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Revisión del 14:01 5 may 2011

La Milagrosa
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La Milagrosa
NombreAmelia Goyri de la Hoz
Nacimiento29 de enero de 1877
Fallecimiento3 de mayo de 1901
Causa de la muerteAtaque de eclampsia
ResidenciaCubana
NacionalidadCubana
CiudadaníaCubana
CónyugeJosé Vicente Adot Rabell

Amelia Goyri de la Hoz. También nombrada como La Milagrosa, es una santa popular, no se rige por ninguna institución, ni política, ni religiosa. Es un lugar sagrado, venerado y muy respetado por creyentes y no creyentes. Su imagen es conocida, dentro y fuera del país, muchos la visitan diariamente y le hacen sus peticiones a la "Milagrosa de Cuba".

Historia

Amelia Goyri de la Hoz nació en La Habana en 1877. Pertenecía a una familia de la clase media y su vida estuvo signada siempre por la amargura. Quizás su mayor y única alegría fue el noviazgo que inició, desde los siete años de edad, con su primo José Vicente. Y ni siquiera eso, pues si bien su novio la colmaba de amor y de ensueños muy pronto comenzó el rechazo de sus padres, quienes aspiraban a un mejor partido que permitiera a su hija ascender un escalón más en la posición social. Pero los jóvenes, ajenos por completo a mezquinos intereses sociales, continuaban amándose en secreto.

A los 13 años de edad Amelia se despedía definitivamente de su madre, quien moría contando solamente 42 años. Poco después, también decía adiós a José Vicente, que partía a la manigua enrolado en las tropas mambisas para vender bien caro a los españoles los intereses de los cubanos. Quedó sola entonces y su padre, dedicado por entero al trabajo para la prosperidad de la familia, la puso bajo la tutela de su tía doña Inés, casada con el férreo español don Pedro de Balboa, marqués de Balboa. Era la gota que colmaría la copa.

Amelia quedaba aislada de José Vicente y prácticamente también del mundo al convivir con su tía en una fortificada mansión, situada en la calle Egido, entre Apodaca y Gloria, en la otrora Habana Intramuros. Allí aparentaba aprender los modales de las jóvenes de la alta sociedad, pero su corazón seguía prendado de la mirada firme de los ojos negrísimos de José Vicente y de su espigado cuerpo.

Finalmente concluyó la guerra y aunque no hubo vencedores ni perdedores, pues no ganaron cubanos ni españoles, Amelia y José Vicente sí obtuvieron, en cambio, una gran victoria. Él regresó de la manigua con los grados de capitán del Ejército Libertador, la estima de altos funcionarios del Gobierno Cubano en Armas y del primer Gobierno Republicano constituido. Y, por último, como para que todo fuera a la perfección, había muerto ya, para esa época, el marqués de Balboa. Doña Inés miró entonces con dulces ojos a José Vicente, cediendo a la petición de matrimonio con su sobrina, cuyo padre había fallecido tres meses atrás, el día 19 de abril de 1900.

De esta manera llegó aquel enamorado con su única rosa al altar para desposarse en íntima reunión familiar. Habían esperado años para amarse como Dios manda y sin embargo la felicidad no se quedaría con ellos. Amelia moría al año siguiente víctima de un ataque de eclampsia, tratando de alcanzar la cúspide de su amor con el nacimiento del primer hijo. Ella moría a los 24 años y José Vicente comenzaba a sufrir a la misma edad.

Pero la muerte no lograría "separar los cuerpos de aquellos que fueron uno en la vida del Señor" y una vez inhumada Amelia, el 3 de mayo de 1901, José Vicente se dedicó a cuidar con sumo esmero el lugar donde descansaba para siempre su rosa única. Allí acudía diariamente, muy temprano en la mañana. Vestía todo de negro y, sombrero en mano, tocaba la segunda aldaba de la parte derecha del sepulcro. Así pretendía despertar a su amada que dormía. Mientras colocaba las flores le hablaba del trabajo, de la casa, de esos pesares íntimos que le agobiaban, y le pedía consejos y ayuda caminando lentamente alrededor de la tumba. Por fin llegaba la hora de irse; nuevamente con el sombrero en la mano, sin darle la espalda en señal de respeto, se alejaba cabizbajo, sumido en hondas cavilaciones. Iba entonces a su trabajo en el que prosperaba cada día.

