Feminismo radical

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Feminismo radical. Es una rama dentro del movimiento feminista que sostiene que la raíz de la desigualdad social es el patriarcado, definido como el sistema de opresión del hombre sobre la mujer. Esta corriente exige un reordenamiento radical de la sociedad en el que se elimine la supremacía masculina en todos los contextos sociales y económicos, al tiempo que se reconoce que las experiencias de las mujeres también se ven afectadas por otras divisiones sociales como la raza, la clase y la orientación sexual.

Antecedentes

El feminismo radical aparece inmerso en los movimientos sociales de los años 60 como el de los derechos civiles, el nuevo movimiento de izquierda y el movimiento contra la Guerra de Vietnam. Mujeres que en su activismo político habían sido relegadas a un papel secundario se armaron de las herramientas del materialismo dialéctico concluyendo que la raíz y madre de todas las opresiones era el sexo-género. Pero lo más rompedor que planteaba fue la crítica a un Feminismo liberal que se contentaba con la igualdad formal, sin ahondar en las relaciones de poder. Para las radicales, debía hacerse un análisis político allí donde se manifestara el poder, y no solamente en el ámbito privado sino en el público. De ahí la consigna “lo personal es político”, que rompe la dicotomía liberal entre las esferas privada y pública. Entre las principales representantes del feminismo radical se encuentran Sulamith Firestone y Kate Millett, a las que se unen otras como Monique Wittig, Andrea Dworkin y Catherine McKinnon, que analizaron aspectos como el sistema sexo-género, la cultura, la educación, la sexualidad, la pornografía y la prostitución.

La sexualidad

La dialéctica del sexo de Sulamith Firestone supone un cambio de paradigma que, rescatando las tesis recogidas en El origen de la familia, la propiedad privada y del Estado de Friedrich Engels, sitúa el patriarcado como origen de todas las opresiones a diferencia de su predecesor, que sostenía que el origen era el sistema de clases. Firestone afirma que “existe una dialéctica más radical que la de la lucha de clases”, y habla de un sistema de castas sexuales en la que la explotación reproductiva constituye el eje de la opresión de la mujer. Del patriarcado emanan todas las demás opresiones y relaciones de poder existentes, incluyendo la de clases. La abolición del patriarcado supone eliminar las castas sexuales y la distinción de los niños y las niñas por sus genitales, así como garantizar que las mujeres tengan control sobre su propio cuerpo mediante el apoyo de las instituciones y la tecnología. Además, ya que lo personal es político, para las radicales los deseos sexuales individuales están condicionados y subordinados a las relaciones de poder patriarcales. Más aún, la pornografía, la publicidad, la prensa, la literatura, los cuentos de hadas… romantizan y erotizan la violencia contra las mujeres, como expuso Dworkin en su obra Woman Hating, o Millett en su tesis doctoral Política Sexual.

El feminismo radical ha hecho asimismo profundos análisis en aspectos como la cosificación sexual, la cultura de la violación y la manifestación de las relaciones de poder en la cama. En este escenario en el que las mujeres son vistas como objetos sexuales a los que se puede violentar, en el que los hombres ostentan el poder y en el que la división sexual del trabajo arroja a las mujeres a la precariedad, la prostitución no es contemplada por las feministas radicales como una decisión libre. Además, como señala Beatriz Gimeno, se ha analizado cómo la mera existencia de la prostitución hace que los hombres, ya sean consumidores de prostitución o no, crezcan en un entorno social en el que son conscientes que pueden tener acceso al cuerpo de una mujer por un determinado precio, afianzando más aún la cultura de la violación y cerrando el círculo vicioso patriarcal. La gestación subrogada supone un fenómeno similar de cosificación sexual y aprovechamiento de la mujer pobre, en el que se explota a la mujer en el lugar más respetable que el patriarcado reserva para ella: la maternidad. Maternidad y cuidados (sean remunerados o no) y prostitución son las dos caras de la misma moneda, o en palabras de Celia Amorós, “la dicotomía puta-santa”. Probablemente esta puesta en cuestión de la supremacía masculina en la esfera privada haya sido la que peor prensa ha recibido por parte de la reacción patriarcal, acusando a las feministas radicales de puritanismo, de estar en contra del sexo. Realmente el feminismo radical está a favor de la liberación sexual, pero entiende la misma como una sexualidad en la que no medie ni el poder ni las leyes del mercado.

