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Ejerció el periodismo, fundó el [[Periódico Unión Nacionalista]] que combatió a Machado. En [[1948]] publicó sus memorias con el título “Mis primeros 30 años” donde narra sus experiencias en la preparación de la guerra del [[1895]] y su actividad dentro de ella. Murió en [[1954]].<br>  
 
Ejerció el periodismo, fundó el [[Periódico Unión Nacionalista]] que combatió a Machado. En [[1948]] publicó sus memorias con el título “Mis primeros 30 años” donde narra sus experiencias en la preparación de la guerra del [[1895]] y su actividad dentro de ella. Murió en [[1954]].<br>  
  
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ACCION DE SOROA <br>SOROA es una de las alturas culminantes de la Sierra del Rosario, y con las de Cansa Vaca, Miracielos y Brazo Nogal forma un grueso macizo montañoso al noroeste de Candelaria y al Sur de San Diego de Núñez. <br>El 10 de octubre, o sea al siguiente día del combate de Galalón, el general Maceo había dispuesto que una parte de las fuerzas que lo acompañaran a Cabo Corrientes, particularmente de las de infantería, se retiraran a sus respectivas comarcas a reponerse un tanto de las fatigas de aquella dura y agitada campaña, pero dejando destacamentos en determinados lugares estratégicos, entre ellos Río Hondo, en la zona de San Cristóbal. Al frente de este destacamento se encontraba el general Rius Rivera, con poco más de cien hombres. <br>Muy pocos días después los españoles enviaron un batallón a levantar obras de fortificación en el asiento de Soroa, que, dificultadas por nuestro destacamento antes citado, daban lugar a diarias y constantes escaramuzas. <br>El día 23 el coronel Segura, encargado de proteger aquellos trabajos, llegó a Soroa con el grueso de la brigada de su mando, con lo que las escaramuzas llegaron a tomar el calor de verdaderos combates. Noticioso de esto el general Maceo se dirigió en la tarde de aquel mismo día a las alturas de Cansa Vaca, recogió el destacamento de Río Hondo y temprano en la mañana del 24 se encontraba a la entrada del campamento español. El total de las fuerzas con que contaba era de quinientos hombres de infantería. Su primer contacto con el enemigo, a eso de las nueve de la mañana, fué una operación de simple reconocimiento, de tanteo, para descubrir la consistencia del adversario en la propia meseta de Soroa, ya que se habían podido observar, algunas patrullas del mismo en las alturas de Brazo Nogal, lo que podría significar la existencia allí de otro núcleo sirviendo de reserva al primero. Pronto pudimos verificar lo atinado de tal conjetura. En Brazo Nogal se encontraba efectivamente el grueso de la columna Segura con su propio jefe, quien al darse cuenta, por las repetidas descargas que hacían los defensores del asiento de Soroa, de que éste estaba siendo atacado en forma, se movió muy pronto en su auxilio con todo el resto de sus tropas por las laderas del monte, hacia Soroa. Maceo hizo desplegar los pocos elementos con que contaba el regimiento Ceja del Negro, al mando del coronel Vidal Ducassi, con la orden de que hostilizara al enemigo de flanco, y él, con una fuerza de ciento veinte o ciento treinta hombres constituída por la escolta del Cuartel General, las de los generales Ríus Rivera y Pedro Díaz y una sección de la brigada de Occidente, lo atacó por el frente. Acometida de súbito y con tanto brío la columna española, sin poder desplegar sus componentes por falta de espacio, perdió en un instante todo el primer elemento delantero, consistente en una compañía. Pudo después formar en triángulo otra compañía en una pequeña meseta despejada y sufrió la misma suerte: fué desbaratada y acuchillada. Deshecha de esta manera la vanguardia de las tropas enemigas, viendo su jefe el progreso que por aquel rumbo hacían nuestras armas y temiendo que le interceptáramos el camino a la meseta de Soroa, situó como retén en otra altura un batallón con una pieza de artillería, mientras él con el resto de sus unidades tanteaba otros pasos más accesibles para ponerse en contacto con aquélla que en la referida meseta estaba destinada a proteger la erección de abrigos y trincheras. Con esto el fuego de fusilería por ambas partes se generalizó y el valle y la montaña de Soroa se llenaron de estampidos que repercutían en las alturas vecinas de Cansa Vaca, Brazo Nogal y Miracielos. De vez en vez las detonaciones de la artillería española se alzaban sobre el diapasón de los fusiles, en tanto que nuestro cañón neumático, habiendo sufrido desperfectos en el bombardeo de Artemisa, permanecía inactivo y silencioso. <br>Aquella misma mañana, como de once a once y media, hallándose el general Maceo inspeccionando nuestros distintos puestos, acompañado del general Ríus Rivera, los brigadieres Hugo Roberts, médico del Cuartel General, y Francisco Frexes, auditor de guerra y jefe del despacho, los ayudantes tenientes coroneles Carlos González Clavell y Alberto Nodarse, yo y los capitanes Alberto Boix y Nicolás Souvanell y unos veinte números de la Escolta, se encaminó por un lugar entre la montaña y el valle. En ese rumbo, adelante, teníamos un puesto que por lo estratégico del sitio podía considerarse como la llave de la posición al flanco izquierdo, razón por la cual Maceo había confiado su defensa a un general de brigada con más de cien hombres. De pronto sonó a muy poca distancia una descarga de fusilería, y una rociada de plomo cayó sobre el grupo, ocasionándonos varias bajas: murió el brigadier Frexes, fué herido de gravedad el teniente