Imprenta en Cuba

Imprenta
Información sobre la plantilla
Imprenta-2.jpg
Concepto:Es cualquier medio mecánico de reproducción de textos en serie mediante el empleo de Tipos móviles.

Imprenta en Cuba. La imprenta en Cuba comienza en 1723, fecha del primer impreso conocido. Llega a Cuba hacia 1720, unos ciento ochenta años después que a México, casi ciento cuarenta después que a Perú, cuando ya había sido establecida en Guatemala, Paraguay y Brasil; La Habana fue la séptima ciudad de la América española que tuvo imprenta. La historia de la imprenta en Cuba no comienza, sin embargo, hasta 1723, fecha del primer impreso conocido.

Surgimiento

El período de fundación de la tipografía cubana abarca un lapso del Siglo XVIII, cuyos límites no es fácil precisar. Si se atiene a una cómoda división por siglos diríamos que dura cerca de ochenta años, el tiempo que va desde la introducción de la imprenta hasta el filo del siglo XIX. Esta división tiene un atractivo: coincide aproximadamente con el tiempo que tarda la imprenta en llegar a Santiago de Cuba. En un período de setenta años, que se inicia con una obra de medicina y culmina con una de música, la imprenta se convierte en un oficio conocido en los dos extremos de la Isla.

En 1723 Carlos Habré imprime la célebre Tarifa general de precios de medicinas, primera obra publicada en Cuba; en 1793, Matías Alqueza publica en Santiago Letras de los villancicos, que se han de cantar en la santa iglesia catedral de Cuba en los maitines del nacimiento de Jesús Cristo, nuestro señor, primera obra impresa en provincias que ha llegado a nosotros.

Ahora bien, hasta la sexta década del siglo XVIII la imprenta no logra convertirse en un negocio estable. Durante treinta años sufre una lenta agonía que hace crisis en 1753, cuando tienen que imprimirse en México los reglamentos militares para las guarniciones de Santiago y La Habana porque en ésta no se encuentra un taller capaz de cumplir el encargo. Así, un criterio menos convencional aconsejarla hablar de una prehistoria de la imprenta y de una historia cuya etapa inicial constituiría en realidad el período de fundación de la tipografía cubana. La prehistoria abarcaría los treinta años que van de 1723 a 1753, desde la aparición hasta el eclipse de la imprenta; el período de fundación propiamente dicho se iniciaría en 1754 —fecha en que se establece en La Habana el impresor Blas de los Olivos— y concluiría en 1790, año en que aparece el Papel Periódico de la Havana. Entre ambas fechas la imprenta adquiere estabilidad y un principio de organización. Desde 1754 existe sin interrupción en Cuba; desde 1790, la necesidad de imprimir un periódico bisemanal obligaría al taller a una producción relativamente planificada y contínua que lo asemejaría al taller moderno. Parece lógico suponer que en ese momento la imprenta alcanza su madurez dentro de los estrechos límites de la época.

Imprenta como arte

Aún es posible alterar las fronteras de ese casillero imaginario que llamamos el período de fundación y reducirlo a poco más de veinte años. Un criterio estrictamente editorial nos llevaría a situar su inicio en 1761 y su momento de madurez en 1787. En 1761 comenzó a imprimirse un reglamento militar que vendría a ser el primer libro propiamente dicho publicado en Cuba, pues los impresos anteriores no rebasaron la categoría de folletos. En 1787 aparece la obra de Antonio Parra Descripción de diferentes piezas de historia natural, el famoso Libro de los Peces, primera obra científica publicada en el país. Con casi doscientas páginas y setenta y cinco láminas, el Libro de los Peces es un verdadero alarde técnico y artístico que no volvería a intentarse en medio siglo. Estas obras se imprimen en el taller fundado por Blas de los Olivos en 1754. La crisis del año anterior ha servido, sin duda, para alertar a la burocracia colonial sobre la importancia de la imprenta como instrumento de administración y gobierno. A ese instante de siniestra lucidez debe Olivos los primeros honores provechosos que se tributan a un tipógrafo en la Isla, recibe, con el monopolio de la imprenta, el título de "Impresor del Conde de Ricla". Al morir Olivos en 1777, su taller, conocido como Imprenta de la Capitanía General, pasa a su yerno, Francisco Seguí. Este —el mejor tipógrafo del siglo XVIII — muere en 1805, a los setenta y dos años.