Muchos curiosos le veían ir y venir y comenzaron a imitarlo, pocos al principio pero con la colocación de la estatua, en 1909, y cualidades extraordinarias que sobre su esposa muerta José Vicente deslizaba entre sus allegados, el número de devotos comenzó a crecer. Muy molesto, José Vicente se quejó ante las autoridades del Cementerio. Los funcionarios le respondieron que siempre que hubiera respeto se podría transitar libremente por el camposanto. Entonces José Vicente, sin autorización eclesiástica, colocó una placa en la parte delantera del sepulcro de Amelia prohibiendo la visita de extraños y la colocación de flores.

Mas ya era tarde. En su afán de venerar a su amada no se percató de que engendraba un ritual que sobreviviría a su muerte, en enero de 1941. Sin trabas entonces los devotos fueron creciendo cada vez más hasta estallar en altas cifras, entre nacionales y extranjeros. La única rosa de José Vicente perdió su condición de exclusividad para generalizarse entre los habaneros y entre los de más allá de la capital. Amelia devino Milagrosa; la Milagrosa del Cementerio de Colón y su sepulcro es actualmente el más concurrido de toda la Necrópolis. Catalina Lasa, en cambio, no tiene seguidores. Pero sí grandes admiradores del fulgente sepulcro que para ella construyera especialmente Juan Pedro Baró. El caso es que había una linda muchacha de la alta sociedad habanera, que estaba casada con Luis Estévez Abreu, hijo de la conocida patriota Martha Abreu y de Luis Estévez Romero, primer Vice-Presidente de la República de Cuba.

Todo parecía indicar que los jóvenes habían nacido el uno para el otro. Pero un buen día, junto a su esposo Luis Estévez Abreu, Catalina participó en uno de los acostumbrados saraos de los grandes salones. Todos la admiraban y ella correspondía con la frescura de su sonrisa y delicados ademanes. La noche transcurría así entre elogios, besamanos y conversaciones triviales, cuando de pronto la joven descubrió que los ojos de un elegante caballero la miraban insistentemente. Sin la menor perturbación, Catalina correspondió a aquella mirada. Se trataba de Juan Pedro Baró, uno de los más ricos hacendados de aquella época, que se convertiría, desde ese mismo momento, en el enemigo más odiado de la familia Estévez-Abreu.

Y entre Catalina y Juan Pedro comenzaron los encuentros, a veces ocasionales y otros bien pensados, pero cada vez más frecuentes. Muy pronto los amantes furtivos acapararon la atención de la sociedad y rápidamente se convirtieron en centro de todos los comentarios.

La influyente familia Abreu se sentía humillada pero nada podía hacer ante la desenfrenada pasión entre los dos jóvenes, que habían decidido unir sus vidas hasta más allá muerte. El escándalo alcanzó la cumbre cuando aquella joven, valiente por su amor y sin importarle el desdén de todos, rompió, al menos de palabra, la ya obligada unión para refugiarse en los señoriales brazos del amado. Juntos al fin, decidieron casarse. Bastaba el divorcio de Catalina, pero Luis Estévez Abreu -viviendo en un ambiente de ánimos caldeados por la madre y la sociedad- jamás lo concedió.

Los amantes tuvieron entonces una vida azarosa. A diario sentían las constantes agresiones de la familia Abreu y de sus incondicionales, por lo que debieron abandonar el país. Se refugiaron en París y también allí los persiguió el rencor de la agraviada familia. Y maldecidos e injuriados llegaron al Vaticano, a rogar al Papa que bendijera el amor que se tenían, pues era tanto que ninguna otra cosa les importaba en el mundo. El Papa vio la pasión de los cubanos y deshizo el anterior lazo matrimonial de ella; él entonces la reconoció como su única rosa jurando enaltecerla en la vida y en la muerte.

