Diferencia entre revisiones de «Céspedes y Agramonte (artículo escrito por José Martí)»

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Artículo escrito por [[José Martí]] y publicado en el periódico [[El Avisador Cubano]] en [[Nueva York]], el [[10 de octubre]] de [[1888]]. En el mismo, el autor sintetiza las cualidades físicas y morales de dos grandes revolucionarios cubanos: [[Carlos Manuel de Céspedes]] e [[Ignacio Agramonte y Loynaz]].
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'''Céspedes y Agramonte'''. Bello texto patriótico en el cual el autor hace un recuento épico de la vida de [[Carlos Manuel de Céspedes]] e [[Ignacio Agramonte y Loynaz]], defensores de la libertad cubana. Muestra un equilibrio en el análisis histórico, un reconocimiento a la figura de aquellos que, a pesar de las grandes riquezas que poseían, lo echaron todo a un lado para forjar la patria nueva.  
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'''Céspedes y Agramonte'''. Texto patriótico escrito por [[José Martí]] y publicado en el periódico [[El Avisador Cubano]] en [[Nueva York]], el [[10 de octubre]] de [[1888]]. En el mismo, el autor sintetiza las cualidades físicas y morales de dos grandes revolucionarios cubanos: [[Carlos Manuel de Céspedes]] e [[Ignacio Agramonte y Loynaz]] haciendo  un recuento épico de sus vidas como defensores de la libertad cubana. El texto también muestra un equilibrio en el análisis histórico, un reconocimiento a la figura de aquellos que, a pesar de las grandes riquezas que poseían, lo echaron todo a un lado para forjar la patria nueva.  
  
== Circunstancias ==
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==Escrito entero==
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CÉSPEDES Y AGRAMONTE
  
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El extraño puede escribir estos nombres sin temblar, o el pedante, o el ambicioso:  el  buen  cubano, no.  De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto,  de  las  entrañas  de  la  tierra;  y  el  otro  es  como  el  espacio azul  que lo corona. De Céspedes el arrebato,  y  de Agramonte  la purificación.  El  uno  desafía  con  autoridad  como de rey; y con fuerza como de la luz, el  otro  vence. Vendrá la historia, con sus pasiones y justicias;  y  cuando  los haya mordido y  recortado a su  sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya. Las palabras  pomposas  son innecesarias para hablar de los hombres sublimes.  Otros  hagan, y en otra ocasión, la cuenta  delos  yerros,  que  nunca  será  tanta  como  la  de  las  grandezas.  Hoy  es fiesta,  y  lo  que  queremos  es  volverlos  a  ver  al  uno  en  pie,  audaz  y magnífico,  dictando  de  un  ademán,  al  disiparse  la  noche,  la  creación de un pueblo libre, y al otro tendido en sus últimas ropas, cruzado del látigo  el  rostro  angélico,  vencedor  aun  en  la  muerte.  ¡Aún  se  puede vivir, puesto que vivieron a nuestros ojos hombres tales!
  
