Portal:Panorama Mundial/RESUMEN SEMANAL/2022-05-30

Revisión del 13:23 29 may 2022 de Irma gt (discusión | contribuciones) (La brevedad de la vida)

LA REVISTA DEL LUNES

No.125 /La Habana, lunes 30 de mayo del 2022 / Año 64 de la Revolución / / RNPS

Llamado a no perder las esperanzas

Llamado a no perder las esperanzas En estos momentos de la historia, después de lo acontecido durante el siglo XX, a nivel mundial las fuerzas que se dicen de izquierda tienen motivos para perder (o, mejor dicho: bajar) las esperanzas, las expectativas de cambio. Marcelo Colussi/Para Con Nuestra América Desde Ciudad de Guatemala Al decir “izquierdas”, se abarca allí un amplio y extendido campo, donde entran muy diversas expresiones (movimientos sindicales, movimientos campesinos, lucha armada, vía parlamentaria, nuevos grupos alternativos). Todos, de diversas maneras, buscan un horizonte post capitalista. El sistema capitalista ha mostrado ya infinitas veces que no puede (¡ni desea!) resolver los grandes problemas de la humanidad: hambre, ignorancia, precariedad de las condiciones generales de vida. Al menos, no puede resolverlos para la totalidad de la población mundial. Hoy día, con un portentoso desarrollo científico-técnico que permite una extraordinaria productividad, y sobrando comida en el planeta (40% más de la necesaria para nutrir bien a toda la población planetaria), 20,000 personas diarias mueren de inanición o por causas relacionadas con el hambre. El capitalismo es un sistema funesto. Solo un 15% de la población mundial (minúsculas élites y gran masa trabajadora en los países de capitalismo próspero: Estados Unidos y Canadá, Europa Occidental, Japón; a lo que se suman muy pequeños bolsones de prosperidad en el Sur global) vive con comodidades. El 85% restante pasa interminables penurias, y la vida tiene mucho de aventura (no se sabe si al día siguiente habrá comida, habrá guerra, se será víctima de la delincuencia callejera o se pisará una mina antipersonal sembrada por allí). El socialismo, surgido en los albores de la industria en Europa, que tomó su forma científica con Marx y Engels, se constituyó como herramienta teórica y guía práctica para forjar una sociedad post-capitalista. En el siglo XX aparecieron las primeras revoluciones socialistas: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua. La historia ha demostrado que no es posible un cambio real de capitalismo a socialismo si no es a través de un proceso de violenta ruptura de la institucionalidad capitalista. Los procesos socializantes en el marco de las democracias burguesas, más allá de ciertos cambios superficiales, no logran establecer nuevas bases sólidas para la construcción de una sociedad nueva. Esos procesos, que no pueden pasar de lo cosmético, finalmente caen, y las transformaciones comenzadas son fácilmente revertidas.

                                                             Igualmente, la historia enseña que explosiones espontáneas, aun expresando mucha cólera antisistémica, si no existe una direccionalidad política en la lucha, no logran cambios sustantivos. La cuestión es cómo lograr articular el enorme y profundo descontento social que provoca el capitalismo con una propuesta revolucionaria asertiva y funcional. Eso muestra la necesidad imperiosa de una conducción política para la lucha con un proyecto transformador concreto y posible, superando el espontaneísmo visceral.  

El pensamiento socialista tradicional, surgido en el siglo XIX, vio en la clase obrera industrial urbana el fermento revolucionario que permitiría pasar a una nueva sociedad. La experiencia habida en el siglo XX mostró que los cambios socialistas se dieron siempre en países con gran base campesina y sin mayor desarrollo industrial. Ello en modo alguno invalida las reflexiones de los clásicos; simplemente muestran que el materialismo debe seguir estudiando nuevas realidades, para proponer vías de acción posibles adecuadas a las circunstancias. Estos últimos años aparecieron otras fuerzas contestatarias que, si bien no siempre tienen un claro horizonte anticapitalista, son parte imprescindible de un proceso emancipador amplio. Ahí están las luchas contra el patriarcado, contra el racismo, por la diversidad sexual, contra el deterioro medioambiental. Todas esas luchas hacen parte, en definitiva, de un planteo transformador. Sucede que después de varias décadas de construcción de socialismo, la Unión Soviética colapsa y la República Popular China se abre a mecanismos de mercado. El discurso capitalista hegemónico hizo de estos hechos todo un acontecimiento a su favor: según su lógica, dejó en evidencia que el socialismo “no funciona”. La propaganda anticomunista atravesó el siglo XX de cabo a rabo. Entrado el siglo XXI, la misma no ha cejado. Por el contrario, de la mano de la lucha de clases que sigue tan presente como siempre, ahora intenta mostrar los beneficios del capitalismo en detrimento de “economías pobres”, que serían las socialistas. Ello oculta la verdad de las cosas: los pocos países socialistas habidos han mostrado todos, sin excepción, fenomenales avances sociales, pues la renta nacional benefició grandemente a sus poblaciones y la productividad se disparó, contrario a lo que dice el discurso de derecha. La artera propaganda capitalista muestra el “desabastecimiento” y las “largas colas” del socialismo como la evidencia de su fracaso. Tal es la fuerza con que se presenta la realidad enmascarada con este subterfugio, que el imaginario colectivo pudo haber terminado uniendo socialismo con pobreza. No olvidar nunca lo expuesto más arriba: para que un 15% del mundo consuma vorazmente, el 85% restante pasa penurias. La riqueza no puede medirse por la cantidad de centros comerciales resplandecientes que existen. Hay ahí una manipulada operación de guerra psicológica.