Meses después regresarían felices a La Habana para residir en una casa que era un sueño -primera muestra de estilo Art Decó en Cuba- y entre el amor que se profesaban y el dinero que poseían, lograron ser aceptados como pareja en la alta sociedad y la antes reprochada unión se trocó en aceptación general. Parecía que Catalina lo tenía todo, cuando Juan le dio una sorpresa imborrable: ordenó a floricultores del Jardín El Fénix crear una flor para su única rosa, que tuviera el color preferido de su amada. Dicen que era el cumpleaños de ella y él la agasajó con un hermoso ramo de rosas amarillas. Esa rosa de pétalo ancho y puntiagudo, desconocida hasta entonces, la bautizó Juan Pedro con el nombre de su eterna amada: Catalina Lasa.

Y dicen que la joven no cabía en sí de gozo, que era feliz y ahora mucho más bella. Mas su salud empezó a ser precaria. Y hasta París llegó el enamorado esposo con ella casi en brazos, buscando el remedio milagroso. Pero Catalina esta vez no pudo imponerse a los graves designios de la vida. Se desvaneció entre el más tierno abrazo que él prodigara a mujer alguna. Juan Pedro perdía a quien había escuchado alabarse o quejarse o, a veces, también callarse. Quedaba en la más completa soledad y ya no hubo en su cabeza otro pensamiento que erigir a su rosa única un sepulcro digno de una reina, en el que él mismo tuviera su lugar.

Con anterioridad había comprado, en mayo de 1907, una extensa parcela en la zona más privilegiada y céntrica de la Necrópolis; hizo énfasis en la solicitud que el terreno estuviera, exactamente, frente al Panteón de los Bomberos, el último y extraordinario monumento erigido por España en Cuba, al que le hizo un desafío eterno: plantó en el parterre dos palmas reales "para que algún día fueran más grandes que ese escudo español". El deseo de Juan Pedro Baró fue costoso, pues pagó a la Iglesia 1 890 pesos oro por la parcela.

Cuando la muerte llegó de París envolviendo a Catalina, que había fallecido en diciembre de 1930, todavía no había sido concluido el majestuoso sepulcro. Por esta razón fue inhumada provisionalmente en la propiedad del Sr. Juan Pedro Roig, el 3 de enero de 1931. Allí permaneció hasta el 21 de abril de 1932, de donde la levantaron para acostarla en el lugar que por siempre le correspondería. A diferencia de las anteriores -Amelia y Catalina-, donde hay dolor y resignación, respectivamente, en la tumba de Modesto y Margarita puede verse la felicidad de quienes agradecen a la vida haberles permitido conocerse. Y amarse.

En el sepulcro de la rosa única de José Vicente Adot y Rabell es palpable el desconsuelo ante la muerte; el espacio abierto confiere esa desazón ante el misterio de lo inevitable y a pesar de ello transmite ternura, amor maternal y confianza. A la de Juan Pedro Baró le debemos una edificación funeraria que acuña la majestuosidad del principal camposanto cubano. Allí señorea el dinero que a pesar de su poder no pudo frenar a las Parcas. Pero resulta distante, sola y aislada en esta ciudad funeraria, no lejos de donde también descansan aquéllos que increparon la unión de esta pareja. Por eso Juan y Catalina continúan en la muerte como la alta sociedad los obligó a vivir.

Mas, igual que una simple casita ordenada, limpia y con flores, así de acogedor es el sepulcro que Modesto erigiera a su única rosa, en el Cuartel Sureste, cuadro 10 de Campo Común, donde en todo se ven las enamoradas e incansables manos masculinas. Lo mismo en los bustos fundidos en bronce que en el esmerado trabajo de la tapa, el piso, el banco y la tarja. Cuando Margarita falleció fue inhumada en tierra. Su registro se encuentra en el Libro de Entierros No. 217, en el que se expresa: "Veintinueve de diciembre de mil novecientos cincuentinueve se dio sepultura en este Cementerio de Colón en el cuartel Noreste cuadro E hilera diez fosa cuarentiseis tramo tercero al cadáver de Margarita Pacheco natural de La Habana de trentinueve años de edad de estado casada..."

Modesto se sintió, entonces, urgido de expresar cuanto no había podido en vida de ella. Creyó que todo el tiempo era poco, y mucho lo que le andaba dentro para su amada que ya dormía en la tierra. Allí la llevaron porque la única riqueza de ellos era el Amor. De modo que era doble su dolor. Así que centavo a centavo, de su entrada humilde como maestro, acumuló $158.00 para traer a quien lo hizo feliz a un lugar que él eternizaría. Compró la parcela con ese dinero y comenzó a adornarla con el mayor esmero.