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Es  preciso  haberse  echado  alguna  vez  un  pueblo  a  los  hombros,  para saber  cuál  fue  la  fortaleza  del  que,  sin  más  armas  que  un  bastón  de carey  con  puño  de  oro,  decidió,  cara  a  cara  de  una  nación  implacable quitarle  para  la  libertad  su  posesión  más  infeliz,  como  quien  quita  a una  tigre  su  último  cachorro.  ¡Tal  majestad  debe  inundar  cl  alma entonces,  que  bien  puede  ser  que  el  hombre  ciegue  con  ella!  ¿Quién no  conoce  nuestros  días  de  cuna?  Nuestra  espalda  era  llagas,  y nuestro  rostro  recreo  favorito  de  la  mano  del  tirano.  Ya  no  había paciencia  para  más  tributo,  ni  mejillas  para  más  bofetones.  Hervía  la Isla.  Vacilaba  la  Habana.  Las  Villas  volvían  los  ojos  a  Occidente. Piafaba  Santiago  indeciso.  "¡Lacayos,  lacayos!'"  escribe  al  Camagüe y Ignacio  Agramonte  desconsolado.  Pero  en  Bayamo  rebosaba  la  ira.  La logia  bayamesa  juntaba  en  su  círculo  secreto, reconocido  como autoridad  por  Manzanillo  y  Holguín,  y  Jiguaní  y  las  Tunas,  a  los abogados  y  propietarios  de  la  comarca,  a  Maceos  y  Figueredo,  a Milaneses y Céspedes, a Palmas y Estradas, a Aguilera, presidente por su  caudal  y  su  bondad,  y  a  un  moreno  albañil,  al  noble  García.  En  la piedra en bruto trabajan a la vez las dos manos, la blanca y la negra:¡seque  Dios  la  primera  mano  que  se  levante  contra  la  otra!  No  cabía duda,  no;  era  preciso  alzarse  en  guerra.  Y  no  se  sabía  cómo,  ni  con qué  ayuda,  ni  cuándo  se  decidiría  la  Habana,  de  donde  volvió descorazonado  Pedro  Figueredo  cuando  por  Manzanillo,  en  cuyos consejos  dominaba  Céspedes,  lo  buscan  por  guía  los  que  le  ven centellear  los  ojos.  ¡La  tierra  se  alza  en  montañas,  y  en  estos hombres  los  pueblos!  Tal  vez  Bayamo  desea  más  tiempo;  afín  no  se decide la junta de la logia; ¡acaso esperen a decidirse cuando tengan al cuello al enemigo vigilante! ¿Que un alzamiento es como un encaje, que se borda a la luz hasta que no queda una hebra suelta? ¡Si no los arrastramos, jamás se determinarán! Y tras unos instantes de silencio, en  que  los  héroes  bajaron  la  cabeza  para  ocultar  sus  lágrimas solemnes,  aquel  pleitista,  aquel  amo  de  hombres,  aquel  negociante revoltoso,  se  levantó  como  por  increíble  claridad  transfigurado.  Y  no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos.
==Escrito entero==
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La  voz  cunde:  acuden  con  sus  siervos  libres  y  con  sus  amigos  los conspiradores,  que,  admirados  por  su  atrevimiento,  aclaman  jefe  a Céspedes en el potrero de Mabay; caen bajo Mármol Jiguaní y Holguín; con Céspedes a la cabeza adelanta Marcano sobre Bayamo; las armas son machetes de buen filo, rifles de cazoleta, y pistolones comidos de herrumbre,  atados  al  cabo  por  tiras  de  majagua.  Ya  ciñen  a  Bayamo, donde  vacila  el  Gobernador,  que  los  cree  levantados  en  apoyo  de  su amigo  Prim.  Y  era  el  diecinueve  por  la  mañana,  en  todo  el  brillo  del sol,  cuando  la  cabalgata  libertadora  pasa  en  orden  el  río  que  pareció más  ancho.  ¡No  es  batalla,  sino  fiesta!  Los  más  pacíficos  salen  a unírseles, y sus esclavos con ellos; viene a su encuentro la caballería española,  y  de  un  machetazo  desbarban  al  jefe;  llévanselo en brazo sal refugio del cuartel sus soldados despavoridos. Con piedras cubiertas de  algodón  encendido  prenden  los  cubanos  el  techo  del  cuartel empapado  en  petróleo,  a  falta  de  bombas.  La  guarnición se  rinde,  y con  la  espada  a  la  cintura  pasa  por  las  calles  entre  las  filas  del vencedor respetuoso. Céspedes ha organizado el Ayuntamiento, se ha titulado Capitán General, ha decidido con su empeño que el préstamo inevitable  sea  voluntario  y  no  forzoso,  ha  arreglado  en  cuatro negociados  la  administración,  escribe  a  los  pueblos  que  acaba  de nacer  la  República  de  Cuba,  escoge  para  miembros  del  Municipio  a varios españoles. Pone en paz a los celosos; con los indiferentes es magnánimo; confirma su mando por la serenidad con que lo ejerce. Es humano y conciliador. Es firme y suave.