Lo cierto es que desde la caída del primer Estado obrero-campesino y la apertura china, los movimientos revolucionarios del mundo parecen haber quedado sin referente, sin proyecto que levantar. La fuerza con que el capitalismo en su versión neoliberal se impuso estas últimas décadas presentando al “socialismo real” como fracaso, mostrando que solo apelando a mecanismos de mercado se puede prosperar, dejó a las izquierdas bastante golpeadas; golpe que, años después, todavía produce conmoción. Si bien existen protestas populares y gran malestar acumulado en todo el mundo, todo ello no es suficiente para colapsar al capitalismo.

Cierta desesperanza se adueñó de las luchas populares. Los mecanismos de dominación ideológico-culturales trabajan a pleno para mostrar lo “imposible” de una alternativa no-capitalista, presentando los acontecimientos históricos del campo socialista europeo como la evidencia de su inviabilidad. Consecuencia de todo ello es que la idea de revolución, tal como se manejó por décadas a partir de la elaboración teórica de Marx y Engels, fue saliendo de circulación. La intención buscada es frenar por todos los medios la posibilidad de cambios estructurales. Cambios cosméticos (gatopardismo) sí; cambios de fondo: jamás. Cambiar algo para que no cambie nada.

En el medio de ese mar de reflujo de las luchas populares y del clima de desesperanza, entre fines del siglo pasado e inicios del presente asistimos a una ola de gobiernos progresistas en Latinoamérica, inspirados por la Revolución Bolivariana con Hugo Chávez al frente en Venezuela. Varios países de la región siguieron esos pasos, pero sin tocar los resortes últimos del sistema. Conclusión: después de algunos años, ninguno de esos gobiernos pudo transformar revolucionariamente la sociedad. Los cambios fueron revertidos por el sistema, que nunca dejó de seguir acumulando capital, más allá de los planteamientos redistributivos (clientelares en muchos casos).

Así las cosas, después de la pandemia de Covid-19 que golpeó en diversos niveles a la sociedad planetaria, y la actual guerra de Ucrania, que podría quizá abrir un nuevo orden internacional desbancando a Estados Unidos de su papel de potencia única, con la inclusión de China y Rusia en una nueva economía global, pero siempre capitalista (el socialismo de mercado chino es aplicable solo en ese país), el campo popular sigue sin referentes políticos, golpeado, desunido, bastante fragmentado y sobreviviendo en la precariedad económica.

En estos momentos quedan pocos países con planteos socialistas; el caso de China es algo especial. Su modelo combina capitalismo con socialismo. Eso quizá sea posible solo allí, dada la magnitud fabulosa de la nación y su historia milenaria. Aunque se dice inspirado en el marxismo más puro, ese esquema difícilmente es repetible en otras latitudes. Por otro lado, y distinto a lo que aconteció con la Unión Soviética, China no apoya ningún proceso revolucionario fuera de sus fronteras. En tal sentido, el campo popular del mundo está bastante huérfano de referentes. La Nueva Ruta de la Seda no es, necesariamente, una salida revolucionaria para los pueblos del mundo. El Foro Social Mundial no termina de cuajar una propuesta articulada y viable a nivel mundial (pensar globalmente y actuar localmente) que se enfrente al capitalismo.

Si bien las formulaciones teóricas del socialismo científico siguen siendo totalmente vigentes (las luchas de clases persisten, al igual que la explotación del trabajo asalariado), el curso de la historia que tomó el mundo en estos últimos años muestra aristas nuevas: el control poblacional de que hoy dispone el sistema –militar, ideológico, con las más refinadas tecnologías– es impresionante, dejando la protesta muy maniatada. El mundo en que vivimos ya no es el de la industria naciente de mediados del siglo XIX; hoy las cosas se mueven en otra lógica, apelando a herramientas antes impensables: comunicación holográfica, computación cuántica, internet de las cosas y de los sentidos, nanotecnologías aplicadas a las neurociencias, viajes interplanetarios, producción de vida artificial, clonación. Todo ello muestra profundos cambios en la producción humana, en la forma en que se genera la plusvalía, en las armas con que cuenta el sistema para defenderse; por eso es preciso y urgente repensar los términos de las luchas.