coronel Alberto Nodarse, otros más resultaron heridos y al general Maceo le rompieron la caja de un Maüser que llevaba en la mano. El General me ordenó ponerme al frente de los hombres de su escolta y detener el avance de los españoles. Como no era cosa de aguardar allí mismo el progreso de éstos, y, por otra parte, no siendo el sitio aquel a propósito, porque por lo abierto permitía desplegarse al enemigo, avancé corriendo hacia la dirección de donde había partido la descarga, buscando posición en un lugar más estrecho. El camino efectivamente se iba haciendo más angosto a medida que por él me adelantaba. Súbito me doy de manos a boca con los españoles, que en hileras muy delgadas avanzaban en sentido contrario por el mismo desfiladero. Se trabé una breve lucha cuerpo a cuerpo y se cruzaron machetes y bayonetas. En el curso de la misma, habiendo logrado un soldado enemigo coger contra la escarpa de la loma a uno de los nuestros, jovenzuelo de veintiuno a veintidós años, salté con rapidez sobre aquél y lo maté de una estocada en el vientre. Los españoles, no pudiendo sostener aquel duelo que por falta de espacio no podía hacerse general, retrocedieron huyendo. El muchacho, sacado por mí de tan mal trance, una vez en pie me dijo: <br>—Comandante, usted está herido. <br>No sé si fué sugestionado por aquella afirmación que en el instante sentí un ligero escozor en mitad del pecho. Me desabroché la guerrera y vi allí donde me escocía una rayita roja, algo así como un arañazo, de forma vertical, de la que no manaba sangre. La deducción que yo hice fué que, al escaparse de las manos del muerto, el fusil había caído con la bayoneta inclinada sobre mi pecho. <br>Yo no hubiese podido encontrar otro Sitio mejor que aquel donde tuvo lugar el episodio que acabo de referir, para la acción defensiva que se me había encomendado, y de él tomé posesión en firme. Estaba sobre el mismo borde del valle que, bajando allí muy profundo, se extendía a mi derecha, y a mi izquierda se alzaba casi a pico la montaña. El sendero, adelgazándose ahora aún más y esquivando la cuenca de la hondonada, se arrimaba a la base de la montaña, y siguiendo los contornos de la misma desaparecía de la vista a unos ciento cincuenta metros al Oeste. De esta manera si el enemigo me atacaba, viniendo por el camino, tenía que hacerlo a la desfilada y recorrer la distancia antes dicha bajo el fuego de mis fusiles. Si lo hacía por el valle, también yo dominaba éste en una gran extensión que él tenía que recorrer a descubierto sufriendo los impactos de los proyectiles cubanos, y luego, al llegar a la proximidad de mi posición, estaría seguramente muy mutilado para asaltarla con éxito. <br>Como un cuarto de hora después de haber yo abrigado allí mi pequeña tropa dentro de un grupo de árboles, oímos la algazara de los soldados españoles a la vuelta de la montaña e instantes después los vimos asomar por el camino. Los dejé avanzar por el’ desfiladero hasta tenerlos a setenta u ochenta metros de distancia, y rompí el fuego. Los de las primeras hileras fueron derribados al fondo del barranco y los demás retrocedieron huyendo. Este intento lo repitieron tres veces más con el mismo mortífero resultado para ellos. Entre tanto, desde las posiciones bastante lejanas que tenía el enemigo a nuestro frente dentro del valle, nos hacían un fuego nutridísimo, pero todas sus balas iban a pegar en la pétrea cortina de la montaña. Al fin, como a las cuatro de la tarde, los españoles, convencidos de la imposibilidad de tomar nuestra posición de frente, intentaron un ataque de flanco por el valle y avanzaron con una compañía desplegaba delante. En cuanto se pusieron a buen tiro mandé romper el fuego, que duró unos cuarenta minutos. El enemigo retrocedió también. Había transcurrido después como una hora sin que los españoles dieran señales de su presencia. Oscurecía. Las primeras sombras nocturnales inundaban ya el fondo del valle borrando los términos de la perspectiva e iban subiendo al alto relieve de los montes: Cansa Vaca, Brazo Nogal y Miracielos perdían sus contornos y eran nada más que enormes siluetas destacadas en el grisáceo ambiente. Luego de haber colocado algunos hombres de trecho en trecho, como escuchas en los bordes de la hondonada, envié una pareja por el camino adelante a fin de hacer en él un reconocimiento. Esta pareja regresó dos o tres minutos después a informarme que el enemigo se encontraba a la vuelta de la montaña. Cogí entonces doce de mis hombres y en gran silencio nos fuimos acercando hasta dar vista a los españoles. Coloqué a aquéllos de la mejor manera que pude en el sendero, recomendándoles que cada cual tirara a un punto determinado de la masa presentada por los españoles y que no hicieran fuego hasta que yo no alzara el brazo. Nuestra descarga partió simultánea y certera. Pero el enemigo, como si hubiera estado listo para repeler la agresión, replicó instantáneamente y una bala me alcanzó en la pierna derecha. Fué la única baja que acertaron a ocasionarnos en aquel momento. Mi herida carecía de gravedad, pero me dejó por lo pronto inutilizado para andar y tuve que apoyarme en el brazo de un soldado para retirarme a nuestra posición original. Con gran fortuna para mí diez o quince minutos después llegó el teniente coronel Fleites con cincuenta hombres, para relevarme con mis fuerzas por orden del general Maceo. Instruí a mi sucesor sobre las posiciones ocupadas por el enemigo y cualquiera otro detalle que le pudiera interesar y me encaminé al Cuartel General. ¡Qué día aquel para