, Ana Lugo, con la cual se había casado desde joven, en el año 1906, y sus hijos, para Santa Clara. Trabajó como aparcero y desde 1917, ya en la ciudad de Morón, como mecánico de la Casa Ingenio en el Central Patria, primero, y luego en los talleres del Ferrocarril del Norte de Cuba. Se hizo también maquinista en esta última empresa.
En 1922 fue elegido presidente de la Unión de trabajadores y empleados del Ferrocarril del Norte de Cuba. Transformó un gremio desalentado, mal organizado, en un paradigma del movimiento obrero cubano y logró la unidad de acción de sus afiliados con los estibadores y ferroviarios de Cienfuegos y de varias regiones de Oriente. Organizó sindicatos en los centrales de la antigua provincia de Camagüey. Contactó y trabajó conjuntamente con Alfredo López y la Federación Obrera de La Habana.
“El carácter de Enrique era dulce en extremo, pero con los humildes. A los explotadores los trataba fríamente y solo cuando tenía que discutir con ellos situaciones específicas de trabajo”, solía decir su esposa. “En el seno familiar era un hombre excepcional. Serio, respetuoso. Les daba a sus hijas una educación basada en el propio ejemplo. Cariñoso y delicado conmigo. Nunca salió ni entró por esa puerta sin antes darme un beso.”
Enrique era muy parco en hablar. Conciso y casi tajante. Su gran elocuencia era su propia vida, aseguraban quienes le conocieron. Imantaba a las masas por su acción electrizante. Vivía en un barrio humilde y con la misma sencillez que sus vecinos.
La noche de su muerte
El día de su muerte, por la mañana, el líder sindical azucarero Enrique Varona recibió en su casa la visita de dos de sus más estrechos colaboradores, Manuel Che y Polidoro Expósito. Esa noche, les dijo que pensaba asistir al teatro Niza, a la función benéfica que daría la Compañía de Ángela Liaño para engrosar los fondos del sindicato. Solicitó a sus compañeros de lucha que les avisara de esa actividad a los demás dirigentes del gremio.
Al mediodía, Varona acudió al local del sindicato. Redactó una carta sobre su reciente expulsión arbitraria como trabajador de los ferrocarriles y orientó a un compañero que se la hiciera llegar cuanto antes a su destinatario. De regreso al hogar, se topó con un ferroviario amigo frente al bar Mayito, en la calle Martí. Tras una breve charla, quedaron en verse nuevamente por la noche en el teatro.
Arturo Estrada, amigo y compañero de luchas de Enrique Varona, andaba preocupado por su seguridad. Más porque al atardecer del 19 de septiembre, vio pasar justamente por la acera de la casa del líder sindical a un soldado de apellido Sardiñas junto con otro individuo, evidentemente también militar, aunque vestido de civil.
Unos días antes, el 13 de septiembre, cuando Varona resultó absuelto en un juicio —el régimen machadista lo había encausado bajo la absurda acusación de terrorista—, los sicarios de las compañías azucareras yanquis, con la complicidad del Gobierno, habían fraguado su asesinato. Un honesto guardia rural le avisó de la emboscada y el crimen pudo evitarse. Ante ese hecho, los compañeros le pidieron que por un tiempo se alejara de Morón. El también dirigente sindical, Manuel Castillo, le propuso permanecer en casa de unos familiares en Oriente. Varona le echó el brazo por el hombro y le respondió: “Castillo, en toda Cuba hay injusticias y yo no pienso cambiar mi manera de ser. Si tengo que morir, que sea aquí, junto a ustedes”.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando Enrique Varona, acompañado de su esposa, Ana Lugo, su hija Nieves y unos sobrinos, partió de su casa hacia el teatro Niza. Años después, su viuda relataría al historiador Larry Morales: “Iba elegantemente vestido, pero sin sombrero, nunca lo usó. Me llevaba del brazo y me iba hablando de las cualidades de la Compañía de Angelita Liaño”. Avanzaban por la calle 5, pero al llegar a la calle Serafina, tuvieron que subirse a un portal para vadear una laguna que se había formado en la esquina.
En ese momento el asesino sorbía un vaso de agua en la bodega de la acera de enfrente. Nadie se percató de que el infame bodeguero cerraba torpemente y con apuro dos de las entradas de su establecimiento. Solo dejó abierta la puerta que daba precisamente frente al portal por donde iban a pasar el líder sindical y sus acompañantes.
Con pocas zancadas el asesino acortó la distancia que lo separaba de su víctima. “Nos vamos a divertir mucho…”, comenzaba a decir Varona cuando le dispararon a quemarropa. El dirigente obrero trató de sujetarse de su esposa, pero lentamente fue cayendo y sus manos se deslizaban por el cuerpo de la mujer en un vano intento de asirse de ella. Quedó en la acera, boca arriba, con los brazos extendidos. Quiso articular un sonido pero no pudo. Su compañera lo abrazó fuertemente, acunó la cabeza en su pecho. Alguien gritaba por auxilio y entre el vocerío se distinguía la voz de Nieves, la hija: “Mataron a papaíto”.