Por lo pronto hoy, segunda década del siglo XXI, el socialismo como sociedad preámbulo del comunismo (la sociedad sin clases, donde se buscaría construir un mundo de mayor justicia y equidad) parece haber salido de agenda. Lo máximo a que podría aspirarse –según la ideología dominante– es a un capitalismo con rostro humano, un capitalismo “menos depredador”. Ya no se habla de revolución, de lucha de clases, de explotación, aunque todo eso sigue existiendo (es la savia misma del sistema). La sociedad global, en términos generales, marcha cada vez más hacia posiciones de derecha conservadora. Planteamientos neofascistas y xenófobos rondan por allí. Si bien es cierto que en algunos campos ha habido avances sociales (lucha contra el patriarcado, contra el racismo, contra la discriminación sexual), lo cual puede dar la impresión de una sociedad global que se “moderniza” y “libera” cada vez más, visto en su conjunto, el sistema capitalista planetario excluye y somete a mayores cantidades de seres humanos. Estos avances, definitivamente muy importantes, no emancipan si no se dan articulados todos al mismo tiempo con una mejora real en el ámbito socio-económico.

El capitalismo fue tornándose cada vez más financiero. Hoy día asistimos a una economía bursátil basada en especulaciones sin sustento real en una producción material. Muchas de las hiper-fortunas que circulan son forzamientos especulativos que no aportan absolutamente nada a la gran masa trabajadora mundial. En cierta forma, el sistema capitalista vive de esta economía ficticia, amparada siempre en una fuerza militar inapelable que lo defiende. Por otro lado, los procesos de desarrollo de la productividad llevaron a una super mecanización y robotización del trabajo que termina excluyendo cada vez más a seres humanos de carne y hueso. En ese sentido, las tecnologías no ayudan al bienestar general, sino que benefician solo a minúsculos grupos de poder, hundiendo en forma creciente a la enorme masa trabajadora mundial, la que se encuentra a inicios del siglo XXI igual o peor que a inicios del siglo pasado (desaparece la lucha sindical, las condiciones laborales empeoran, la siniestralidad del trabajo aumenta). Todo esto pareciera indicar que al gran capital no le interesa mantener tanta población en el mundo, lo que lleva a pensar en grupos “viables” y –aunque parezca mentira– poblaciones “sobrantes”.

Las guerras siguen marcando buena parte de la dinámica mundial (más de 50 frentes de combate abiertos actualmente, no solo el de Ucrania, que por razones políticas tiene tanta prensa). Más allá de las pomposas –pero nada creíbles– declaraciones sobre paz y convivencia pacífica, el sangriento enfrentamiento mortal sigue estando presente día a día. Hoy, en un mundo regido básicamente por el capitalismo con la supremacía del dólar impuesto por su potencia hegemónica, Estados Unidos, las guerras constituyen el gran negocio, el más grande de todos. Por supuesto, se benefician de ellas las minúsculas élites que las provocan y fabrican los armamentos; el campo popular las sufre. El llamado a un internacionalismo proletario solidario donde los combatientes dejen las armas para confraternizar como clase trabajadora global yendo contra las oligarquías (“Trabajadores del mundo: ¡uníos!”), no prospera.

Junto a todo lo anterior, la experiencia ha demostrado que solo países enormes, como China o Rusia, pueden enfrentarse al gran capital, sin que necesariamente la victoria esté asegurada. Países pequeños y con escasos recursos (solo producción agropecuaria, poca capacidad industrial e infraestructura científico-técnica instalada, pequeña capacidad militar) pueden llevar a cabo una revolución socialista, pero luego cuesta horrores mantenerla. Y si costó muchísimo décadas atrás, con un campo socialista desarrollado de pie que ayudaba, hoy día, en soledad, esos pequeños países se encontrarían en una situación muy compleja, sin mayores posibilidades de sobrevivencia.

El materialismo histórico, en tanto ciencia que permite comprender todas estas dinámicas y fijar líneas de acción, sigue vigente. Sus verdades fundamentales continúan siendo absolutamente válidas (no ha muerto, como se declaró infinitas veces). Sin embargo, no por negar sus principios básicos sino para ajustar esa herramienta de análisis a las nuevas y cambiantes realidades, debe profundizarse el estudio de la situación actual a fin de entender elementos desconocidos en el momento de su formulación teórica, a mediados del siglo XIX: nuevos sujetos revolucionarios, construcción del socialismo en un solo país, el papel de las vanguardias revolucionarias, las transformaciones en la dinámica capitalista, temas olvidados como la vocación de poder de los seres humanos (las disputas de poder, que pueden hacer fracasar procesos revolucionarios, también están en las izquierdas), nuevas tecnologías de manipulación y control poblacional de un impacto impresionante, desarrollo monumental de las fuerzas militares-represivas, arquitectura global del actual sistema-mundo.