Imprenta como aventura

Ocho impresores se establecen a lo largo del siglo XVIII. Los siete primeros en La Habana: Carlos Habré hacia 1720; Francisco José de Paula en 1735; Blas de los Olivos en 1754, y poco después, en el mismo taller, su yerno Francisco Seguí; Matías José de Mora en 1775; Esteban José Boloña en 1776 y Pedro Nolasco Palmer hacia 1791. Matías Alqueza se establece en Santiago de Cuba en 1792, aunque su primer impreso conocido es del año siguiente. De ellos, solo Habré y Paula pertenecen a ese oscuro período que se ha convenido en llamar la prehistoria; para ambos la imprenta, más que un oficio, fue una extraña aventura. Es imposible precisar si Habré es o no un buen tipógrafo. Carece de una prensa adecuada y, lo que es más grave aún, de tipos españoles. Sus impresos son curiosos muestrarios de mayúsculas desiguales, consonantes irreconocibles y vocales con acentuación francesa. Carlos Habré —cuyo verdadero nombre era Jean Charles Havrey— nacido en Gante, Flandes, como el emperador Carlos V. Su padre, también flamenco, es posiblemente con quien aprendiera el oficio. No lejos de Gante, en Amberes, había impreso Plantin la famosa Biblia políglota encargada por Felipe II, quien le da participación en el monopolio de los textos religiosos destinados a España y sus colonias. Desde 1572 una gran parte de los breviarios, misales y libros de oraciones que circulan en América —cuyo número se calcula en decenas de millares— salen de las prensas de Plantin hacia El Escorial, desde donde los solícitos monjes se encargan de distribuirlos por toda América. Habré, viene de una tierra de impresores extrañamente vinculada al Nuevo Mundo. Pertenece quizás a esa legión de tipógrafos trashumantes que desde los tiempos de Plantin recorren las ciudades europeas buscando un taller donde emplearse por temporadas. Algunos, como el lombardo Giovanni Paoli, deciden eludir la competencia y asegurar un ingreso estable emigrando al Nuevo Mundo. Pero Paoli —el famoso Juan Pablo que en 1539 establece en México la primera imprenta de América documentalmente conocida— es un subalterno de Juan Cromberger, uno de los impresores más poderosos de la época, y cuenta además con la protección del virrey y el obispo de México. Habré, por el contrario, no recibe más ayuda oficial que la licencia necesaria para establecerse. El hecho de que decida hacerlo en La Habana es de por sí sorprendente. Uno no puede dejar de preguntarse qué extraño cálculo le hace suponer que en una desolada colonia del Nuevo Mundo, si n universidades ni otras instituciones culturales, el “noble arte” de la imprenta pudiera resultar un negocio lucrativo. Habré, se establece hacia 1720; el abate Raynal adquiere fama de profeta porque setenta años después se atreve a pronosticar que este rincón perdido del mundo, como dice Pezuela:

"Llegaría a valer tanto como un reino".

.