El sistema sexo-género

Los análisis recogidos por el feminismo radical respecto a la cuestión del sexo-género probablemente constituyan la cuestión más ignorada incluso por parte de sus supuestas defensoras, que prefieren aferrarse a sus prejuicios tránsfobos y reduccionistas antes de apreciar la riqueza de estos aportes que solo pueden incorporarse con coherencia construyendo un feminismo inclusivo. Hasta los años sesenta los conceptos “sexo” y “género” se usarían indistintamente hasta los primeros estudios de identidad sexual realizados por Robert Stoller y John Money, (si bien en años posteriores también se utilizarían de manera solapada). Se acuña el término “rol de género” para describir el conjunto de conductas atribuidas a hombres y mujeres, y ya en los años 70 empieza a diferenciarse en el campo de la sociología entre sexo (o diferencias fisiológicas) y género (o pautas de comportamiento culturalmente establecidas). Estos autores aludían asimismo a una “identidad genérica esencial” independiente de la condición biológica, que reconocía expresamente a las personas trans por mucho que la vertiente más reaccionaria del feminismo radical se empeña en sostener. Millett recogería estos aportes en Política Sexual.

La definición más directa de “género” la introduciría Gayle Rubin, como el sistema de relaciones sociales entre hombres y mujeres que transforma la sexualidad biológica en un producto de la actividad humana en cuanto a la división sexual del trabajo y la heterosexualidad obligatoria. Otras radicales lésbicas como Wittig también ahondaron en la institucionalización de la heterosexualidad como la piedra angular de la opresión de la mujer, funcional al sistema de producción capitalista. Wittig incide en que la categoría sexo es un constructo social que emana de la opresión y la explotación reproductiva, no al revés como pretenden sostener las corrientes más reaccionarias del feminismo radical. “La categoría de sexo es el producto de la sociedad heterosexual, en la cual los hombres se apropian de la reproducción y la producción de las mujeres, así como de sus personas físicas por medio de un contrato que se llama contrato de matrimonio.”

La reacción tránsfoba

Ningún análisis radical serio reniega de la existencia de las personas trans, ni de su socialización pareja al género con el que se identifican. Al fin y al cabo ya son cincuenta años los que han pasado desde que se abriera esa cuestión y la evidencia científica en el campo de la Psicología Social, la Sociología o la Neurobiología siguiera reafirmando que las mujeres trans son mujeres. Y siguiendo la línea abolicionista, explotación reproductiva también es la prostitución a la que cerca del 80% de mujeres trans son arrojadas por la exclusión social. Al igual que las menopáusicas y estériles, no pueden parir, pero siguen entrando en la dicotomía “puta-santa” de Celia Amorós, siguen afectadas por la división sexual del trabajo. Pero los prejuicios tránsfobos del que muchas autodenominadas feministas han sido incapaces de desprenderse han emborronado toda esta evidencia. Las tesis transexcluyentes se basan en una visión reduccionista de que, ya que la mujer es explotada por su capacidad reproductiva, sólo son mujeres aquellas capaces de gestar y parir, con vagina y útero. Ya adelantamos desde Rebelión Feminista que estas tesis reniegan de las propias feministas radicales.

En efecto, Millett fue pionera a la hora de incluir los estudios de las personas trans y al hablar de identidad de género en su análisis. Dworkin dedicó un capítulo entero a las personas trans en Woman Hating, reivindicando su derecho a tratamientos médicos vivir “en los términos que desearan” como una “cuestión de emergencia social”. También declaró en entrevistas, al igual que McKinnon, que las mujeres trans son mujeres. Todo esto es deliberadamente obviado por esta corriente reaccionaria que no tiene ningún reparo en usar el abolicionismo como carta blanca y Caballo de Troya. Cualquier crítica que se haga a su discurso de odio, la plantean como una afrenta contra el abolicionismo a pesar que seamos otras abolicionistas sus principales opositoras.

Conclusiones

El feminismo radical es un gran incomprendido, y también en el seno del propio feminismo. Ya no solo los prejuicios machistas, sino las malinterpretaciones tránsfobas, dificultan el acercamiento de jóvenes a cuestiones sobre la sexualidad, la prostitución, la cultura de la violación y el poder que les ayudaría a despejar muchas incógnitas respecto a su opresión. Sólo una acción divulgativa eficaz, así como la total condena de las tergiversaciones malintencionadas y de la violencia transmisógina, será capaz de amortiguar el estigma con el que carga el feminismo radical, y además resultará imprescindible para construir un movimiento feminista con potencial revolucionario que no dé cabida a discursos de odio.

Fuentes