Todo lo anterior puede hacer pensar en que el horizonte socialista ya no es posible, que quedó como “utopía juvenil irrealizable”. Quizá sea necesario replantear las formas de lucha, porque lo conocido, en este momento no pareciera ser un camino muy prometedor. Evidentemente, la correlación de fuerzas en la actualidad muestra un triunfo omnímodo del gran capital sobre la clase trabajadora global. Pero ello no significa que no se necesiten los cambios. Hoy la tarea inmediata sigue siendo 1) unión de las fuerzas de izquierda tan dispersas que existen, 2) organización de las bases populares, 3) impulsar un contra-mensaje ideológico no-capitalista, con nuevos valores (solidaridad, rechazo al consumismo y al individualismo), 4) unidad programática y de acción de todos los colectivos sojuzgados: asalariados varios, mujeres, pueblos originarios y etnias excluidas, jóvenes, marginados y explotados diversos por el sistema, y 5) una conducción clara con proyecto revolucionario posible acorde a las circunstancias históricas (tomando en cuenta todo lo arriba expuesto).

Sin lugar a dudas, la tarea es titánica. Pensar que nos excede es aceptar que el campo popular fue derrotado e, indirectamente, que “la historia terminó”, como se declaró exultante cuando caía el Muro de Berlín. Pero ni lo uno ni lo otro: la clase dominante ahora se muestra vencedora, pero si el amo tanto y tanto se defiende (con guerra ideológica, con armas sofisticadas, con controles planetarios a todo nivel) es porque sabe que, tarde o temprano, el esclavo abrirá los ojos. Estas breves y mediocres reflexiones –más de charlatán de feria que sesudas investigaciones sociales– no son sino un reforzamiento para la lucha, un llamado a no perder las esperanzas. “Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.

  • Sicólogo, periodista y licenciado en Filosofía, de familia italiana, nació y creció en Argentina.

Tomado de: CON NUESTRA AMÉRICA/21 de mayo de 2022

Experiencias históricas para un nuevo americanismo

Desde inicios del siglo XX, los EEUU se convirtieron en un referente obligado para América Latina. En ello tuvo que ver el expansionismo económico norteamericano y la utilización que permanentemente se hizo del monroísmo, una ideología de la diplomacia del gigantesco país, que aseguró su hegemonía en el continente.

                                                             Desde aquellos tiempos, la historia de los países latinoamericanos, hasta lo que va del siglo XXI, no puede entenderse exclusivamente por los procesos internos, sino por la constante presencia que, a veces en forma directa y otras en forma indirecta, han tenido las políticas de los EEUU para cultivar y mantener esa hegemonía.  

Entre tantos acontecimientos y procesos que puede estudiarse, destacaré tres, por el singular significado histórico que tienen. En primer lugar, está la Misión Kemmerer, por el nombre de quien la presidió: el economista Edwin Walter Kemmerer (1875-1945), quien era profesor de la Universidad de Princeton y actuó al frente de un grupo de profesionales contratados por México (1917), Guatemala (1919), Colombia (1923), Chile (1925), Ecuador (1926), Bolivia (1927) y Perú (1931). En todos esos países promovió reformas monetarias y financieras, cuyo eje fue la fundación de Bancos Centrales, bajo el modelo de la Reserva Federal (FED) de los EEUU fundada en 1913. Tales bancos eran instituciones privadas, constituidas como compañías anónimas, en las que participaban, como accionistas, los bancos comerciales y, además, otros inversionistas. Los Bancos Centrales asumieron el monopolio de la emisión monetaria, bajo el “patrón oro”. Pero la Misión también impulsó el establecimiento de las Contralorías e incluso de las Superintendencias de Bancos. La importancia histórica de esa Misión en América Latina puede advertirse por lo que sucedió en Ecuador. El Banco Central se creó en agosto de 1927, bajo una resistencia bancaria impresionante. Es que cortó el gran negocio de los bancos privados que emitían, cada uno, sus propios billetes. Y con la Contraloría, así como con la Superintendencia de Bancos, más la ley de impuestos internos y la política social del gobierno de Isidro Ayora (1926-1931), que ejecutó el programa de la Revolución Juliana (1925), se impuso el Estado sobre los intereses privados y la visión social sobre la empresarial, con lo cual concluyó lo que en el país se denomina como “época plutocrática” (1912-1925), en la que dominó la oligarquía agroexportadora y financiera. Fue el momento en que se definió el largo proceso de superación del régimen oligárquico, que se proyectó hasta la década de 1960. El segundo momento histórico tiene que ver con la Alianza para el Progreso (Alpro). Este fue un megaproyecto estratégico de los EEUU durante el gobierno de John F. Kennedy (1961-1963) destinado a promover el “desarrollo” de América Latina. En los discursos de Kennedy y en los documentos oficiales de la Alpro, queda en claro que, con el revestimiento del tradicional “americanismo”, se convocó a un vasto programa de acciones para frenar el comunismo, impedir la extensión de la URSS sobre el continente, que para los norteamericanos ya se había iniciado con la “caída” de Cuba y realizar una “revolución”, pero en paz, democracia y libertad. Se habló de “cambio de estructuras”, en las que el Estado debía jugar un papel significativo mediante obras de infraestructura y planificación, la canalización de recursos al sector