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Cree que su pueblo va en él, y como ha sido el primero en obrar, se ve como con derechos propios y personales, como con derechos de padre, sobre su obra. Asistió en lo interior de su mente al misterio divino del nacimiento  de  un  pueblo  en  la  voluntad  de  un  hombre,  y  no  se  ve como  mortal,  capaz  de  yerros  y  obediencia,  sino  como  monarca  de  la libertad,  que  ha  entrado  vivo  en  el  cielo  de  los  redentores.  No  le parece que tengan derecho a aconsejarle los que no tuvieron decisión para  precederle.  Se  mira  como  sagrado,  y  no  duda  de  que  deba imperar  su  juicio.  Tal  vez  no  atiende  a  que  él  es  como  el  árbol  más alto  del  monte,  pero  que  sin  el  monte  no  puede  erguirse  el  árbol. Jamás  se  le  vuelve  a  ver  como  en  aquellos  días  de  autoridad  plena; porque los hombres de fuerza original sólo la enseñan íntegra cuando la  pueden  ejercer  sin  trabas.  Cuando  el  monte  se  le  echa  encima; cuando  comienza  a  ver  que  la  revolución  es  algo  más  que  el alzamiento de las ideas patriarcales; cuando la juventud apostólica le sale  con  las  tablas  de  la  ley  al  paso;  cuando  inclina  la  cabeza,  con penas  de  martirio,  ante  los  inesperados  colaboradores,  es  acaso  tan grande,  dado  el  concepto  que  tenia  de  si,  como  cuando  decide,  en  la soledad  épica,  guiar  a  su  pueblo  informe  a  la  libertad  por  métodos rudimentarios, como cuando en el júbilo del triunfo no venga la sangre cubana vertida por España en la cabeza de los españoles, sino que los sienta  a  su  lado  en  el  gobierno,  con  el  genio  del  hombre  de  Estado. Luego  se  obscurece:  se  considera  como  desposeído  de  lo  que  le pareció  suyo  por  fuerza  de  conquista;  se  reserva  arrogante  la  energía que no le dejan ejercer sin más ley que la de su fe ciega en la unión impuesta  por  obra  sobrenatural  entre  su  persona  y  la  República;  pero jamás,  en  su  choza  de  guano,  deja  de  ser  el  hombre  majestuoso  que siente  e  impone  la  dignidad  de  la  patria.  Baja  de  la  presidencia cuando  se  lo  manda  el  país,  y  muere  disparando  sus  últimas  balas contra el enemigo, con la mano que acaba de escribir sobre una mesa rústica versos de tema sublime.
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¡ Mañana,  mañana  sabremos  si  por  sus  vías  bruscas  y  originales hubiéramos  llegado  a  la  libertad  antes  que  por  las  de  sus  émulos;  si los medios que sugirió el patriotismo por el miedo de un César, no han sido los que pusieron a la patria, creada por el héroe, a la merced delos generales de Alejandro; si no fue Céspedes, de sueños heroicos y trágicas  lecturas,  el  hombre  a  la  vez  refinado  y  primario, imitador  y creador, personal y nacional, augusto  por  la benignidad  y  el acontecimiento, en  quien chocaron, como  en una peña, despedazándola  en  su  primer  combate,  las  fuerzas  rudas  de  un  país nuevo,  y  las  aspiraciones  que  encienden  en  la  sagrada  juventud  el conocimiento del mundo libre y la pasión de la República! En tanto, ¡sé bendito, hombre de mármol!
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¿Y aquél del Camagüey, aquel diamante con alma de beso? Ama a su Amalia  locamente;  pero  no  la  invita  a  levantar  casa  sino  cuando vuelve de sus triunfos de estudiante en la Habana, convencido de que tienen  todavía  mejilla  aquellos  señores  para  años:  "no  valen  para nada  ¡para  nada!"  Y  a  los  pocos  días  de  llegar  al  Camagüey, la Audiencia  lo  visita,  pasmada  de  tanta  autoridad  y  moderación  en abogado  tan  joven;  y  por  las  calles  dicen:  "¡ése!";  y  se  siente  la presencia de una majestad, pero ¡no él, no él! que hasta que su mujer no  le  cosió  con  sus  manos  la  guajira  azul  para  irse  a  la  guerra,  no creyó que habían comenzado sus bodas.
