Cine de El Salvador

Cine de El Salvador
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Cine de El Salvador ha mostrado una cronología contrastante en la que se han contado historias y manifestado destellos del progreso de la creación artística. Sin embargo, debido a la falta de legislaciones, espacios de formación y experimentación profesional ha habido una ausencia de comunidad cinematográfica. De forma intermitente, el séptimo arte de el Salvador cuenta con una nueva generación de cineastas que han buscando superar las dificultades de aquellos que estuvieron antes de ellos.

Primeros años

Un año antes del inicio del siglo XX, se dieron las prieras vistas del arte cinematógrafo en El Salvador. En 1905, comenzaron a realizarse tomas en la ciudad de San Salvador y finalmente en 1917, se filmó Erupción del Volcán de San Salvador convirtiendose en el primer largometraje al documentar la catástrofe natural y ser exhibido en el Teatro Principal. Luego, entre los pioneros de la época se encontraban los italianos Virgilio Crisonino y Alfredo Massi, quienes en 1930 realizaron Las águilas civilizadas, el primer largometraje en la que se cuenta el romance entre una campesina y un joven que vive en la ciudad.

Ese mismo año, Massi emprendió un nuevo proyecto que nombró Lorotone: un noticiero que reunió una serie de aspectos filmados en la región y que posteriormente orientaron al entonces presidente Maximiliano Hernández a reconocer en el cine una nueva herramienta para hacer propaganda de su gobierno, de modo que entre entre las acciones que llevó a cabo para beneficiarse de ello fue la reducción de los impuestos de importación de equipo; sin embargo, no se impulsó ningún esquema legal para incentivar la producción fílmica en el país.

Junto a la documentación de las actividades de la agenda presidencial, Lorotone fijó su atención en filmar eventos relacionados con el ámbito militar, tal como Catorce aviones de la Fuerza Aérea; también respecto a las contiendas deportivas como en Terceros Juegos Deportivos de Centroamérica y del Caribe. Por otro lado, las producciones se interesaron en reunir imágenes de los desastres naturales como en Gran catástrofe del 7 de junio de 1934, y finalmente se realizaron breves filmaciones sobre algunos festejos populares.

De a poco se fueron sumando nuevos exponentes al pequeño grupo de realizadores, entre los que destacó Juan José Salazar Ruíz, que, a la par de los extranjeros asentados en el país, experimentaron con la narración cinematográfica de manera empírica. En la década del 50 por primera vez la conformación de una industria de entretenimiento se convirtió en el objetivo principal de algunos empresarios como Julio Subiyaga, quien fundó la Compañía Cinematográfica Salvadoreña y buscó el éxito de taquillas a través de coproducciones internacionales como The Black Pirates (1955), del norteamericano Allan Miller, después Cinco vidas y un destino (1957), dirigida por el mexicano José Baviera, y casi una década después Solo de noche vienes (1966), del también mexicano, Sergio Vejar. Pese a los continuos esfuerzos las películas no lograron imponer relatos auténticos ni proponer nuevas rutas narrativas al copiar modelos de ficciones estadounidenses; tampoco redituaron la inversión ni obtuvieron el reconocimiento del público y la crítica.

Medio siglo de cine en El Salvador

En la década de los 50s surgió una nueva generación de realizadores independientes interesados en el audiovisual salvadoreño, entre ellos Alejandro Cotto, quien como primer ejercicio fílmico amateur realizó Festival de Suchihoto (1950), donde reunió algunas tomas de la celebraciones populares en esa demarcación. Un año después filmó Sinfonía de mi pueblo (1951), también referente a la vida cotidiana del municipio. En 1959, después de estudiar en México, Cotto dirigió Camino de esperanza, un documental que realizó por encargo de Coralia de Lemus, entonces Primera dama salvadoreña, y aunque la cinta no fue del agrado del gobierno, puesto que en gran medida mostraba secuencias de barrios marginados, sí consiguió llamar la atención de productores extranjeros. Así, logró terminar El rostro (1961), en donde plantea una reflexión sobre el hombre y su relación con la tierra y, a diferencia de las producciones que le antecedieron, ésta consiguió reconocimiento internacional al presentarse en el Festival de Cine de Berlín.