                                                             privado y la realización de reformas agrarias. Paradójicamente, como ocurrió en Ecuador, ese programa fue atacado de “comunista” por las oligarquías y empresarios tradicionales, que nunca comprendieron los alcances del programa, en tanto la CIA logró implantar una Junta Militar (1963-1966), pronorteamericana y anticomunista, que ejecutó lo que estuvo previsto por la Alpro. A pesar del lado imperialista del programa, su lado “desarrollista” sirvió para que el país supere definitivamente el viejo sistema hacienda, ingrese en un acelerado camino de modernización capitalista, despegue la industria y hasta provoque el crecimiento de su burguesía, procesos que no ocurrieron en el pasado. Lo mismo que sucedió en otros países.  

El tercer proceso ocurre en las décadas finales del siglo XX, de la mano del FMI y la ideología neoliberal, impulsada a partir del gobierno de Ronald Reagan (1981-1989), quien, como sostiene el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz en su libro Capitalismo progresista (2020), cortó el camino norteamericano hacia una economía social que se había inaugurado con Franklin D. Roosevelt (1933-1945). El neoliberalismo transformó América Latina, pero en sentido contrario a lo que había proyectado el desarrollismo de la Alpro. Sirvió para instaurar gobiernos empresariales y, cada vez más oligárquicos, que solo edificaron economías abiertas, bajo la idea de mercados libres, sectores privados privilegiados, privatizaciones, reducción o anulación de impuestos, extractivismo de recursos y flexibilizaciones laborales. Los resultados económicos fueron variables, pero la riqueza se concentró como nunca antes, los servicios y bienes públicos se deterioraron o pasaron al control privado (que hizo con ellos jugosos negocios) y se incrementó la precariedad de las condiciones de vida y trabajo en toda Latinoamérica, lo cual puede verificarse siguiendo los múltiples estudios de la CEPAL. De estas tres experiencias históricas resumidas pueden obtenerse múltiples conclusiones. Pero hay una que cabe resaltar: cuando los EEUU se han propuesto realmente colaborar para impulsar el desarrollo de América Latina, se han logrado avances significativos en la economía y la sociedad, a pesar de la afectación a la democracia que igualmente corrió en paralelo durante los 60 y 70 del pasado siglo, por la ideología creada con el combate al “comunismo”. Quién sabe si el rumbo habría sido mejor y poco traumático si se respetaba la democracia y se apoyaba gobiernos constitucionales. En cambio. el neoliberalismo, fomentado como nueva panacea para el futuro, ha sido un completo fracaso en América Latina. Y sigue agravando el panorama social y agudizando la conflictividad en todos los países donde se ha mantenido o ha sido restaurado, tras el primer ciclo de gobiernos progresistas que, en cambio, impulsaron economías de tipo social. Si se lograra un cambio de paradigmas en el continente, los EEUU podrían colaborar mejor a la superación del heredado “subdesarrollo” y al mejoramiento de la vida en todo el continente. Se requiere tomar con seriedad la experiencia histórica, abandonar definitivamente el neoliberalismo para América Latina y juntar esfuerzos comunes para reconstruir economías sociales. Incluso la

                                                             seguridad nacional norteamericana y la del continente tendrían espacios mucho más firmes para una coordinación amistosa, sin las dramáticas consecuencias del intervencionismo.   

Sin duda, tocará comprender que las economías sociales afectarán intereses oligárquicos de las elites económicas y empresariales, que hoy se muestran dispuestas a impedir cualquier cambio de rumbo y cada vez más afilan incluso el cuestionamiento a la propia democracia representativa. Ronda el creciente riesgo de que se afiancen sectores clasistas y políticos que solo proyectan sanearlo todo con la instauración de regímenes fascistas, que arrasen con “populismos”, “progresismos” e “izquierdismos”.

