Nicolás Azcárate

Nicolás Azcárate y Escobedo
Información sobre la plantilla
Azcárate1.JPG
NombreNicolás Azcárate y Escobedo
Nacimiento21 de julio de 1828
La Habana, Bandera de Cuba Cuba
Fallecimiento1 de julio de 1894
La Habana, Bandera de Cuba Cuba
EducaciónLeyes y Literatura
OcupaciónAbogado, político y periodista
Obras destacadasNoches literarias en casa de Nicolás Azcárate,1866., Ofrenda al Bazar de la Casa de Beneficencia, 1864(en colaboración con otros autores)

Nicolás Azcárate y Escobedo (La Habana, 21 de julio de 1828 - La Habana, 1 de julio de 1894) fue uno abogado y escritor cubano. Colaboró en las más importantes publicaciones de su época. Fue fundador del Liceo de Guanabacoa. Residía en México al arribo de Martí a ese país en 1875 y los unió una buena y sincera amistad, a pesar de sus diferentes proyecciones políticas. En 1878 ambos regresan a La Habana y participan en las actividades del Liceo de Guanabacoa, del que Azcárate fue presidente de la sección de literatura y Martí, secretario.

Sintesis biográfica

Nació en La Habana. En 1854 se recibió de abogado en Madrid. Fue redactor de la “Revista de Jurisprudencia” (1856), colaboró en la “Revista del Pueblo” (1865). Fue electo para la Junta de Información por Güines, trasladándose a Madrid y estableciéndose en esta capital terminado el cometido asignado a su representación. Y allí fundó “La Voz del Siglo” y dirigió “La Constitución”.

Regresó a La Habana en 1875, de donde tuvo que emigrar no obstante su reformismo y su espíritu conciliatorio expulsado por Valmaseda. En México, a donde fue, redactó el “Eco de Ambos Mundos”. Fue un decidido protector de las letras. Todos los jueves se reunían en su morada los ingenios más notables del país. En “Noches literarias” publicó los trabajos de sus contertulios.

Nicolás Azcárate fue un gran señor y lo que es peor, un señor "demócrata". Cargado de talentos, dispuesto a hacer la felicidad del país... pero tenía que ser desde un salón elegante, con frase galana, con moderación, sin violencias, paternalmente... Fue siempre un "buen autonomista español"... ¿Era posible en aquella hora de Cuba? Cuando uno mide y compara a los hombres de Cuba, a los grandes hombres "conservadores" de Cuba, empieza a ver claro en el temple de José Martí y en su espíritu revolucionario y en su estadismo.

El domingo 25 de marzo de 1866 se celebran elecciones en toda la Isla y don Nicolás Azcárate Escovedo es elegido por el Ayuntamiento de Güines como Delegado de la Junta de Información creada por Antonio Cánovas del Castillo, Ministro Español de Ultramar, para estudiar y recomendar leyes que regirían en Cuba y Puerto Rico.

Azcárate: el amigo de Martí

Esta crónica fue redactada por José Martí en Nueva York tras la muerte de Azcárate y publicada en el periódico “Patria” el 14 de julio de 1894.

Nicolás Azcárate ha muerto. Ha muerto el amigo, el periodista, el organizador, el orador. Expira, en la silla estrecha de un empleo español, el cubano cuya nativa majestad vino a parecer como apocada y oscura, por el vano empeño de acomodar su carácter prodigo y rebelde a una nación rapaz, despótica y traicionera.

Vive infeliz, y como fuera de sí, el hombre que no obedece plenamente el mandato de su naturaleza, ni emplea íntegra, sin miedo y sin demora, la suma de energía y entendimiento de que es depositario. Son nulas, y deshonrosas a veces, las capacidades del hombre, cuando no las usa en servicio del pueblo que se las caldea y alimenta. Ni dañinas ni nulas fueron las de Azcárate, que con el fuego del corazón, fuente única de la grandeza, lavó cuanto error, sincero u obligatorio, pudo nacer del desacuerdo entre su concepto teórico y tímido de la vida cubana, y la nacionalidad de Cuba, suficiente y briosa, y en los comienzos fea y revuelta, como las entrañas y las raíces.

Lágrimas ásperas lloró Azcárate en vida, muy a solas, y quien las vio correr, y sabe que su pasión por la libertad nunca fue menos que la que tuvo por las pompas del mundo, ni encubrirá con falsía inútil las deficiencias del cubano indeciso, ni le negará la rosa de oro que la patria debe poner sobre su sepultura. De lo saliente de su vida, no hay cubano que no sepa: de sus brillantes estudios, de sus altivas defensas, de su indignado y magnífico abolicionismo, de su confianza y laboriosidad inútiles en la junta de Información en Madrid, de sus servicios grandes y burlados-en bolsa e inteligencia e influjo-a la democracia española, de la misión de España que paró en la muerte alevosa de Juan Clemente Zenea; de su censurable vuelta a Cuba.

Durante los años sagrados de la revolución, por la mar misma que se rompe contra la fortaleza donde le asesinaron al amigo; del destierro con que España ingrata recordó al incauto cubano que jamás se amó bajo ella impunemente en América la libertad, de su trabajo fecundo de periodista y de letrado en México, del calor e indulgencia con que a su vuelta a la Habana congregó a todo el pensamiento del país en el Liceo de Guanabacoa, sofocado a poco en sus manos por la Capitanía General; del cariño literario y continua nobleza de sus años últimos, que vinieron a ser en lo político, por soberbia postrera y dolorosa, como el tibio aunque leal acomodo del remate de su existencia al error que se la había consumido y estancado.

Su sencillez

De este sueño se despierta en el destierro imprevisto, en la guerra desordenada, o en el cadalso. Al reaparecer en Cuba el problema, halla a Azcárate muerto.