mí de tan glorioso recuerdo! Cuando ya sobre las siete de la noche llegué a la casa donde se alojaba el general Maceo, éste, que estaba en aquel momento sentado a la mesa junto con el general Ríus, salió a mi encuentro diciéndome en alta voz: <br>—He estado oyendo su fuego todo el día. <br>Luego, cogiéndome de un brazo, me ayudé a subir dos o tres peldaños que había a la entrada de dicha casa y, ya dentro, en el comedor, me dijo: <br>—Siéntese aquí a m lado, para que tome un poco de sopa—, y se corrió a un lado del taburete que ocupaba para hacerme sitio. <br>Yo rehusé con insistencia. Me parecía una enorme irreverencia de mi parte tal familiaridad con aquel hombre augusto. Al fin él, convencido de que no lograría hacerme deponer mi respetuosa actitud, me dijo: <br>—Bueno, yo voy a tomar dos cucharadas más y usted se toma el resto. <br>Acepté no sin algo así como remordimiento de conciencia, pues aquel plato de sopa era todo el alimento que aquel día le habían podido proporcionar al General. Este se retiró a una pieza inmediata, siguiéndole instantes después Rius Rivera, y oí que el primero le decía a su interlocutor: <br>—¿Se convence usted de lo que yo le he dicho? Yo tenía en aquella posición a un general de brigada, con más de cien hombres, y no la ha podido conservar siquiera una hora, y este ayudante mío la ha sostenido todo el día. <br>La noche impuso a los combatientes una tregua por aquel día, para reanudar la lucha a la aurora del siguiente. Ahora las posiciones ocupadas por ambos bandos eran las siguientes: <br>el batallón español que cuidaba las obras de fortificación, en el mismo sitio del día anterior, o sea, la meseta de Soroa, y el coronel Segura, con un millar de hombres de que a4n podía disponer, en Brazo Nogal; y el general Maceo, con unos cuatrocientos, en la loma de Cansa Vaca. Desde Cansa Vaca intentó Maceo tres veces consecutivas cruzar a los cerros opuestos descendiendo al valle, para interponerse entre los españoles de la meseta de Soroa y los de Brazo Nogal; pero fué rechazado las tres veces. En una de las fases de esta porfía una fracción de! regimiento Moncada, cuarenta y cinco hombres al mando del comandante Manuel de la O, llegó por un flanco hasta la cima de Brazo Nogal y, sorprendiendo las tropas de reserva de Segura, macheteó varios hombres y se apoderó de la bandera de uno de sus regimientos. <br>Por su parte el coronel Segura intentó varias veces también arrojar a Maceo de Cansa Vaca sin poder lograrlo. Cinco horas más había durado la acción, y, como no era cosa de consumir allí todas nuestras municiones, el general Maceo dispuso la retirada. <br>El combate de Soma fué uno de los más disputados de la campaña de Pinar del Río y también de los más adversos para el enemigo, que tuvo cerca de quinientas bajas por sólo sesenta y siete que tuvimos nosotros. <br>Algunos meses después de terminada la guerra conversaba yo con un individuo que poco antes me habían presentado. Parecía interesarse en los relatos de la campaña y lo tomé por un cubano entusiasta de las hazañas de los libertadores. En una ocasión quiso saber los lugares donde yo había operado y las acciones donde tomara parte. Cuando le cité Soroa me preguntó qué posición había ocupado en aquel campo de batalla. Se la reseñé y el hombre exclamó: <br>—Cuántas bajas sufrimos nosotros en aquel sitio! ¡A la barranca le pusimos por nombre la Barranca de la Muerte! <br>Aquel mal cubano se había encontrado en Soroa como oficial de guerrilla y tenía el cinismo de decírmelo. <br>Después de la acción de Soroa, y para restablecerme de la herida, fuí enviado a Limones, donde teníamos establecida una prefectura. Como el general Ríus Rivera había quedado con algunos hombres vigilando el camino de Soroa a Candelaria durante unos días, y habría de reunirse más tarde al general Maceo, le rogué que me avisara en su oportunidad cuando fuera a ponerse en marcha, para hacerlo yo también, ya que mí herida, siendo leve, no tardaría en sanar. <br>En Limones, como en todo otro lugar de Pinar del Río en aquella época, existían muy pocos recursos; pero recomendado especialmente como yo estaba al Prefecto y al entonces comandante Julián Zárraga, jefe de un pequeña unidad volante que operaba por aquellos a]rededores, no lo pasaba del todo mal, por lo que hice venir a otros dos compañeros heridos. Se trataba de un francés llamado Viel, abogado, y de un americano apellidado Floid, venidos en la expedición de Ríus Rivera. A Floid lo habían herido a mis inmediatas órdenes sobre el barranco de Soroa. <br>El francés era un hombre retraído y melancólico, taciturno, casi nunca entraba en conversación; en cambio, el americano siempre estaba alegre y de todo reía y hacía reír. Como casi nunca los alimentos eran bastantes a satisfacernos, algunas veces yo, acabado de comer, le preguntaba a Floid: <br>—Mr. Floid, ¿tiene usted todavía apetito? <br>Y él me respondía: <br>—Sí, como para un hombre más. <br>Una voz el comandante Zárraga nos mandó una gallina, que cocimos en caldo con, plátanos y boniatos. El animal debió de haber sido muy entrado en años, pues por mucha candela que le dimos no se ablandó. Floid me dijo: <br>—iCaramba!, esta gallina estar tan dura que yo no puedo introducir la cuchara en su caldo. <br>El 8 de noviembre, habiéndome el general Ríus Rivera enviado el aviso convenido, me trasladé a su Cuartel General, y en la tarde del siguiente día nos reunimos al general Maceo bajo el fuego de artillería y fusilería de diez o doce mil soldados españoles en las lomas del Rosario. <br><br>
  