Fue elevando el muro que conforma un ángulo de noventa grados y dejó un espacio amplio, en lo alto del muro, para coronarlo con los rostros de ella y de él mismo, mientras allá abajo la vasta losa era grabada a golpes de maceta y cincel, y surgían dos elocuentes epitafios que concluyó con las fechas de nacimiento de los dos, la de la muerte de ella; en la de él sólo faltaba agregarle las dos últimas cifras correspondientes al año. No olvidó empotrar un pequeño banco en el que sentaba cada domingo, triste como un enfermo pensil, a desgranar para su amada las notas de su violín.

"Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… Yo no sé" César vallejo

Leyenda

La tumba más popular y sin duda la más visitada es la de Amelia Goyri de la Hoz, una dama de alta alcurnia en vida, conocida ahora como "La Milagrosa". A esta tumba desde hace un siglo nunca le faltan las flores ni las visitas de devotos. Era Amelia la sobrina preferida del conde Balboa, y se le atribuyen poderes sobrenaturales desde su muerte de parto en 1901. Esta tumba muestra la estatua de una mujer con un bebé en los brazos.-Amelia- Fue Amelia Goyri de la Hoz, una joven aristócrata nacida en la Habana el 29 de enero de 1877, Amelia se enamora de su primo José Vicente, un joven agraciado pero pobre, el noviazgo fue rechazado por los padres de la joven, que aspiraban desposar a su hija con un hombre de mejor posición social.

José Vicente parte a la manigua con las tropas mambisas, regresando de la guerra en el año 1900 ascendido a capitán del Ejército Libertador, y el noviazgo es finalmente aceptado. Al año de casados, Amelia Goyri muere víctima de un ataque de eclampsia en el transcurso de su primer parto, el 3 de mayo de 1901, a la tierna edad de 24 años. La joven, que pertenecía a la aristocracia habanera, fue sepultada con su niña entre las piernas, según la costumbre española de la época, en que se les daba sepultura de esa forma a las madres fallecidas durante el alumbramiento.José Vicente su esposo, sufre un desajuste mental tras la repentina pérdida de su amada. Comenzó a visitar hasta dos veces al día la tumba , vestido de negro, para conversar con Amelia, a quien no creía fallecida. José Vicente observaba un rito durante sus visitas: sonaba una de las cuatro argollas de la tapa del panteón, la de la izquierda, la del corazón de su esposa, y le decía: despierta mi Amelia, y hablaba con ella un largo rato. Cuando abandonaba el lugar, se ponía el sombrero sobre el pecho y caminaba hacia atrás, alejándose lentamente, cabizbajo, sin darle la espalda. Cuenta la leyenda que tiempo después muere el padre de Amelia, al destaparse la tumba para enterrarlo en ella, José Ignacio encuentra que Amelia está intacta y la niña se encuentra en los brazos de ella.

La escultura que adorna la tumba fue esculpida en mármol de Carrara, en el año 1909 porel artista y amigo de José Vicente, José Villalta de Saavedra, y simboliza la maternidad.El escultor se guió por una foto de la fallecida. El brazo izquierdo de la estatua rodea a un recién nacido y el derecho se apoya en una cruz latina, considerada símbolo del sacrificio. Comienza a despertar curiosidad la devoción de José Vicente y las historias que cuenta sobre su amada, el relato del bebé transportado a los brazos de su madre en la tumba, la impactante escultura que contribuye al ambiente sacro, y comienza poco a poco a tejerse la historia de santidad de "La Milagrosa". La tumba comienza a recibir innumerables visitas bajo las protestas del viudo, que pide a las autoridades detenga este flujo de visitantes. Pero la apasionante leyenda ya está en progreso, se le adjudican favores a la difunta dama, el brillo de santidad se extiende. Con el cursar de los años llegan nuevos adeptos de todas partes. Varios milagros son atribuidos por la población a la nueva santa, desde el poder concebir hijos hasta los buenos partos. Desde entonces, son miles los que la visitan en su morada eterna en busca del tan ansiado milagro, como lo atestiguan las flores acumuladas alrededor del sepulcro, y las lápidas con mensajes de agradecimiento.

