El Decamerón
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Decamerón Tomo I. Libro llamado Decamerón o príncipe Galeotto,1 que contiene cien cuentos narrados durante diez días por siete doncellas y tres mancebos.2
Proemios
La palabra Decamerón, inmediatamente transcrita del griego, significa «diez días». Boccaccio, al dar este título a su libro, obedece a un afán simbólico muy en boga entonces. San Ambrosio había llamado Hexamerón -los seis días- al tratado de la creación del mundo; después de él, muchos padres y teólogos recurrieron a títulos semejantes. En cuanto al segundo título del libro Príncipe Galeotto, el simbolismo no es menor. El libro de Galeotto fue el que leían Paolo y Francesca de Rimini cuando los sorprendió la muerte: Galeotto fu il libro e chi lo scrisse, nos dice Dante (Inf., V. 137). El nombre de Galeotto era la italianización del Galehault de los relatos caballerescos sobre los amores de Lanzarote y la reina Ginebra, en los que terció como mediador el mismo Galeotto, quien «por el gran amor que sentía por Lanzarote, se las compuso para complacerlo en sus amorosos deseos».
Nótese la intención simbólica de los números: dos cifras impares que suman número par; diez son los días -o jornadas- hábiles para los cuentos; y cien relatos del Decamerón, si se prescinde del bellísimo de las ocas, incluido en la introducción de la jornada IV.
Humana cosa es apiadarse de los afligidos; y si es verdad que a todos conviene hacerlo, de modo especial a quienes ya en alguna ocasión necesitaron ayuda y la hallaron en los demás. Pues si alguien precisó de compasión alguna vez -o la tuvo en gran estima y gozó de cala--, ése soy yo. Porque, desde mi primera juventud hasta este tiempo, viví inflamado por un altísimo y noble amor, tal vez más grande de lo que mi baja condición hiciera suponer, por lo que repetidas veces se me ha pedido que lo cuente; y aunque según los llamados discretos que lo supieron yo no debiera ser alabado ni reputado en mucho, la verdad es que ese amor me causó grandísima fatiga y sufrimiento, no por crueldad de la mujer am4da, sino por el excesivo fuego concebido en mi alma a causa de un desordenado apetito que, no dejándome satisfecho en ningún prudente término, me hacía sentir con más frecuencia pena y aburrimiento que necesidad.
En dicha fatiga me proporcionaron tanto alivio las grandes razones de cierto amigo y sus laudables consejos, que siempre he sostenido firmísimamente que a él debo no haber muerto. Mas como plugo a Aquel que, siendo infinito, impuso a todas las cosas mundanas la inmutable ley de llegar a un término, mi amor que era más ardiente que cualquier otro, y al que no hubiera podido romper ni doblegar fuerza alguna de razón o consejo, ni vergüenza o peligro de ninguna clase, con el paso del tiempo disminuyó por sí mismo de tal manera que sólo ha dejado en mi alma aquel placer que acostumbra proporcionar que tantas veces no se logra ni aun navegando en sus más oscuros piélagos; porque aquello en que solía ser fatigoso, al alejar de mí todo afán se ha convertido en deleitable.
Mas aunque haya cesado la pena, no por eso ha huido la memoria de los beneficios entonces recibidos de parte de quienes por su benevolencia para conmigo sufrían por mis propias fatigas; ni creo que ese recuerdo se borre nunca, si no es por fuerza de la muerte. Y puesto que, a mi juicio, la más reco-mendable de todas las virtudes es la gratitud, y lo más reprobable el vicio contrario, para no pecar de ingrato me he propuesto -ahora que puedo considerarme libre- proporcionar en lo poco que yo pueda algún alivio, si no a quienes me ayudaron, que tal vez por su prudencia o su buena ventura no lo necesitan, por lo menos a aquellos que lo hayan menester, a cambio de lo que de ellos recibí. Y aunque mi apoyo o mi ayuda -si queremos llamarla así- resultará pobre, creo que no debo negarla a quienes más la necesitan, ya porque les será más útil, ya porque la tendrán en mayor estima.
Esto supuesto, ¿quién negará que es más conveniente ayudar a las mujeres que a los hombres? Porque aquéllas esconden en sus delicados pechos con pudoroso temor las llamas amorosas, cuya fuerza, mil veces mayor que las de aquellas que aparecen a la vista, conocen cuantos las han probado y prueban aún. Por otra parte, estas mujeres, constreñidas por la voluntad, los caprichos y mandatos de sus padres, de sus madres, hermanos y maridos, pasan la mayor parte del tiempo encerradas en la reducida clausura de sus cámaras, sentadas en la ociosidad y el aburrimiento, queriendo y no queriendo a un mismo tiempo, meditando consigo mismas diversos pensamientos que no siempre pueden ser alegres. Y cuando por tales motivos invade sus mentes alguna melancolía movida de ardiente deseo, deben soportarla con gran tristeza hasta que consiguen alejarla con nuevas imágenes; y esto, sin pararnos a considerar que son menos fuertes que los hombres para resistir tamaña tristeza.