 
== Fuentes  ==
 
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Revisión del 10:32 30 mar 2011

Plantilla:Personaje histórico

Manuel Piedra Martel. Fue uno de los jefes mambises que más se distinguió por su valor en el asalto y toma de la ciudad de Victoria de las Tunas.

Síntesis biográfica

Nace en Cifuentes el 25 de septiembre de 1869. Cursó estudios de arte. Abandonó su educación y su trabajo y se incorporo a la guerra libertadora de 1895 alcanzando el grado de Coronel del Ejército Libertador. En La República Dominicana ocupo el cargo de Coronel del Estado Mayor del cuartel general del ejército. Regresó a Cuba y trabajó en la Aduana y en la Cámara de Representantes. Sufrió prisión en 1905 por asuntos políticos. Volvió a la República Dominicana como cónsul de Cuba y encargado de negocios. Regresó a La Habana para ocupar la Jefatura de Policía de la capital bajo el Gobierno de José Miguel Gómez con el grado de Brigadier. Fue director del censo y más tarde encargado de negocios y cónsul en Guatemala. Fue miembro de la Academia de Historia de Cuba.

Inicios revolucionarios

Curso estudios de dibujo en la Academia de San Alejandro en La Habana, donde toma conciencia de la situación del país, y se hace el firme propósito de ayudar a la independencia de su país, abandona sus estudios y se incorpora a la fuerza mambisa. Para ello se traslada desde La Habana a Campechuela, pasando antes por Sagua la Grande y Cienfuegos con escasos recursos monetarios, haciéndose pasar por viajante de farmacia.