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Por  su  modestia  parecía  orgulloso:  la  frente,  en  que  el  cabello  negro encajaba como  en  un  casco,  era  de  seda,  blanca  y  tersa,  como  para que  la  besase  la  gloria:  oía  más  que  hablaba,  aunque tenía la única elocuencia  estimable,  que  es  la  que  arranca  de  la  limpieza  del corazón; se sonrojaba cuando  le  ponderaban  su  mérito;  se  le humedecían  los  ojos  cuando  pensaba  en  el  heroísmo, o  cuando  sabia de  una  desventura,  o  cuando  el  amor  le  besaba  la  mano:  "¡le  tengo miedo a tanta felicidad!" Leía despacio obras serias. Era un ángel para defender,  y  un  niño  para  acariciar.  De cuerpo  era  delgado,  y  más  fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra, domó de la primera  embestida  la  soberbia  natural,  y  se  le  vio  por  la  fuerza  del cuerpo,  la  exaltación  de  la  virtud.  Era  como  si  por  donde  los  hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros;  y  al  recordarlo,  suelen  sus  amigos  hablar  de  él  con  unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza.
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¡Acaso no hay otro hombre que en grado semejante haya sometido en horas de tumulto su autoridad natural a la de la patria! ¡Acaso no haya romance más bello que el de aquel guerrero, que volvía de sus glorias a descansar, en la casa de palmas, junto a su novia y su hijo! "¡jamás, Amalia, jamás seré militar cuando acabe la guerra! Hoy es grandeza, y mañana  será  crimen.  ¡Yo  te  lo  juro  por  él,  que  ha  nacido  libre!  Mira, Amalia:  aquí  colgaré  mi  rifle,  y  allí,  en  aquel  rincón  donde  le  di  el primer  beso  a  mi  hijo,  colgaré  mi  sable". Y se inclinaba el héroe, sin más  tocador  que  los  ojos  de  su  esposa,  a  que  con  las  tijeras  de coserle  las  dos  mudas  de  dril  en  que  lucía  tan  pulcro  y  hermoso,  le cortase, para estar de gala en el santo de su hijo, los cabellos largos.
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¿Y aquél era el que a paso de gloria mandaba el ejercicio de su gente, virgen y gigantesco como el monte donde escondía la casa de palmas de su compañera, donde escondía "El Idilio"? ¿Aquél el que arengaba a sus  tropas  con  voz  desconocida, e inflamaba  su  patriotismo  con arranques  y gestos soberanos?  ¿Aquél el que  tenía por entretenimiento  saltar  tan  alto  con  su  alazán  Mambí  la  cerca,  que  se le  veía  perder  el  cuerpo  en  la  copa  de  los  árboles?  ¿Aquél  el  que jamás permite que en la pelea se le adelante nadie, y cuando le viene en  un  encuentro  el  Tigre  al  frente,  el  Tigre  jamás  vencido  brazo  abrazo, pica hondo al Mambí para que no se lo sujeten, y con la espada de  Mayor,  y  la  que  le  relampaguea  en  los  ojos,  tiene  el  machete  del Tigre a raya? ¿Aquél que cuando le profana el español su casa nupcial, se va solo, sin más ejército que Elpidio Mola, a rondar, mano al cinto, el campamento en que  le  tienen  cautivos  sus  amores?  ¿Aquél  que cuando  mil  españoles  le  llevan  preso  al  amigo,  da  sobre  ellos  con treinta  caballos,  se  les  mete  por  entre  las  ancas,  y  saca  al  amigo libre?  ¿Aquél  que,  sin  más  ciencia  militar  que  el  genio,  organiza  la caballería,  rehace  el  Camagüey  deshecho,  mantiene  en  los  bosques talleres  de  guerra,  combina  y  dirige  ataques  victoriosos,  y  se  vale  de su  renombre  para  servir  con  él  al  prestigio  de  la  ley,  cuando  era  el único que, acaso con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla?
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¡Aquél era; el amigo de su mulato Ramón Agüero; el que enseñó a leer a  su  mulato  con  la  punta  del  cuchillo  en  las  hojas  de  los  árboles,  el que  despedía  en  sigilo  decoroso  sus  palabras  austeras,  y  parecía  que curaba  como  médico  cuando  censuraba  como  general;  el  que  cuando no podía repartir, por ser pocos, los buniatos o la miel hacía cubalibre non la miel para que alcanzase a sus oficiales, o le daba los buniatos a  su  caballo,  antes  que  comérselos  él  solo;  el  que  ni  en  sí  ni  en  los demás  humilló  nunca  al  hombre!  Pero  jamás  fue  tan  grande,  ni  aun cuando  profanaron  su  cadáver  sus  enemigos,  como  cuando  al  oír  la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras:
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El Avisador Cubano, Nueva York, 10 de octubre de 1888.
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==Enlaces relacionados==  
 