La tradición consiste en saludarla, haciendo sonar una de las cuatro argollas de metal que adornan la bóveda, y tocando la parte inferior de la imagen esculpida. Los visitantes le dan la vuelta a la tumba y van solicitando su petición, siempre cuidando no darle la espalda a la estatua mientras se recorre el reducido espacio que ocupa. Se le otorga a "La Milagrosa" grandes y milagrosos poderes, al punto de que muchos han pedido su canonización por parte de la Iglesia Católica.

Sepultura

Amelia Goyri de Adot recibió cristiana sepultura en la bóveda propiedad de Gaspar Betancourt y de la Paz, situada en el cuadro Noroeste 28, campo común, de la afamada ciudad funeraria capitalina, hoy Monumento Nacional gracias a los restos mortales de personalidades que en ella reposan y de las obras de arte que perpetúan sus memorias. A partir del infausto episodio, aquel hombre de 24 años de edad acudía dos y hasta tres veces en el día a conversar con su amada, llevando siempre entre sus manos un manojo de las más hermosas flores.

Cuentan amigos y familiares del joven viudo que, según él, Amelia dormía en el campo santo. "Es por eso —decía— que al llegar, golpeo tres veces con la aldaba sobre el mármol, para despertarla y poder conversar como hacíamos desde niños, desde jóvenes, desde siempre…" Al marcharse, José Vicente lo hacía de frente, jamás de espalda. El antiguo capitán mambí demoró 40 años en reunirse, finalmente, con su esposa, y por tanto el ritual impuesto al llegar y al despedirse eran observados a diario no solo por los deambulantes ocasionales, sino por los empleados de la necrópolis, quienes atando cabos supieron la enorme tragedia que aquejaba a aquel hombre y, de paso, colocaron los cimientos de una leyenda que perdura hasta nuestros días.

Monumento

Sin reparar en gastos, José Vicente contactó en Italia al famoso escultor cubano José Vilalta Saavedra, para que ejecutara el monumento funerario en recordación a Amelia. El artista usó mármol de Carrara para representar de cuerpo entero a la difunta, con túnica y sosteniendo a un niño en su brazo izquierdo, mientras el derecho se apoya en una cruz. La habitual presencia del apuesto varón y su invariable ritual, acrecentado ahora por la colocación de la sugestiva escultura, provocó que personas desconocidas se acercaran al panteón… repitiendo los actos de José Vicente.

Pero el nacimiento de La Milagrosa como tal ocurre en 1904, cuando —dicen— que se exhumó su cadáver y se encontró su cuerpo intacto y con el feto en los brazos, en vez de en los pies, como se aseguraba estaba colocado al momento de ser enterrados. Con tales ingredientes comenzó a crecer la leyenda, al extremo de que el viudo protestó por la afluencia de personas que venían a interrumpir su plática con Amelia. Sobre todo, cada día acudían más mujeres embarazadas a solicitar "su ayuda", y algún tiempo después, las madres con hijos enfermos. El panteón de La Milagrosa estaba siempre cubierto de flores, y a José Vicente no le quedó otra alternativa que compartir su dolor con aquellas oleadas de personas que le solicitaban el favor de estar junto a Amelia y, a cambio, le prometían una gratitud eterna. A mediados de 1941 falleció José Vicente y sus restos fueron depositados en el mismo panteón de la hacía 40 años desaparecida esposa. Pero a estas alturas la leyenda de La Milagrosa se había robustecido, manteniéndose el ceremonial impuesto.


"Nunca se le debe dar la espalda a una dama, y menos si esa dama es mi esposa amada" dijo José frente a la tumba de Amelia, con el sombrero negro en la mano y el semblante triste.

Actualidad

Hoy el panteón de La Milagrosa es punto de reunión de quienes están convencidos de sus poderes sobrenaturales. A fines de los 80 un grupo de estudiosos llegaron a la conclusión de calificarlo como "un culto popular espontáneo, no institucionalizado". Al investigar a fondo las partidas de exhumaciones practicadas en 1904, apareció un dato sorprendente: Amelia Goyri de Adot, por voluntad expresa del viudo, no había sido exhumada y mucho menos compartió la sepultura con la criatura extraída de su vientre. O sea, la leyenda comenzaba a presentar sus primeras grietas.

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