Fue uno de los primeros villaclareños en incorporarse a la lucha, tenía entonces 26 años. En la guerra estuvo en la escolta de Antonio Maceo Grajales y muy pronto pasó a ser ayudante de campo del General Antonio Maceo Grajales.

Labor revolucionaria

En su pródiga vida militar, quizás fue el primer episodio el que le marcará profundamente, según sus propias palabras se encontró en plena manigua con la figura de José Martí Pérez, poco antes de la acción de Dos Ríos. Martell escucho emocionado la histórica arenga que pronuncio José Martí Pérez, donde expresó que era su deseo “Pegarse al último tronco y junto al último peleador… Para mí ya es hora.”

Participaron Martí y Martell en el primer combate de ambos, conversaron brevemente antes de entrar a la batalla. En ella Martí encontró la muerte, Martell su primer arma y su primer ascenso militar.
Jiguaní, Sitio Grande, Ceiba Hueca, Peralejo, Sao del Indio, Iguará, Ceja del Negro, Lomas del Rubí, San Pedro y otros son los nombres de algunas de las batallas en que participó, tomando siempre parte destacada en la pelea.

Entre las más gloriosas heridas que recibió, las cuales le dejaron 14 cicatrices en el cuerpo, caben destacarse una de ellas en la Batalla de Mal Tiempo cargando “entre los brazos de la escolta” como dijera en aquella gloriosa oportunidad el General Antonio Maceo Grajales. La otra herida la recibió en la sangrienta herida de Soroa en las estribaciones de la Sierra de los Órganos durante la Campaña de Occidente y la última de sus cicatrices la guardó como recuerdo imborrable de la Acción de San Pedro donde cayó su jefe de entonces, el General Antonio Maceo Grajales cuyos restos veló Martell en las inmediaciones de Punta Brava.
En tres años ascendió de Alférez a Coronel del Ejército Libertador, de la manigua trajo sus 14 cicatrices en el cuerpo y el dolor de su patria ocupada por los yanquis.

Ya en la República Neocolonial ocupó cargos en el ejército de la Policía Nacional y fue Ministro de Cuba en Japón. Fue fiel a sus principios y actuó decorosamente en esta etapa aciaga de la Historia de Cuba, que solo hombres de su estirpe lograron reivindicar.

Ejerció el periodismo, fundó el Periódico Unión Nacionalista que combatió a Machado. En 1948 publicó sus memorias con el título “Mis primeros 30 años” donde narra sus experiencias en la preparación de la guerra del 1895 y su actividad dentro de ella. Murió en 1954.