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*[[José Martí]]
 
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*[[Carlos Manuel de Céspedes]]
 
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*[[Ignacio Agramonte]]
 
*[[Ignacio Agramonte]]
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==Fuentes==
 
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*Céspedes y Agramonte. Disponible en:[http://www.josemarti.cu/wp-content/uploads/2014/06/Cespedes_y_Agramonte.pdf Josemarti]. Consultado el 3 de septiembre de 2020.
 
*Toledo Sande, L. [[1996]]. Cesto de llamas. Biografía de José Martí. La Habana: Editorial Ciencias Sociales.
 
*Toledo Sande, L. [[1996]]. Cesto de llamas. Biografía de José Martí. La Habana: Editorial Ciencias Sociales.
 
*Vitier, C. [[1995]]. Cuadernos Martianos II. La Habana: Editorial Pueblo y Educación.  
 
*Vitier, C. [[1995]]. Cuadernos Martianos II. La Habana: Editorial Pueblo y Educación.  
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[[Category:Documentos_históricos]][[Category:Historia_de_Cuba]]
 
[[Category:Documentos_históricos]][[Category:Historia_de_Cuba]]

última versión al 11:09 3 sep 2020

Céspedes y Agramonte
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Cespedes1agra.jpg
Artículo
AutoresJosé Martí

Céspedes y Agramonte. Texto patriótico escrito por José Martí y publicado en el periódico El Avisador Cubano en Nueva York, el 10 de octubre de 1888. En el mismo, el autor sintetiza las cualidades físicas y morales de dos grandes revolucionarios cubanos: Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte y Loynaz haciendo un recuento épico de sus vidas como defensores de la libertad cubana. El texto también muestra un equilibrio en el análisis histórico, un reconocimiento a la figura de aquellos que, a pesar de las grandes riquezas que poseían, lo echaron todo a un lado para forjar la patria nueva.

Escrito entero

CÉSPEDES Y AGRAMONTE

El extraño puede escribir estos nombres sin temblar, o el pedante, o el ambicioso: el buen cubano, no. De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación. El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence. Vendrá la historia, con sus pasiones y justicias; y cuando los haya mordido y recortado a su sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya. Las palabras pomposas son innecesarias para hablar de los hombres sublimes. Otros hagan, y en otra ocasión, la cuenta delos yerros, que nunca será tanta como la de las grandezas. Hoy es fiesta, y lo que queremos es volverlos a ver al uno en pie, audaz y magnífico, dictando de un ademán, al disiparse la noche, la creación de un pueblo libre, y al otro tendido en sus últimas ropas, cruzado del látigo el rostro angélico, vencedor aun en la muerte. ¡Aún se puede vivir, puesto que vivieron a nuestros ojos hombres tales!