  • Doctor en Historia. Profesor de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE). Blog Historia y Presente – www.historiaypresente.com

Tomado de: REBELIÓN/21 de mayo de 2022

FMI y la historia de la subordinación en la región latinoamericana y caribeña

La Argentina está en el centro de la atención y el debate por el acuerdo suscripto recientemente con el FMI y que se proyecta hacia el 2034. Un acuerdo que intenta legalizar vicios de origen de un préstamo cuestionable desde varios ángulos (45 mil millones de dólares desembolsados) y otorgado en 2018 con el auspicio deliberado de EEUU (gobierno Trump) y su peso relativo en la toma de decisiones del organismo. Con ese préstamo, la Argentina es hoy el principal deudor del FMI y acaba de suscribir un programa de ajuste fiscal y monetario en un marco de alta inflación y deterioro de las condiciones de vida de la mayoría empobrecida. Un clásico en la lógica del FMI. En la historia reciente podemos encontrar otros casos paradigmáticos, como el de Bolivia en 2019, país receptor de un préstamo del FMI por 327 millones de dólares, otorgado a un gobierno ilegítimo (surgido de un golpe de Estado) y no utilizado, que fuera devuelto por el actual gobierno con actualizaciones por más de 19 millones de dólares, e intereses y comisiones por 4,7 millones de dólares; totalizando un costo de casi 25 millones de dólares. También vale recuperar la histórica resistencia popular ecuatoriana en 2019 ante las exigencias suscriptas entre el FMI y el gobierno del Ecuador, que impactaba en las condiciones de vida de la población. Son dos muestras muy

                                                             concretas que asocian al FMI con la lógica de la dominación capitalista y, por ende, la extracción de riquezas de nuestras sociedades.   

Lo concreto es cada vez que interviene el FMI, el sentido es la reactivación del orden capitalista en desmedro de los derechos populares y sociales. Existen antecedentes variados de reaccionarias intervenciones del FMI en toda la región. En estos días hay acuerdos con Chile, Colombia y Costa Rica. Vale recordar, que el FMI es un organismo rector del sistema financiero mundial en el marco del orden económico emergente luego de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, EEUU, potencia rectora del sistema mundial, ejerce la hegemonía en los organismos internacionales, el FMI y el Banco Mundial, con lo que estos actúan en sintonía con la lógica de política económica diseñada desde Washington. Fue en los 90 que se definió el llamado “Consenso de Washington” (sede del FMI, del BM y del gobierno de EEUU) para la región latinoamericana y caribeña y con ello el proceso acelerado de liberalización de la economía, con apertura al libre movimiento de capitales internacionales; las privatizaciones de empresas públicas; el desarme de la estrategia de sustitución de importaciones. En rigor, un proceso iniciado en los años setenta del siglo pasado y consolidado en la última década del Siglo XX. El FMI está en el centro de la gestión del “sistema deuda”, mecanismo de dominación y subordinación de nuestros pueblos y países a la lógica de acumulación del capital más concentrado en el ámbito mundial. Se trata de una lógica sustentada en la dinámica articulada de las corporaciones trasnacionales, entre ellos la banca y el mercado financiero, los principales estados del capitalismo mundial y los organismos internacionales. La resistencia al FMI y a la deuda La deuda constituye un mecanismo de fortalecimiento de la dependencia de nuestros países, lo que nos motiva a recuperar los procesos de resistencia y confrontación contra los acreedores externos y el FMI. Vale memorar los antecedentes de la deuda latinoamericana y caribeña, como mecanismo de subordinación de nuestros pueblos y sociedades a la lógica del capitalismo mundial, recreada bajo las condiciones definidas por el gran capital en tiempos de globalización y expansión de las finanzas y la especulación. El FMI intervino en tiempos de la industrialización sustitutiva de importaciones, entre los 50 y 70 del siglo pasado y fue instrumento esencial para contribuir al cambio de modelo hacia la liberalización económica en los 80/90 del Siglo XX. Por eso, entre los antecedentes debe registrarse el impago de la deuda mexicana en 1982, dando lugar a la “crisis de la deuda”, que en la región latinoamericana y caribeña supuso el fin de un modelo productivo y de

                                                             desarrollo desplegado por medio siglo entre los 20/30 del siglo pasado y la reestructuración neoliberal de los 70/80 que consolidó el Consenso de Washington. Dicho sea de paso, en esa década del 80 se produjo el retroceso que la CEPAL definió como “década perdida”, agravando los problemas estructurales de la organización socio económica en toda la región, con incremento de la desigualdad, concentración del ingreso y la riqueza y expansión del desempleo, la pobreza, la explotación y el saqueo.   