Acciones

ACCION DE SOROA
SOROA es una de las alturas culminantes de la Sierra del Rosario, y con las de Cansa Vaca, Miracielos y Brazo Nogal forma un grueso macizo montañoso al noroeste de Candelaria y al Sur de San Diego de Núñez.
El 10 de octubre, o sea al siguiente día del combate de Galalón, el general Maceo había dispuesto que una parte de las fuerzas que lo acompañaran a Cabo Corrientes, particularmente de las de infantería, se retiraran a sus respectivas comarcas a reponerse un tanto de las fatigas de aquella dura y agitada campaña, pero dejando destacamentos en determinados lugares estratégicos, entre ellos Río Hondo, en la zona de San Cristóbal. Al frente de este destacamento se encontraba el general Rius Rivera, con poco más de cien hombres.
Muy pocos días después los españoles enviaron un batallón a levantar obras de fortificación en el asiento de Soroa, que, dificultadas por nuestro destacamento antes citado, daban lugar a diarias y constantes escaramuzas.
El día 23 el coronel Segura, encargado de proteger aquellos trabajos, llegó a Soroa con el grueso de la brigada de su mando, con lo que las escaramuzas llegaron a tomar el calor de verdaderos combates. Noticioso de esto el general Maceo se dirigió en la tarde de aquel mismo día a las alturas de Cansa Vaca, recogió el destacamento de Río Hondo y temprano en la mañana del 24 se encontraba a la entrada del campamento español. El total de las fuerzas con que contaba era de quinientos hombres de infantería. Su primer contacto con el enemigo, a eso de las nueve de la mañana, fué una operación de simple reconocimiento, de tanteo, para descubrir la consistencia del adversario en la propia meseta de Soroa, ya que se habían podido observar, algunas patrullas del mismo en las alturas de Brazo Nogal, lo que podría significar la existencia allí de otro núcleo sirviendo de reserva al primero. Pronto pudimos verificar lo atinado de tal conjetura. En Brazo Nogal se encontraba efectivamente el grueso de la columna Segura con su propio jefe, quien al darse cuenta, por las repetidas descargas que hacían los defensores del asiento de Soroa, de que éste estaba siendo atacado en forma, se movió muy pronto en su auxilio con todo el resto de sus tropas por las laderas del monte, hacia Soroa. Maceo hizo desplegar los pocos elementos con que contaba el regimiento Ceja del Negro, al mando del coronel Vidal Ducassi, con la orden de que hostilizara al enemigo de flanco, y él, con una fuerza de ciento veinte o ciento treinta hombres constituída por la escolta del Cuartel General, las de los generales Ríus Rivera y Pedro Díaz y una sección de la brigada de Occidente, lo atacó por el frente. Acometida de súbito y con tanto brío la columna española, sin poder desplegar sus componentes por falta de espacio, perdió en un instante todo el primer elemento delantero, consistente en una compañía. Pudo después formar en triángulo otra compañía en una pequeña meseta despejada y sufrió la misma suerte: fué desbaratada y acuchillada. Deshecha de esta manera la vanguardia de las tropas enemigas, viendo su jefe el progreso que por aquel rumbo hacían nuestras armas y temiendo que le interceptáramos el camino a la meseta de Soroa, situó como retén en otra altura un batallón con una pieza de artillería, mientras él con el resto de sus unidades tanteaba otros pasos más accesibles para ponerse en contacto con aquélla que en la referida meseta estaba destinada a proteger la erección de abrigos y trincheras. Con esto el fuego de fusilería por ambas partes se generalizó y el valle y la montaña de Soroa se llenaron de estampidos que repercutían en las alturas vecinas de Cansa Vaca, Brazo Nogal y Miracielos. De vez en vez las detonaciones de la artillería española se alzaban sobre el diapasón de los fusiles, en tanto que nuestro cañón neumático, habiendo sufrido desperfectos en el bombardeo de Artemisa, permanecía inactivo y silencioso.
Aquella misma mañana, como de once a once y media, hallándose el general Maceo inspeccionando nuestros distintos puestos, acompañado del general Ríus Rivera, los brigadieres Hugo Roberts, médico del Cuartel General, y Francisco Frexes, auditor de guerra y jefe del despacho, los ayudantes tenientes coroneles Carlos González Clavell y Alberto Nodarse, yo y los capitanes Alberto Boix y Nicolás Souvanell y unos veinte números de la Escolta, se encaminó por un lugar entre la montaña y el valle. En ese rumbo, adelante, teníamos un puesto que por lo estratégico del sitio podía considerarse como la llave de la posición al flanco izquierdo, razón por la cual Maceo había confiado su defensa a un general de brigada con más de cien hombres. De pronto sonó a muy poca distancia una descarga de fusilería, y una rociada de plomo cayó sobre el grupo, ocasionándonos varias bajas: murió el brigadier Frexes, fué herido de gravedad el teniente coronel Alberto Nodarse, otros más resultaron heridos y al general Maceo le rompieron la caja de un Maüser que llevaba en la mano. El General me ordenó ponerme al frente de los hombres de su escolta y detener el avance de los españoles. Como no era cosa de aguardar allí mismo el progreso de éstos, y, por otra parte, no siendo el sitio aquel a propósito, porque por lo abierto permitía desplegarse al enemigo, avancé