Es preciso haberse echado alguna vez un pueblo a los hombros, para saber cuál fue la fortaleza del que, sin más armas que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara de una nación implacable quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a una tigre su último cachorro. ¡Tal majestad debe inundar cl alma entonces, que bien puede ser que el hombre ciegue con ella! ¿Quién no conoce nuestros días de cuna? Nuestra espalda era llagas, y nuestro rostro recreo favorito de la mano del tirano. Ya no había paciencia para más tributo, ni mejillas para más bofetones. Hervía la Isla. Vacilaba la Habana. Las Villas volvían los ojos a Occidente. Piafaba Santiago indeciso. "¡Lacayos, lacayos!'" escribe al Camagüe y Ignacio Agramonte desconsolado. Pero en Bayamo rebosaba la ira. La logia bayamesa juntaba en su círculo secreto, reconocido como autoridad por Manzanillo y Holguín, y Jiguaní y las Tunas, a los abogados y propietarios de la comarca, a Maceos y Figueredo, a Milaneses y Céspedes, a Palmas y Estradas, a Aguilera, presidente por su caudal y su bondad, y a un moreno albañil, al noble García. En la piedra en bruto trabajan a la vez las dos manos, la blanca y la negra:¡seque Dios la primera mano que se levante contra la otra! No cabía duda, no; era preciso alzarse en guerra. Y no se sabía cómo, ni con qué ayuda, ni cuándo se decidiría la Habana, de donde volvió descorazonado Pedro Figueredo cuando por Manzanillo, en cuyos consejos dominaba Céspedes, lo buscan por guía los que le ven centellear los ojos. ¡La tierra se alza en montañas, y en estos hombres los pueblos! Tal vez Bayamo desea más tiempo; afín no se decide la junta de la logia; ¡acaso esperen a decidirse cuando tengan al cuello al enemigo vigilante! ¿Que un alzamiento es como un encaje, que se borda a la luz hasta que no queda una hebra suelta? ¡Si no los arrastramos, jamás se determinarán! Y tras unos instantes de silencio, en que los héroes bajaron la cabeza para ocultar sus lágrimas solemnes, aquel pleitista, aquel amo de hombres, aquel negociante revoltoso, se levantó como por increíble claridad transfigurado. Y no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos.

La voz cunde: acuden con sus siervos libres y con sus amigos los conspiradores, que, admirados por su atrevimiento, aclaman jefe a Céspedes en el potrero de Mabay; caen bajo Mármol Jiguaní y Holguín; con Céspedes a la cabeza adelanta Marcano sobre Bayamo; las armas son machetes de buen filo, rifles de cazoleta, y pistolones comidos de herrumbre, atados al cabo por tiras de majagua. Ya ciñen a Bayamo, donde vacila el Gobernador, que los cree levantados en apoyo de su amigo Prim. Y era el diecinueve por la mañana, en todo el brillo del sol, cuando la cabalgata libertadora pasa en orden el río que pareció más ancho. ¡No es batalla, sino fiesta! Los más pacíficos salen a unírseles, y sus esclavos con ellos; viene a su encuentro la caballería española, y de un machetazo desbarban al jefe; llévanselo en brazo sal refugio del cuartel sus soldados despavoridos. Con piedras cubiertas de algodón encendido prenden los cubanos el techo del cuartel empapado en petróleo, a falta de bombas. La guarnición se rinde, y con la espada a la cintura pasa por las calles entre las filas del vencedor respetuoso. Céspedes ha organizado el Ayuntamiento, se ha titulado Capitán General, ha decidido con su empeño que el préstamo inevitable sea voluntario y no forzoso, ha arreglado en cuatro negociados la administración, escribe a los pueblos que acaba de nacer la República de Cuba, escoge para miembros del Municipio a varios españoles. Pone en paz a los celosos; con los indiferentes es magnánimo; confirma su mando por la serenidad con que lo ejerce. Es humano y conciliador. Es firme y suave.