Nada de lo dicho suele suceder a los varones enamorados; porque, si alguna pena o melancolía los aflige, tienen muchas maneras de distraerse y aliviar sus fatigas, puesto que no les falta, si lo desean, la libertad de ir de un lado a otro, oír y ver muchas cosas, reír, cazar, pescar, cabalgar, entretenerse con algún juego o traficar; gracias a tan diversas distracciones pueden expansionar el propio espíritu en todo o en parte y alejarlo, al menos por algún tiempo, de los pensamientos enojosos; con lo que, de una manera u otra, se alcanza siempre alguna consolación o se mitiga la tristeza.
Por todo ello, a fin de remediar en parte los desafueros de la fortuna que fue más avara de consuelos con los seres más débiles -como hemos visto que ocurre con las delicadas mujeres- y para ayuda y refugio de las que aman -porque las demás ya tienen bastante con la aguja, el huso y la devanadora-, quiero contar cien cuentos, fábulas, parábolas e historias o como queramos llamarlas, narradas durante diez días en una honesta reunión de siete doncellas y tres mancebos, durante el pestilente tiempo de la pasada mortandad, y recordar algunas cancioncillas por ellos cantadas.
En tales relatos se apreciarán agradables y ásperas historias 1e amor y otros afortunados sucesos ocurridos, tanto en los tiempos modernos como en los antiguos. De todo lo cual, las mujeres que esto lean -y a las que antes he aludido- podrán sacar igualmente gusto y solaz, y consejos útiles para conocer qué es lo que deben huir y qué es lo que pueden imitar; cosas ambas que no creo se obtengan si primero no se vence el aburrimiento. Si esto sucede -y quiera Dios que así sea-, den las gracias al Amor, que, liberándome de sus ligaduras, me concedió tiempo para atender a su distracción y placer.
Introducción
Cuando pienso, graciosísimas señoras, cuán natural os es, a todas la piedad, reconozco que este libro os parecerá grave y triste en sus comienzos; tanto como el doloroso recuerdo de la pasada y mortífera peste, tan deplorable y dañosa a quien la vivió, puesto que con aquella calamidad doy principio a mi obra. No quisiera que la lectura de estas páginas os asustase o hiciera pensar que siempre habréis de leer este libro con lágrimas y suspiros; por el contrario, el horrible comienzo debe ser para vosotras como es para el caminante una montaña desierta y áspera a cuyo pie se halla un deleitoso llano que tanto más apacible parece cuanto más fatigoso ha sido el camino.
Verdad es que el dolor sucede a las alegrías con frecuencia; 1 pero no lo es menos que todas las tristezas se olvidan a la hora del júbilo. A tan breve penalidad -y la llamo breve porque se expresa en pocas letras2- siguen inmediatamente la dulsura y el placer que os prometí hace poco y que nadie esperaría de esta lastimera introducción si antes no os lo anunciara. Y os aseguro que si hubiese podido llevaros por otro camino diverso de este ingrato sendero, lo hiciera de mil amores; mas era imposible conocer la causa de que sucedieran las cosas que leeréis en este libro sin recordar antes las desdichas de la peste, creo que es forzoso que lo haga.
Contenido
- Los motivos de Abraham
- Historia de los tres anillos
- El abad de Lunigiana
- Las razones del maestro Alberto
- Rinaldo d'Esti
- Un abad que no es abad
- Historia del corsario Landoífo Rúfolo
- La buena fortuna de Andreuccio de Perugia
- La hija del sultán de Babilonia
- La mujer de Bernabó
Giovanni Boccaccio
El Decamerón es una de las obras maestras de la literatura de todos los tiempos. Su autor, Giovanni Boccaccio (1313-1375), puede considerarse el primer renacentista, y su obra el triunfo de la literatura profana sobre el pesado yugo de la opresión eclesiástica. En medio de la crítica situación de la Iglesia: la corrupción del clero y el cisma de Occidente, surge la peste que asoló a Europa, Asia y África. Er. 1348 se ensañó en Florericia y Boccacio aprovecha para consolar a la población haciéndola reír. Nada mejor que el tema de los curas corrompidos y los esposos cornudos para lograr ese objetivo. EI Decamerón, pletórico de amor, enredos, pasión, lujuria y malicia trasciende lo anecdótico para convertirse en la más demoledora crítica de la sociedad medieval.
Fuente
- Libro Decamerón Tomo I