corriendo hacia la dirección de donde había partido la descarga, buscando posición en un lugar más estrecho. El camino efectivamente se iba haciendo más angosto a medida que por él me adelantaba. Súbito me doy de manos a boca con los españoles, que en hileras muy delgadas avanzaban en sentido contrario por el mismo desfiladero. Se trabé una breve lucha cuerpo a cuerpo y se cruzaron machetes y bayonetas. En el curso de la misma, habiendo logrado un soldado enemigo coger contra la escarpa de la loma a uno de los nuestros, jovenzuelo de veintiuno a veintidós años, salté con rapidez sobre aquél y lo maté de una estocada en el vientre. Los españoles, no pudiendo sostener aquel duelo que por falta de espacio no podía hacerse general, retrocedieron huyendo. El muchacho, sacado por mí de tan mal trance, una vez en pie me dijo:
—Comandante, usted está herido.
No sé si fué sugestionado por aquella afirmación que en el instante sentí un ligero escozor en mitad del pecho. Me desabroché la guerrera y vi allí donde me escocía una rayita roja, algo así como un arañazo, de forma vertical, de la que no manaba sangre. La deducción que yo hice fué que, al escaparse de las manos del muerto, el fusil había caído con la bayoneta inclinada sobre mi pecho.
Yo no hubiese podido encontrar otro Sitio mejor que aquel donde tuvo lugar el episodio que acabo de referir, para la acción defensiva que se me había encomendado, y de él tomé posesión en firme. Estaba sobre el mismo borde del valle que, bajando allí muy profundo, se extendía a mi derecha, y a mi izquierda se alzaba casi a pico la montaña. El sendero, adelgazándose ahora aún más y esquivando la cuenca de la hondonada, se arrimaba a la base de la montaña, y siguiendo los contornos de la misma desaparecía de la vista a unos ciento cincuenta metros al Oeste. De esta manera si el enemigo me atacaba, viniendo por el camino, tenía que hacerlo a la desfilada y recorrer la distancia antes dicha bajo el fuego de mis fusiles. Si lo hacía por el valle, también yo dominaba éste en una gran extensión que él tenía que recorrer a descubierto sufriendo los impactos de los proyectiles cubanos, y luego, al llegar a la proximidad de mi posición, estaría seguramente muy mutilado para asaltarla con éxito.
Como un cuarto de hora después de haber yo abrigado allí mi pequeña tropa dentro de un grupo de árboles, oímos la algazara de los soldados españoles a la vuelta de la montaña e instantes después los vimos asomar por el camino. Los dejé avanzar por el’ desfiladero hasta tenerlos a setenta u ochenta metros de distancia, y rompí el fuego. Los de las primeras hileras fueron derribados al fondo del barranco y los demás retrocedieron huyendo. Este intento lo repitieron tres veces más con el mismo mortífero resultado para ellos. Entre tanto, desde las posiciones bastante lejanas que tenía el enemigo a nuestro frente dentro del valle, nos hacían un fuego nutridísimo, pero todas sus balas iban a pegar en la pétrea cortina de la montaña. Al fin, como a las cuatro de la tarde, los españoles, convencidos de la imposibilidad de tomar nuestra posición de frente, intentaron un ataque de flanco por el valle y avanzaron con una compañía desplegaba delante. En cuanto se pusieron a buen tiro mandé romper el fuego, que duró unos cuarenta minutos. El enemigo retrocedió también. Había transcurrido después como una hora sin que los españoles dieran señales de su presencia. Oscurecía. Las primeras sombras nocturnales inundaban ya el fondo del valle borrando los términos de la perspectiva e iban subiendo al alto relieve de los montes: Cansa Vaca, Brazo Nogal y Miracielos perdían sus contornos y eran nada más que enormes siluetas destacadas en el grisáceo ambiente. Luego de haber colocado algunos hombres de trecho en trecho, como escuchas en los bordes de la hondonada, envié una pareja por el camino adelante a fin de hacer en él un reconocimiento. Esta pareja regresó dos o tres minutos después a informarme que el enemigo se encontraba a la vuelta de la montaña. Cogí entonces doce de mis hombres y en gran silencio nos fuimos acercando hasta dar vista a los españoles. Coloqué a aquéllos de la mejor manera que pude en el sendero, recomendándoles que cada cual tirara a un punto determinado de la masa presentada por los españoles y que no hicieran fuego hasta que yo no alzara el brazo. Nuestra descarga partió simultánea y certera. Pero el enemigo, como si hubiera estado listo para repeler la agresión, replicó instantáneamente y una bala me alcanzó en la pierna derecha. Fué la única baja que acertaron a ocasionarnos en aquel momento. Mi herida carecía de gravedad, pero me dejó por lo pronto inutilizado para andar y tuve que apoyarme en el brazo de un soldado para retirarme a nuestra posición original. Con gran fortuna para mí diez o quince minutos después llegó el teniente coronel Fleites con cincuenta hombres, para relevarme con mis fuerzas por orden del general Maceo. Instruí a mi sucesor sobre las posiciones ocupadas por el enemigo y cualquiera otro detalle que le pudiera interesar y me encaminé al Cuartel General. ¡Qué día aquel para mí de tan glorioso recuerdo! Cuando ya sobre las siete de la noche llegué a la casa donde se alojaba el general Maceo, éste, que estaba en aquel momento sentado a la mesa junto con el general Ríus, salió a mi encuentro diciéndome en alta voz:
