San Juan Ogilvie, S.J.

San Juan Ogilvie, S.J.
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Religión o MitologíaCatólica
Día celebración14 de Octubre
Venerado enEn la iglesia católica


San Juan Ogilvie es un patrono de la unidad cristiana. Tuvo un apasionado amor por su patria y murió intentando traerla a una plena comunión con la Iglesia católica.

Vida

Juan de Ogilvie, de familia noble donde la madre había conservado la fe católica, pero el padre era uno de los comisarios encargados de descubrir y apresar jesuitas. El pobre hombre temblaba pensando que su mujer pudiera hacer de Juanito un "papista", y tratando de evitarlo le envió al continente, para que hiciera en Europa sus estudios, en cuanto el chico cumplió trece años. No podía imaginarse que a los dieciséis años sería católico y a los diecinueve ingresaría en la Compañía de Jesús.

Tiempos de formidable transformación del mundo los de la juventud de nuestro héroe. Cuando él nace comienza Rusia la conquista de Siberia (1581), se hace la reforma gregoriana del calendario (1582), desde la América que los españoles exploran penosamente se introduce en Europa la patata (1584), se inventa el microscopio, que abre una ventana hacia el fondo de la naturaleza (1590), se edita la Vulgata clementina (1592), se fija la primera tarifa postal en Alemania (1599), Shakespeare puebla de personajes los escenarios del teatro inglés (hacia 1600), Galileo descubre las leyes de la gravitación y del péndulo (1602), los españoles luchan en Flandes mientras Don Quijote hace por la pluma de Cervantes su primera salida (1605) ... Descubrimientos de tierras, esplendor de las bellas artes, nacimiento de las ciencias exactas, transformación del comercio. Las universidades hablan un lenguaje común y facilitan el trasiego de las ideas y de los estudiantes desde un rincón al otro de Europa.

Juan de Ogilvie había sido puesto bajo la protección de buenos amigos de su padre. Pero ¿quién cierra las puertas al viento y corta el paso a las ideas que llegan hasta un estudiante despejado? Se instruye en la fe en Lovaina, pasa de allí a Ratisbona, luego a Olinutz y más tarde a Viena, donde se hace jesuita. El padre Claudio Aquaviva, a la sazón general, le envía sucesivamente a París y Rouen. Es entonces cuando el contacto renovado con los emigrantes y viajeros de su tierra, cargados de noticias de amigos, de mártires, de peligros, de proezas, le aguijonea para que pida a sus superiores la difícil misión de predicador clandestino. Y ya tenemos en Edimburgo a nuestro capitán Watson, si no acaudillando soldados, sí dispuesto a decir misas, esas terribles misas que para el hereje Knox equivalían a diez mil enemigos desembarcados en la costa.

Las leyes abiertamente injustas no obligan en conciencia: si para obedecer a Dios es preciso burlar reglamentos humanos, para el misionero no cabe opción. Entre dejar de instruir, bautizar y decir la misa o celebrar para todo ello reuniones clandestinas, usar disfraces y fingir apellidos, Juan de Ogilvie opta decididamente por la vida ilegal, bajo la constante amenaza de los guardias y de los soplones. En febrero de 1614 le encontramos en Londres consultando en la corte de Jacobo I un proyecto de tregua religiosa. Por Pascua visita París para tratar con su provincial, y el resto del tiempo tan pronto se halla en Edimburgo, como en Glasgow, lo mismo en el piso de una viuda, convertido en capilla, que en el corredor de una cárcel a donde ha logrado introducirse fraudulentamente.

No podía faltar la traición, y al cumplirse el año justo de su arriesgado juego con la boca del lobo, una falsa cita le hizo caer en la trampa del arzobispo Spottiswood.

Fue entonces cuando el jesuita dio toda la medida de su valor humano: cabeza fría y clara, respuesta contundente, chanza en los dolores, energía en el mantenimiento de los derechos humanos y divinos contra la letra de la ley y la arbitrariedad. Son notables sus salidas con jueces y verdugos. Al obispo, no legítimamente consagrado, le dijo: "Lego sois y no tenéis más jurisdicción espiritual que la que pueda tener vuestro báculo". La tortura del "quebrantapiernas" consistía en unos anillos que se cerraban sobre la pantorrilla. Por entre ellos y el hueso se introducían cuñas a golpe de martillo, hasta que el hueso oprimido se rompía y la medula se desparramaba. Cuando le amenazaron con el quebrantapiernas, Ogilvie se rió y dijo: "No estimo más mis piernas que vosotros vuestras ligas". Y como los verdugos insistieran en amedrentarle, prosiguió: "No se me da más de las amenazas de todos vosotros que del graznar de otros tantos gansos". Uno de sus guardianes le asegura que le quemarían vivo y Ogilvie replicó: "Pues ningún tiempo más a propósito, porque estoy muerto de frío".

No era cinismo ni bravuconería hueca; en el tribunal no quiso delatar a nadie, se negó a jurar como reo decir la verdad, afirmando su derecho a ser tenido por inocente mientras no se demostraran sus pretendidos delitos, no por confesión propia, obtenida por la coacción y la tortura, sino por pruebas exteriores. Rechazó la autoridad del rey en materia religiosa y defendió el primado del Papa; y lo hizo con una agudeza y una precisión apenas concebibles en quien llevaba nueve noches y ocho días consecutivos en que no se le había permitido dormir un solo minuto. Fue providencial que un preso católico de una celda vecina pasara diariamente al padre Ogilvie algunas hojas de papel y las recogiera otra vez por debajo de la puerta, una vez que el mártir había escrito su diario. Conocemos así un relato de todas sus aventuras, lleno de humor y de sobrenatural heroísmo.

Al fin fue condenado a muerte: pero, como suele ocurrir, el tribunal tuvo exquisito cuidado en que la sentencia no pareciera recaer sobre opiniones religiosas, sino sobre delitos civiles: se le condenaba por traición al rey y por violación de las leyes del Estado. Y aquí vino la jugada maestra del audaz jesuíta, que no se resignaba a morir como un contrabandista vulgar, falsificador de pasaportes, sino que quería ser un mártir.

Sabiendo lo que ganaba el protestantismo con la adquisición de aquella energía y de aquel talento, el ministro Scott prometió al reo, camino del cadalso, la mano de la hija del arzobispo y una buena prebenda si abjuraba. Fingiendo ceder, pero querer seguridades, el jesuita le dijo ante la multitud ávida del espectáculo de su horca: "Repetidme esa oferta con testigos". Repetida que fue, siguió preguntando el jesuita: "Entonces, ¿no se me perseguiría por traición?" "No" —contestó el ministro, coreado por miles de voces que gritaban: "¡Baja del cadalso!" "¿Sólo es mi apostasía del catolicismo lo que importa? " —remachó el jesuíta, mientras los católicos temblaban de pena y de inquietud entre el público—. "Sólo eso —replicó la multitud—. "Entonces, muero como mártir" —concluyó Juan de Ogilvie. Y dejó alegremente, encomendándose a la Virgen, que izaran con el nudo corredizo su cuerpo joven de treinta y cinco años. El alma voló al cielo.

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