En respuesta a la agresión de los acreedores bajo la gerencia del FMI, la propuesta surgida desde La Habana en 1985 convocó a construir un “Club de deudores” de la impagable deuda. Desde entonces, son innumerables las campañas populares que en la región levantan las consignas de suspensión de los pagos de la deuda, al tiempo que se demandan exhaustivas investigaciones de la misma para definir la legitimidad, la ilegalidad e incluso el carácter odioso de las deudas. Por eso hoy, la intervención del FMI en la región, no resulta distinta a la tradición, asociada a la promoción de una estrategia de subordinación a la lógica capitalista. Al mismo tiempo, se destaca la extensión de campañas nacionales que denuncian el endeudamiento, tal como se hizo hace pocos días en México en ocasión de realizarse el Foro Social Mundial (FSM). La red mundial CADTM realizó su asamblea regional en el marco del FSM y llevó a cabo diversas reuniones en varias ciudades mexicanas, denunciando al sistema deuda y haciendo conocer la construcción de la promotora por la suspensión de pagos e investigación de la deuda en México. La cuestión de las luchas en contra de la deuda y el FMI tuvo protagonismo en la cumbre popular del FSM en territorio azteca. El tema es preocupante y se agrava en las condiciones de crisis actual. En el sitio del FMI puede leerse un artículo reciente suscripto por un colectivo de colaboradores del FMI y encabezado por el Director del Departamento del Hemisferio Occidental, en el que se resalta: “Con las relaciones de deuda pública/PIB por encima de los niveles previos a la pandemia y el aumento de los costos de financiamiento en un contexto de tasas de interés internacionales y locales más altas, los países tendrán que garantizar la sostenibilidad de las finanzas públicas para ayudar a preservar su credibilidad y recomponer el espacio fiscal.” Queda clara la convocatoria tradicional a la “sostenibilidad de la deuda”, para lo cual se inducen reformas fiscales, con más impuestos y menores gastos, claramente identificado en recomendaciones: “como el aumento de los impuestos sobre la renta de las personas físicas” La tradición apunta a la regresividad fiscal de regímenes tributarios que se descargan sobre los sectores con menores posibilidades de enfrentar la dinámica de la crisis. En ese sentido, el FMI se reitera en la demanda por reformas estructurales, del régimen laboral, previsional y tributario.

                                                              Queda claro que en el horizonte de recomponer la tasa de ganancia debe disminuirse el ingreso popular, en salario, jubilaciones, o planes sociales, incluso el gasto público de orientación hacia las necesidades de la población. Los pueblos necesitan recrear y ampliar las campañas en contra del ajuste y la reestructuración regresiva implícita en los programas del FMI, en un tiempo de expansión de las deudas, no solo la pública, sino de las empresas y las familias.   Argentina   Insistamos en el carácter condicionante del endeudamiento y del papel del FMI. Es algo que se corrobora en el crédito asignado en 2018 por 57 mil millones de dólares, de los cuales se desembolsaron 45 mil millones. Es una cifra que está por encima del doble de la capacidad de asignación de préstamos según los reglamentos del organismo internacional. No solo que el FMI incumplió con sus estatutos y normas, sino que era consciente que Argentina no podía reembolsar. ¿Por qué entonces el FMI hizo el préstamo? Hay varias razones, entre las cuales predominan los argumentos políticos.   

EEUU necesitaba consolidar gobiernos amigables a su política exterior en el continente, y su apuesta era a la continuidad del gobierno explícitamente de derecha en las elecciones de fines del 2019. Se trató de un objetivo inalcanzado. De igual manera, se proponía condicionar al gobierno entrante, que terminó siendo de otro signo político, pero que, al asumir la negociación con el FMI para reestructurar la devolución del préstamo, se subordinó a la lógica de condicionamiento. También presionó la clase dominante local en Argentina, que incluye al capital externo, necesitado del ingreso de divisas para viabilizar la fuga de capitales, sea por cancelación de deudas anteriores, remesas de utilidades al exterior o constitución de activos en el extranjero. Son mecanismos de fuga de capitales para los que era necesario que ingresaran divisas. Esa fue también la misión del FMI para otorgar el préstamo. En definitiva, el FMI es funcional a la demanda del socio hegemónico, EEUU, y a las necesidades de las clases dominantes en el orden local. Con el acuerdo suscripto en el 2022 se estableció un paréntesis de un par de años para renovar el préstamo al solo efecto de cancelar las deudas con el FMI y con monitoreo (auditoria) del FMI cada tres meses. De hecho, un cogobierno con el FMI. Queda luego de la cancelación del préstamo del 2018, un nuevo crédito de facilidades extendidas por un monto de 44 mil millones de dólares, con vencimientos hasta el 2034. Puede presumirse el impago de ese crédito y, por ende, un horizonte de renovaciones y condicionalidades del FMI para varios gobiernos en el futuro mediato de la Argentina.

