Oda al Niágara
Oda al Niágara es un poema escrito por José María Heredia; admirado por José Martí, es uno de los grandes poetas románticos hispanoamericanos. Abogado, traductor, periodista, dramaturgo, ensayista y, sobre todo, poeta, tuvo que exiliarse en 1823 en Estados Unidos por conspirar contra el régimen colonial español. Durante ese exilio quedó fascinado por su visita a las cataratas del río Niágara, que une los lagos de Erie y Ontario entre Canadá y Estados Unidos, de ella surgió "Oda al Niágara", un exaltado canto en el que la naturaleza se funde con los sentimientos del poeta como expresión de su dolor de hombre desterrado.
ODA AL NIÁGARA
Dadme mi lira, dádmela, que siento
en mi alma estremecida y agitada
arder la inspiración. ¡Oh! ¡Cuánto tiempo
en tinieblas pasó, sin que mi frente
brillase con su luz!... Niágara undoso,
sola tu faz sublime ya podría
tornarme el don divino, que ensañada
me robó del dolor la mano impía.
Torrente prodigioso, calma, acalla
tu trueno aterrador; disipa un tanto
las tinieblas que en torno te circundan,
y déjame mirar tu faz serena,
y de entusiasmo ardiente mi alma llena.
Yo digno soy de contemplarte: siempre
lo común y mezquino desdeñando,
ansié por lo terrífico[4] y sublime.
Al despeñarse el huracán furioso,
al retumbar sobre mi frente el rayo,
palpitando gocé: vi al océano
azotado del austro proceloso,
combatir mi bajel, y ante mis plantas
sus abismos abrir, y amé el peligro,
y sus iras amé: mas su fiereza
en mi alma no dejara
la profunda impresión que tu grandeza.
Corres sereno y majestuoso, y luego,
en ásperos peñascos quebrantado,
te abalanzas violento, arrebatado,
como el destino irresistible y ciego.
¿Qué voz humana describir podría
de la sirte rugiente
la aterradora faz? El alma mía
en vagos pensamientos se confunde
al contemplar la férvida corriente,
que en vano quiere la turbada vista
en su vuelo seguir al borde oscuro
del precipicio altísimo: mil olas,
cual pensamiento rápidas pasando,
chocan y se enfurecen,
y otras mil y otras mil ya las alcanzan
y entre espuma y fragor desaparecen.
Mas llegan... saltan... El abismo horrendo
devora los torrentes despeñados;
crúzanse en él mil iris, y asordados
vuelven los bosques el fragor tremendo.
Al golpe violentísimo en las peñas
rómpese el agua, salta, y una nube
de revueltos vapores
cubre el abismo en remolinos, sube,
gira en torno, y al cielo
cual pirámide inmensa se levanta,
y por sobre los bosques que le cercan al solitario cazador espanta.
Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista
con inútil afán? ¿Por qué no miro
alrededor de tu caverna inmensa
las palmas, ¡ay!, las palmas deliciosas,
que en las llanuras de mi ardiente patria
nacen del sol a la sonrisa, crecen,
y al soplo de la brisa del océano
bajo un cielo purísimo se mecen?
Este recuerdo a mi pesar me viene...
Nada, ¡oh, Niágara!, falta a tu destino,
ni otra corona que el agreste pino
a tu terrible majestad conviene.
La palma y mirto, y delicada rosa,
muelle[13] placer inspiran, y ocio blando
en frívolo jardín: a ti la suerte
guarda más digno objeto y más sublime.
El alma libre, generosa y fuerte
viene, te ve, se asombra,
menosprecia los frívolos deleites,
y aun se siente elevar cuando te nombra.
¡Dios, Dios de la verdad! En otros climas
vi monstruos execrables
blasfemando tu nombre sacrosanto,
sembrar horror y fanatismo impío,
los campos inundar con sangre y llanto,
de hermanos atizar la infanda guerra,
y desolar frenéticos la tierra.
Vilos, y el pecho se inflamó a su vista
en grave indignación. Por otra parte
vi mentidos filósofos que osaban
escrutar tus misterios, ultrajarte,
y de impiedad al lamentable abismo
a los míseros hombres arrastraban.
Por eso siempre te buscó mi mente
en la sublime soledad: ahora
entera se abre a ti; tu mano siente
en esta inmensidad que me circunda,
y tu profunda voz bajo mi seno
de este raudal en el eterno trueno.
¡Asombroso torrente!
¡Cómo tu vista mi ánimo enajena,
y de terror y admiración me llena!
¿Do[18] tu origen está? ¿Quién fertiliza
por tantos siglos tu inexhausta fuente?
¿Qué poderosa mano
hace que al recibirte
no rebose en la tierra el océano?
Abrió el Señor su mano omnipotente;
cubrió tu faz de nubes agitadas,
dio su voz a tus aguas despeñadas,
y ornó con su arco tu terrible frente.
Miro tus aguas que incansables corren,
como el largo torrente de los siglos
rueda en la eternidad: así del hombre
pasan volando los floridos días
y despierta el dolor...! ¡Ay!, ya agotada
siento mi juventud, mi faz marchita
y la profunda pena que me agita
ruga mi frente de dolor nublada.
Nunca tanto sentí como este día
mi mísero aislamiento, mi abandono,
mi lamentable desamor... ¿Podría
un alma apasionada y borrascosa
sin amor ser feliz?... ¡Oh! ¡Si una hermosa
digna de mí me amase,
y de este abismo al borde turbulento
mi vago pensamiento
y mi andar solitario acompañase!...
¡Cuál gozara, al mirar su faz cubrirse
de leve palidez, y ser más bella
en su dulce terror, y sonreírse
al sostenerla en mis amantes brazos!...
¡Delirios de virtud!... ¡Ay!, desterrado,
sin patria, sin amores,
solo miro ante mí llanto y dolores.
¡Niágara poderoso!,
oye mi última voz: en pocos años
ya devorado habrá la tumba fría
a tu débil cantor. ¡Duren mis versos
cual tu gloria inmortal! Pueda piadoso
al contemplar tu faz algún viajero,
dar un suspiro a la memoria mía.
Y yo, al hundirse el sol en occidente,
vuele gozoso do el Criador me llama,
y al escuchar los ecos de mi fama
alce en las nubes la radiosa frente.