A mediados del siglo XX, José David Calderón incursionó en la escena con el documental Nuestra tierra (1950). Quince años más tarde fundó la productora Cinespot y, en 1969, finalizó Pasaje al Mundial, un largometraje sobre la clasificación de la selección nacional al torneo mundial de fútbol. El filme gozó de gran éxito en taquillas, contrastando la situación de la mayoría de los filmes de la época que no lograban convocar grandes audiencias. Sin embargo, cuando el realizador buscó experimentar con otras formas de narrativa como en Los peces fuera del agua (1969), no tuvo el mismo recibimiento que su antecesora. El largometraje cuenta la historia de Olivia, una mujer que padece amnesia y que escribe diariamente a un hombre que espera algún día vuelva.

El director y empresario Baltazar Polío, filmó el cortometraje experimental Topiltzín (1975), donde buscó mostrar la perspectiva de la vida desde la mirada de un niño que vende periódicos. Al finalizar la filmación, el resultado solo fue presentado en algunos espacios universitarios y reducidos círculos culturales. En los años 70, con El negro y el indio (1977), Polío abordó el tema de las etnias y la marginalidad; el filme se presentó en el Festival de la Juventud y de los Estudiantes de La Habana en 1978, sumando un paso más en la internacionalización del cine salvadoreño.

Cine militante

Del 14 al 18 de julio de 1969 estalló un conflicto armado entre El Salvador y Honduras, coincidiendo con un encuentro deportivo en el que las selecciones de ambos países se enfrentaron por la clasificación a la Copa del Mundo de 1970, motivo por el que el enfrentamiento fue nombrado popularmente como la Guerra del fútbol.

Aunque las causas reales de la tensión política entre las naciones vecinas provenían de la crisis de trabajo y escasez de tierras que experimentaban los campesinos salvadoreños, y de la que habían encontrado una solución al establecerse y trabajar en Honduras, muchos hondureños se expresaron inconformes y comenzaron a tomar medidas drásticas para desalojarlos, tal como lo hizo un grupo que era conocido como Mancha brava, que se encargaba de perseguir, acosar y asesinar a trabajadores del país vecino. La indiferencia del gobierno de Honduras ante la ola creciente de violencia contra los salvadoreños provocó la intervención de tropas de El Salvador, así, pelotones hondureños contratacaron. Finalmente, tras cuatro días de combate, la Organización de los Estados Americanos (OEA), logró la negociación del alto el fuego.

Las tensiones entre ambos paísie continuaron en los próximos años y la situación no mostró síntomas de mejoría, más allá de desarrollar una solución el país también enfrentó la imposición de poder del General Carlos Humberto Romero. Algunos sectores de la desesperada población vieron en la guerrilla una alternativa de reformar el panorama y los tiempos de desequilibrio social se prolongaron.

Para entonces, la sobrepoblación, crisis laboral y lucha por la tierra se convirtieron en temas recurrentes de la cinematografía nacional a lo largo de los años 70 y 80, periodo en el que surgieron propuestas como el colectivo El taller de los vagos, que tiempo después se convirtió en Cero a la izquierda, un grupo de realización que reconoció como objetivo principal el de documentar y generar evidencia de los acontecimientos en medio de los años de conflicto.

Entre los títulos que fueron cosechados se encuentra Zona intertidal (1980), de Guillermo Escalón, un cortometraje que denunció la represión contra los maestros. También Violento desalojo (1980), con la colaboración de Manuel Sorto, habla sobre el asesinato de un grupo de jóvenes civiles. A principios de los años 80, Morazán (1980) ofreció una visión sobre los hechos detrás de la organización de la guerrilla y las victorias que cobró el conflicto.

Fuentes