Noble era Azcárate siempre, bien bajase de su coche, como Patria lo recuerda, con los brazos abiertos, a traerle a un poeta amigo, antes de la revolución, el empleo con que podía abrir casa de esposo, -bien, en su casa madrileña, recibiese como a dueños a los prohombres de la democracia, que negaron luego un puesto de diputado al criollo de quien aceptaron en la necesidad el bolsillo del socorro y el lujo de la mesa,-bien cuando, feliz con el mérito de los demás, lo llevaba de la mano al beneficio y a la gloria. Pero mejor que nunca se le pudo ver en la soledad del destierro, que es la ocasión en que enseña el hombre el valer propio, cuando se le van, con el suelo nativo, los puntales y las andaderas.

Allá en lo pobre vivía del hotel que fue en otro tiempo casa de reyes: de planes vastos y prematuros le rebosaba la imaginación; le chispearon los ojos alguna vez, como de quien piensa en guerra, cuando a su alrededor se buscó modo de llevar ayuda a la república; de su pena profunda, que le reducía a veces las carnes en horas, hallaba consuelo en el trabajo asiduo y generoso. De mañana atendía a un bufete de abogado; de tarde escribía, de los cables a la crónica, un periódico diario; y la noche lo hallaba preparando la labor del día siguiente, o en el teatro, por palcos y pasillos, defendiendo el drama romántico y caballeresco. Para los magnates no era su celebración más calurosa que para los humildes, y un poeta desdeñado o un niño infeliz estaban más seguros de su aplauso que presidentes y jueces.

El mundo, para Azcárate, era belleza e idea, y pensamiento más que hecho, por lo que de las libertades entendía mejor lo escrito que lo que se vive, y en el arte era amigo de lo que debe ser, y hostil a cuanto no fuese de belleza pura, que era para él lo único verdadero. Su lectura, casual aunque continua, y más varia que ordenada, fue la de apariencias, que rigió durante el último medio siglo, en que se ha dado por definitivas las formas de la libertad que aun no lo son, y confundido los derechos invencibles con los ensayos ineficaces de su administración, que los exasperan o los merman.

De España, que es toda reflejo, salvo algún Pí o alguna Arenal, tomó él primero, por la lealtad a la lengua, y luego por el encanto de Madrid, su literatura favorita, lo que hubiera podido acortar su gusto, y cerrarle el criterio, a no tener él aquella cordialidad magna, y como hambrienta, que a bufidos, y no menos, echaba de sí toda fealdad y odio, y defendía, con brío de lance personal, cuanta idea le parecía alta y donosa. Era de ver luchar, en los instantes primeros, su silencio urbano, al oír lo que pecase contra su arte y letras, con la fogosa pasión que sentía el por el romance y la hermosura; y su palabra, desbordada al fin, caía, como azotaina de gigante, sobre la tesis enemiga. Su frase no era peinada y aguda, sino de las de monte y mar; y sólo en los últimos años pudo parecer floja y penosa, cuando el estudio nuevo y la poesía sutil le tenían como enajenados, en cuanto a letras, los oyentes que siempre retuvo con el poder de su entusiasmo,-y cuando la toga de consejero escondía mal un corazón sin fe en la obra inútil de su vida.

Pero tuvo Azcárate muy pocos pares en el número, sinceridad y soberanía de la elocuencia. Lo poseía el discurso, en los días grandes, y se miraba con unción celosa. Se le veía en el hervor del pecho, ir y venir la elocuencia fuerte; y se iba solo, con los ojos crecidos, a algún espacio vasto; a la tribuna subía seguro, a paso de senador, y la tempestad le centelleaba en el rostro, agresiva e imperante la mirada, hosca la nariz, deshecho el bigote ralo, hinchado el cuello; al pie de él, se oía como cuando se va acercando la ola. Y rompía a hablar. Su oratoria, sin embargo, era inferior al gozo que sentía en publicar el mérito ajeno y en consolar, a costa de sí propio, a los solos y a los desdichados.-Ha muerto el orador, el organizador, el periodista, el amigo.

Carácter

Por su natural optimista, por su entrada triunfante en la existencia, por su sincero horror a la guerra entre los que tenía por padres e hijos, y por su fe ciega y tenaz en el poder decisivo de su persona, creyó Azcárate de poca raíz la pelea de España y Cuba, o sin tanta que no la pudiese él al cabo reducir. Con patente error tenía por cierto que España, que perdió su sentido y rango en el mundo moderno de su continente, a pesar del roce de los siglos y de la semejanza de interés, puede mantenerse, con utilidad de sus colonias superiores y del universo creciente y laborioso, en el mundo moderno americano.

Con aquella singular arrogancia que casi siempre acompaña, y frecuentemente pierde, a las personalidades vigorosas, creía ver en sí propio, como cubano que era, la pintura fiel de Cuba, y tenía por aberración y nulidad cuanto de su patria fuera diverso de lo que veía en sí. Cayó en barbecho la revolución, por causas transitorias y de resultas sanas, que la crítica ligera pudo tener por definitivas y mortales; y el abogado terco de la unión de España y Cuba vio con triste sorpresa, cómo su tierra, que oía con calma aparente de otros labios la defensa de esta liga irracional, la repelía en él, su víctima y su apóstol.

En las letras halló consuelo, y empleo a su actividad voraz aquel espíritu constructor; y los años no dejarán morir-a pesar de su equivocado silencio y luctuosa intervención en la época sagrada de su patria-la memoria del cubano pujante cuya culpa mayor fue acaso la de haber malogrado su natural grandeza en el empeño vano e imposible, con su alma de pobre y de rebelde, de brillar por las pompas del mundo en una sociedad vejada y despótica.¨

Fuentes