Cree que su pueblo va en él, y como ha sido el primero en obrar, se ve como con derechos propios y personales, como con derechos de padre, sobre su obra. Asistió en lo interior de su mente al misterio divino del nacimiento de un pueblo en la voluntad de un hombre, y no se ve como mortal, capaz de yerros y obediencia, sino como monarca de la libertad, que ha entrado vivo en el cielo de los redentores. No le parece que tengan derecho a aconsejarle los que no tuvieron decisión para precederle. Se mira como sagrado, y no duda de que deba imperar su juicio. Tal vez no atiende a que él es como el árbol más alto del monte, pero que sin el monte no puede erguirse el árbol. Jamás se le vuelve a ver como en aquellos días de autoridad plena; porque los hombres de fuerza original sólo la enseñan íntegra cuando la pueden ejercer sin trabas. Cuando el monte se le echa encima; cuando comienza a ver que la revolución es algo más que el alzamiento de las ideas patriarcales; cuando la juventud apostólica le sale con las tablas de la ley al paso; cuando inclina la cabeza, con penas de martirio, ante los inesperados colaboradores, es acaso tan grande, dado el concepto que tenia de si, como cuando decide, en la soledad épica, guiar a su pueblo informe a la libertad por métodos rudimentarios, como cuando en el júbilo del triunfo no venga la sangre cubana vertida por España en la cabeza de los españoles, sino que los sienta a su lado en el gobierno, con el genio del hombre de Estado. Luego se obscurece: se considera como desposeído de lo que le pareció suyo por fuerza de conquista; se reserva arrogante la energía que no le dejan ejercer sin más ley que la de su fe ciega en la unión impuesta por obra sobrenatural entre su persona y la República; pero jamás, en su choza de guano, deja de ser el hombre majestuoso que siente e impone la dignidad de la patria. Baja de la presidencia cuando se lo manda el país, y muere disparando sus últimas balas contra el enemigo, con la mano que acaba de escribir sobre una mesa rústica versos de tema sublime.

¡ Mañana, mañana sabremos si por sus vías bruscas y originales hubiéramos llegado a la libertad antes que por las de sus émulos; si los medios que sugirió el patriotismo por el miedo de un César, no han sido los que pusieron a la patria, creada por el héroe, a la merced delos generales de Alejandro; si no fue Céspedes, de sueños heroicos y trágicas lecturas, el hombre a la vez refinado y primario, imitador y creador, personal y nacional, augusto por la benignidad y el acontecimiento, en quien chocaron, como en una peña, despedazándola en su primer combate, las fuerzas rudas de un país nuevo, y las aspiraciones que encienden en la sagrada juventud el conocimiento del mundo libre y la pasión de la República! En tanto, ¡sé bendito, hombre de mármol!

¿Y aquél del Camagüey, aquel diamante con alma de beso? Ama a su Amalia locamente; pero no la invita a levantar casa sino cuando vuelve de sus triunfos de estudiante en la Habana, convencido de que tienen todavía mejilla aquellos señores para años: "no valen para nada ¡para nada!" Y a los pocos días de llegar al Camagüey, la Audiencia lo visita, pasmada de tanta autoridad y moderación en abogado tan joven; y por las calles dicen: "¡ése!"; y se siente la presencia de una majestad, pero ¡no él, no él! que hasta que su mujer no le cosió con sus manos la guajira azul para irse a la guerra, no creyó que habían comenzado sus bodas.