                                                             Toda una gran condicionalidad mientras se asuma la inevitabilidad de legalizar esas acreencias y condenar al país al ajuste perpetuo. El camino alternativo deviene de la campaña popular iniciada al comienzo de la gestión gubernamental actual, con la creación de la Auto convocatoria por la suspensión de los pagos de la deuda y su investigación , que en el trayecto de su acción creció en articulación con otros espacios, especialmente los gestados desde la izquierda parlamentaria, con iniciativas de movilizaciones conjuntas para desplegar una propuesta de rechazo a los acuerdos con el FMI y otros acreedores del endeudamiento público.   

El rechazo, aun parcial, al acuerdo en la coalición gubernamental, habilita a la ampliación del arco político y social que promueve el rechazo a la deuda y al FMI. La realidad presenta ambas facetas, las del acuerdo con el FMI, que en un marco de elevada inflación y restricciones fiscales y monetarias convoca al ajuste y un mayor sufrimiento de los sectores empobrecidos. Es una situación que agudiza el descontento, la protesta y la potencialidad de ampliar el espectro de la confrontación y del rechazo social y político al acuerdo con el FMI. Está claro, además, que el rechazo a la deuda es el punto de partida de un programa integral que confronte con el régimen del capital y avizore las condiciones de una perspectiva emancipadora.

  • Doctor en Ciencias Sociales de la UBA. Profesor titular de Economía Política, Universidad Nacional de Rosario. Presidente de la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas, FISYP. Director del Instituto de Estudios y Formación de la CTA Autónoma, IEF-CTA.

Tomado de: BLOG DEL AUTOR/12 de mayo de 2022

La brevedad de la vida

Carolina Vásquez Araya América Latina es un continente rico. Eso lo sabemos cuando los medios nos enseñan la prosperidad de los más poderosos y del modo mañosamente legalizado como se apropian de aquellos recursos vitales -como el agua, las tierras y los minerales- para explotarlos y construir sus grandes imperios. Todo ello, sostenido por la dependencia económica de los sectores más necesitados. Los gobiernos, por su parte, son sus aliados incondicionales al haberse apoderado de los centros de control político gracias a leyes casuísticas en las cuales no figuran límites al financiamiento de sus campañas ni a la

                                                             manipulación de la justicia. Agazapadas en la oscuridad, las organizaciones criminales se benefician de este singular sistema.  

En estos paraísos de corrupción, los más afectados son los niños, niñas y adolescentes cuya existencia no marca prioridades en las agendas políticas. Utilizados como instrumento emocional en las propuestas electorales, son relegados al último lugar de los programas gubernamentales porque, obviamente, no tienen voz ni voto como miembros de la sociedad. Este abandono tiene consecuencias de largo plazo; una de ellas es cómo miles de niños y niñas, condenados a la desnutrición, a la pérdida de sus capacidades físicas y mentales, a la violencia derivada de sus entornos de miseria, son expuestos a una vida breve. Además de aquellos que perecen por falta de nutrientes, hay muchos más quienes, como resultado de esa condición, terminan sirviendo de mano de obra barata sin posibilidad alguna de progresar en la vida. La respuesta a una cuestión tan obvia la tiene el sistema político y la manera como se administra el Estado. La perspectiva, desde los estamentos políticos, no ha alcanzado la madurez suficiente para consolidar políticas públicas fundamentales y presenta fuertes deficiencias en su visión humanitaria o como quiera se le llame al más elemental sentido de responsabilidad con respecto de las obligaciones hacia la población más necesitada de ayuda. Por lo general, el típico discurso político sobre la desnutrición infantil se reduce a enseñar cifras y a mostrar satisfacción si el porcentaje es uno o dos puntos menor que el año anterior; así, el hecho de señalar avances insignificantes les parece un éxito aún cuando el número de niños muertos no tenga visos de desaparecer. Se supone que luego de tantos estudios elaborados por los organismos internacionales, las secretarías, las comisiones y los expertos contratados para ejecutar los planes, a estas alturas podría existir programas bien estructurados de tolerancia cero contra la desnutrición crónica a nivel continental, así como asignaciones eficaces y transparentes de recursos con acciones orientadas hacia mejorar políticas de desarrollo sostenible en las áreas de mayor incidencia. Los parámetros de desarrollo -en países con riquezas tan enormes como sus sectores de pobreza- deberían estar sustentados en indicadores válidos y técnicamente correctos sobre políticas para erradicar la desnutrición crónica infantil. Para ello, los programas de asistencia alimentaria deben independizarse de las estrategias propagandísticas gubernamentales y funcionar de manera conjunta con organizaciones de la sociedad civil que les sirvan de aval. La sociedad, si se involucra y desecha sus prejuicios, sería capaz de cambiar esta atroz realidad de la infancia. El hambre no es una maldición, es producto de la corrupción de los gobernantes.

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