Es posible que en la decisión de Habré no solo interviniera el cálculo, sino también una razón sentimental que ayudaría a comprender lo que a primera vista parece inexplicable. En efecto, la primera noticia que se tiene de su estancia en Cuba es la de su matrimonio con María Teresa Hamble, francesa, nacida en Saint Malo, una ciudad que en cierta forma quedaría vinculada a la historia y la literatura de la América anglosajona por ser la tierra de Cartier, el explorador de Canadá, y de Chateaubriand, el autor de Atala. Habré y María Teresa se casan en la Catedral de La Habana el 15 de enero de 1720. “Confesaron y comulgaron y fueron examinados en la doctrina cristiana” —precisa el acta— teniendo como testigos a José de León, Don Juan Mejía y el alférez Lucas Gómez. Ya en Cuba, la necesidad de sostener una familia obliga a Habré —a quien se supone recién llegado, con su prensita de mano y sus escasos y gastados tipos franceses— a hacer rápidamente las gestiones necesarias para instalarse y procurarse una clientela. Esta escasea, como era de esperar. Habré debe dedicarse sobre todo a los impresos menores —oraciones, novenas, aranceles— hechos por encargo o por iniciativa propia, para vender al menudeo en su taller, instalado cerca de la iglesia del Espíritu Santo. Nada hace suponer que imprimiera edictos, proclamas o bandos de gobierno. Excluida la burocracia civil y militar, la única posible clientela de importancia, capaz de pagar la impresión de cincuenta o cien ejemplares de un folleto, se reduce a la burocracia eclesiástica y al Protomedicato. No sorprende, en efecto, que los únicos impresos de Habré de que tenemos noticia hayan sido encargados respectivamente por dos curas y dos médicos. El último de dichos impresos, de 1727, es también el último testimonio que se tiene de la presencia de Habré en la Isla.

Segundo impresor

El segundo impresor —el primero nacido en Cuba— fue Francisco José de Paula. El 3 de junio de 1735 solicita permiso para establecerse. El Cabildo se lo concede ese mismo día; el Gobernador, al día siguiente. Es posible que aún tuviera que esperar algunos meses por la aprobación real, pero la sorprendente celeridad de los primeros trámites ha hecho suponer, con razón, que la falta de imprenta había empezado a preocupar desde 1728, cuando se funda la Universidad de La Habana, o quizás unos años después, cuando los miembros del claustro universitario son autorizados a redactar los estatutos, que el Consejo de Indias aprueba el 27 de junio de 1734. Que por entonces los regidores y el Gobernador se consideran obligados a facilitar el establecimiento de una imprenta, explica la entusiasta acogida que tuvo la solicitud de Paula, quien probablemente conoce de antemano esa disposición. Paula, que sin duda aprende tipografía con Habré, es quizás uno de los primeros criollos blancos que decide ejercer un oficio manual por propia vo­luntad. Que no se encuentra en ese momento presionado por la miseria se deduce de su instancia al Cabildo, en la que asegura haber traído a su costa “todas las disposiciones y materiales que se necesitan para una imprenta general de libros y otras cosas”. Más aún: su posterior retiro en Marianao y sus numerosas relaciones sociales han permitido suponer que pertenecía a una familia adinerada. En ciertos círculos letrados ya existía, sin duda, la idea de la imprenta como un “arte noble”, aunque la presencia de Habré demuestra que no era todavía un negocio rentable. La flamante Universidad —un exiguo claustro de profesores con una docena alumnos— no puede garantizarle a Paula el éxito económico. Cabe imaginar que, decidido a ejercer un oficio, Paula optara por éste que no lo degradaba socialmente y que, por el contrario prometía algunos privilegios. En efecto, no tarda en ser nombrado Impresor del Real Tribunal de la Santa Cruzada. El título, sin embargo, no basta por sí sólo para sostener una familia creciente. Mientras dura, la actividad de Paula como impresor es muy escasa: de él sólo se conocen tres impresos —entre ellos una tesis universitaria— realizados en corto período de cinco años, entre 1736 y 1741. Hastiado de entintarse las manos son mayor provecho o atraído quizás por negocios más prometedores, Paula vende su imprenta a un tal Azpeitia y abandona el oficio; se había casado unos meses antes de establecerse; viudo, con ocho hijos, volvería a casarse treinta años después, cuando ya Blas de los Olivos llevara diez en el negocio, hasta entonces incierto, que con él queda establecido definitivamente.

Fuentes

El libro en Cuba , Editorial Letras Cubanas, 1994.