Por su modestia parecía orgulloso: la frente, en que el cabello negro encajaba como en un casco, era de seda, blanca y tersa, como para que la besase la gloria: oía más que hablaba, aunque tenía la única elocuencia estimable, que es la que arranca de la limpieza del corazón; se sonrojaba cuando le ponderaban su mérito; se le humedecían los ojos cuando pensaba en el heroísmo, o cuando sabia de una desventura, o cuando el amor le besaba la mano: "¡le tengo miedo a tanta felicidad!" Leía despacio obras serias. Era un ángel para defender, y un niño para acariciar. De cuerpo era delgado, y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natural, y se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros; y al recordarlo, suelen sus amigos hablar de él con unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza.

¡Acaso no hay otro hombre que en grado semejante haya sometido en horas de tumulto su autoridad natural a la de la patria! ¡Acaso no haya romance más bello que el de aquel guerrero, que volvía de sus glorias a descansar, en la casa de palmas, junto a su novia y su hijo! "¡jamás, Amalia, jamás seré militar cuando acabe la guerra! Hoy es grandeza, y mañana será crimen. ¡Yo te lo juro por él, que ha nacido libre! Mira, Amalia: aquí colgaré mi rifle, y allí, en aquel rincón donde le di el primer beso a mi hijo, colgaré mi sable". Y se inclinaba el héroe, sin más tocador que los ojos de su esposa, a que con las tijeras de coserle las dos mudas de dril en que lucía tan pulcro y hermoso, le cortase, para estar de gala en el santo de su hijo, los cabellos largos.

¿Y aquél era el que a paso de gloria mandaba el ejercicio de su gente, virgen y gigantesco como el monte donde escondía la casa de palmas de su compañera, donde escondía "El Idilio"? ¿Aquél el que arengaba a sus tropas con voz desconocida, e inflamaba su patriotismo con arranques y gestos soberanos? ¿Aquél el que tenía por entretenimiento saltar tan alto con su alazán Mambí la cerca, que se le veía perder el cuerpo en la copa de los árboles? ¿Aquél el que jamás permite que en la pelea se le adelante nadie, y cuando le viene en un encuentro el Tigre al frente, el Tigre jamás vencido brazo abrazo, pica hondo al Mambí para que no se lo sujeten, y con la espada de Mayor, y la que le relampaguea en los ojos, tiene el machete del Tigre a raya? ¿Aquél que cuando le profana el español su casa nupcial, se va solo, sin más ejército que Elpidio Mola, a rondar, mano al cinto, el campamento en que le tienen cautivos sus amores? ¿Aquél que cuando mil españoles le llevan preso al amigo, da sobre ellos con treinta caballos, se les mete por entre las ancas, y saca al amigo libre? ¿Aquél que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos, y se vale de su renombre para servir con él al prestigio de la ley, cuando era el único que, acaso con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla?

¡Aquél era; el amigo de su mulato Ramón Agüero; el que enseñó a leer a su mulato con la punta del cuchillo en las hojas de los árboles, el que despedía en sigilo decoroso sus palabras austeras, y parecía que curaba como médico cuando censuraba como general; el que cuando no podía repartir, por ser pocos, los buniatos o la miel hacía cubalibre non la miel para que alcanzase a sus oficiales, o le daba los buniatos a su caballo, antes que comérselos él solo; el que ni en sí ni en los demás humilló nunca al hombre! Pero jamás fue tan grande, ni aun cuando profanaron su cadáver sus enemigos, como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras:

“¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!"¡Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos!”

El Avisador Cubano, Nueva York, 10 de octubre de 1888.

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Fuentes

  • Céspedes y Agramonte. Disponible en:Josemarti. Consultado el 3 de septiembre de 2020.
  • Toledo Sande, L. 1996. Cesto de llamas. Biografía de José Martí. La Habana: Editorial Ciencias Sociales.
  • Vitier, C. 1995. Cuadernos Martianos II. La Habana: Editorial Pueblo y Educación.