—He estado oyendo su fuego todo el día.
Luego, cogiéndome de un brazo, me ayudé a subir dos o tres peldaños que había a la entrada de dicha casa y, ya dentro, en el comedor, me dijo:
—Siéntese aquí a m lado, para que tome un poco de sopa—, y se corrió a un lado del taburete que ocupaba para hacerme sitio.
Yo rehusé con insistencia. Me parecía una enorme irreverencia de mi parte tal familiaridad con aquel hombre augusto. Al fin él, convencido de que no lograría hacerme deponer mi respetuosa actitud, me dijo:
—Bueno, yo voy a tomar dos cucharadas más y usted se toma el resto.
Acepté no sin algo así como remordimiento de conciencia, pues aquel plato de sopa era todo el alimento que aquel día le habían podido proporcionar al General. Este se retiró a una pieza inmediata, siguiéndole instantes después Rius Rivera, y oí que el primero le decía a su interlocutor:
—¿Se convence usted de lo que yo le he dicho? Yo tenía en aquella posición a un general de brigada, con más de cien hombres, y no la ha podido conservar siquiera una hora, y este ayudante mío la ha sostenido todo el día.
La noche impuso a los combatientes una tregua por aquel día, para reanudar la lucha a la aurora del siguiente. Ahora las posiciones ocupadas por ambos bandos eran las siguientes:
el batallón español que cuidaba las obras de fortificación, en el mismo sitio del día anterior, o sea, la meseta de Soroa, y el coronel Segura, con un millar de hombres de que a4n podía disponer, en Brazo Nogal; y el general Maceo, con unos cuatrocientos, en la loma de Cansa Vaca. Desde Cansa Vaca intentó Maceo tres veces consecutivas cruzar a los cerros opuestos descendiendo al valle, para interponerse entre los españoles de la meseta de Soroa y los de Brazo Nogal; pero fué rechazado las tres veces. En una de las fases de esta porfía una fracción de! regimiento Moncada, cuarenta y cinco hombres al mando del comandante Manuel de la O, llegó por un flanco hasta la cima de Brazo Nogal y, sorprendiendo las tropas de reserva de Segura, macheteó varios hombres y se apoderó de la bandera de uno de sus regimientos.
Por su parte el coronel Segura intentó varias veces también arrojar a Maceo de Cansa Vaca sin poder lograrlo. Cinco horas más había durado la acción, y, como no era cosa de consumir allí todas nuestras municiones, el general Maceo dispuso la retirada.
El combate de Soma fué uno de los más disputados de la campaña de Pinar del Río y también de los más adversos para el enemigo, que tuvo cerca de quinientas bajas por sólo sesenta y siete que tuvimos nosotros.
Algunos meses después de terminada la guerra conversaba yo con un individuo que poco antes me habían presentado. Parecía interesarse en los relatos de la campaña y lo tomé por un cubano entusiasta de las hazañas de los libertadores. En una ocasión quiso saber los lugares donde yo había operado y las acciones donde tomara parte. Cuando le cité Soroa me preguntó qué posición había ocupado en aquel campo de batalla. Se la reseñé y el hombre exclamó:
—Cuántas bajas sufrimos nosotros en aquel sitio! ¡A la barranca le pusimos por nombre la Barranca de la Muerte!
Aquel mal cubano se había encontrado en Soroa como oficial de guerrilla y tenía el cinismo de decírmelo.
Después de la acción de Soroa, y para restablecerme de la herida, fuí enviado a Limones, donde teníamos establecida una prefectura. Como el general Ríus Rivera había quedado con algunos hombres vigilando el camino de Soroa a Candelaria durante unos días, y habría de reunirse más tarde al general Maceo, le rogué que me avisara en su oportunidad cuando fuera a ponerse en marcha, para hacerlo yo también, ya que mí herida, siendo leve, no tardaría en sanar.
En Limones, como en todo otro lugar de Pinar del Río en aquella época, existían muy pocos recursos; pero recomendado especialmente como yo estaba al Prefecto y al entonces comandante Julián Zárraga, jefe de un pequeña unidad volante que operaba por aquellos a]rededores, no lo pasaba del todo mal, por lo que hice venir a otros dos compañeros heridos. Se trataba de un francés llamado Viel, abogado, y de un americano apellidado Floid, venidos en la expedición de Ríus Rivera. A Floid lo habían herido a mis inmediatas órdenes sobre el barranco de Soroa.
El francés era un hombre retraído y melancólico, taciturno, casi nunca entraba en conversación; en cambio, el americano siempre estaba alegre y de todo reía y hacía reír. Como casi nunca los alimentos eran bastantes a satisfacernos, algunas veces yo, acabado de comer, le preguntaba a Floid:
—Mr. Floid, ¿tiene usted todavía apetito?
Y él me respondía:
—Sí, como para un hombre más.
Una voz el comandante Zárraga nos mandó una gallina, que cocimos en caldo con, plátanos y boniatos. El animal debió de haber sido muy entrado en años, pues por mucha candela que le dimos no se ablandó. Floid me dijo:
—iCaramba!, esta gallina estar tan dura que yo no puedo introducir la cuchara en su caldo.
El 8 de noviembre, habiéndome el general Ríus Rivera enviado el aviso convenido, me trasladé a su Cuartel General, y en la tarde del siguiente día nos reunimos al general Maceo bajo el fuego de artillería y fusilería de diez o doce mil soldados españoles en las lomas del Rosario.

Fuentes