Manuel Piedra

Manuel Piedra Martel
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Nacimiento25 de septiembre de 1869
Cifuentes, Villa Clara, Bandera de Cuba Cuba
Fallecimiento17 de agosto de 1954
La Habana, Bandera de Cuba Cuba
NacionalidadCubana

Manuel Piedra Martel. Fue uno de los jefes mambises que más se distinguió por su valor en el asalto y toma de la ciudad de Victoria de las Tunas.

Síntesis biográfica

Nace en Cifuentes el 25 de septiembre de 1869. Cursó estudios de arte. Abandonó su educación y su trabajo y se incorporo a la guerra libertadora de 1895 alcanzando el grado de Coronel del Ejército Libertador. En la República Dominicana ocupa el cargo de Coronel del Estado Mayor del cuartel general del ejército.

Regresó a Cuba y trabajó en la Aduana y en la Cámara de Representantes. Sufrió prisión en 1905 por asuntos políticos. Volvió a la República Dominicana como cónsul de Cuba y encargado de negocios. Regresó a La Habana para ocupar la Jefatura de Policía de la capital bajo el Gobierno de José Miguel Gómez con el grado de Brigadier. Fue director del censo y más tarde encargado de negocios y cónsul en Guatemala. Fue miembro de la Academia de Historia de Cuba.

Logros,contribuciones,aportes

Inicios revolucionarios

Curso estudios de dibujo en la Academia de San Alejandro en La Habana, donde toma conciencia de la situación del país, y se hace el firme propósito de ayudar a la independencia de su país, abandona sus estudios y se incorpora a la fuerza mambisa. Para ello se traslada desde La Habana a Campechuela, pasando antes por Sagua la Grande y Cienfuegos con escasos recursos monetarios, haciéndose pasar por viajante de farmacia.

Fue uno de los primeros villaclareños en incorporarse a la lucha, tenía entonces 26 años. En la guerra estuvo en la escolta de Antonio Maceo Grajales y muy pronto pasó a ser ayudante de campo del General Antonio Maceo Grajales.

Labor revolucionaria

En su pródiga vida militar, quizás fue el primer episodio el que le marcará profundamente, según sus propias palabras se encontró en plena manigua con la figura de José Martí Pérez, poco antes de la acción de Dos Ríos. Martell escucho emocionado la histórica arenga que pronuncio José Martí Pérez, donde expresó que era su deseo “Pegarse al último tronco y junto al último peleador… Para mí ya es hora.”

Participaron Martí y Martell en el primer combate de ambos, conversaron brevemente antes de entrar a la batalla. En ella Martí encontró la muerte, Martell su primer arma y su primer ascenso militar.
Jiguaní, Sitio Grande, Ceiba Hueca, Peralejo, Sao del Indio, Iguará, Ceja del Negro, Lomas del Rubí, San Pedro y otros son los nombres de algunas de las batallas en que participó, tomando siempre parte destacada en la pelea.

Entre las más gloriosas heridas que recibió, las cuales le dejaron 14 cicatrices en el cuerpo, caben destacarse una de ellas en la Batalla de Mal Tiempo cargando “entre los brazos de la escolta” como dijera en aquella gloriosa oportunidad el General Antonio Maceo Grajales. La otra herida la recibió en la sangrienta herida de Soroa en las estribaciones de la Sierra de los Órganos durante la Campaña de Occidente y la última de sus cicatrices la guardó como recuerdo imborrable de la Acción de San Pedro donde cayó su jefe de entonces, el General Antonio Maceo Grajales cuyos restos veló Martell en las inmediaciones de Punta Brava.
En tres años ascendió de Alférez a Coronel del Ejército Libertador, de la manigua trajo sus 14 cicatrices en el cuerpo y el dolor de su patria ocupada por los yanquis.

Ya en la República Neocolonial ocupó cargos en el ejército de la Policía Nacional y fue Ministro de Cuba en Japón. Fue fiel a sus principios y actuó decorosamente en esta etapa aciaga de la Historia de Cuba, que solo hombres de su estirpe lograron reivindicar.

Ejerció el periodismo, fundó el Periódico Unión Nacionalista que combatió a Machado. En 1948 publicó sus memorias con el título “Mis primeros 30 años” donde narra sus experiencias en la preparación de la guerra del 1895 y su actividad dentro de ella. Murió en 1954.

Acciones

Acción de Soroa

Soroa es una de las alturas culminantes de la Sierra del Rosario, y con las de Cansa Vaca, Miracielos y Brazo Nogal forma un grueso macizo montañoso al noroeste de Candelaria y al Sur de San Diego de Núñez.

El 10 de octubre, o sea al siguiente día del combate de Galalón, el general Maceo había dispuesto que una parte de las fuerzas que lo acompañaran a Cabo Corrientes, particularmente de las de infantería, se retiraran a sus respectivas comarcas a reponerse un tanto de las fatigas de aquella dura y agitada campaña, pero dejando destacamentos en determinados lugares estratégicos, entre ellos Río Hondo, en la zona de San Cristóbal. Al frente de este destacamento se encontraba el general Rius Rivera, con poco más de cien hombres.

Muy pocos días después los españoles enviaron un batallón a levantar obras de fortificación en el asiento de Soroa, que, dificultadas por el destacamento antes citado, daban lugar a diarias y constantes escaramuzas.
El día 23 el coronel Segura, encargado de proteger aquellos trabajos, llegó a Soroa con el grueso de la brigada de su mando, con lo que las escaramuzas llegaron a tomar el calor de verdaderos combates. Noticioso de esto el general Maceo se dirigió en la tarde de aquel mismo día a las alturas de Cansa Vaca, recogió el destacamento de Río Hondo y temprano en la mañana del 24 se encontraba a la entrada del campamento español. El total de las fuerzas con que contaba era de quinientos hombres de infantería. Su primer contacto con el enemigo, a eso de las nueve de la mañana, fué una operación de simple reconocimiento, de tanteo, para descubrir la consistencia del adversario en la propia meseta de Soroa, ya que se habían podido observar, algunas patrullas del mismo en las alturas de Brazo Nogal, lo que podría significar la existencia allí de otro núcleo sirviendo de reserva al primero.
En Brazo Nogal se encontraba efectivamente el grueso de la columna Segura con su propio jefe, quien al darse cuenta, por las repetidas descargas que hacían los defensores del asiento de Soroa, de que éste estaba siendo atacado en forma, se movió muy pronto en su auxilio con todo el resto de sus tropas por las laderas del monte, hacia Soroa. Maceo hizo desplegar los pocos elementos con que contaba el regimiento Ceja del Negro, al mando del coronel Vidal Ducassi, con la orden de que hostilizara al enemigo de flanco, y él, con una fuerza de ciento veinte o ciento treinta hombres constituída por la escolta del Cuartel General, las de los generales Ríus Rivera y Pedro Díaz y una sección de la brigada de Occidente, lo atacó por el frente. Acometida de súbito y con tanto brío la columna española, sin poder desplegar sus componentes por falta de espacio, perdió en un instante todo el primer elemento delantero, consistente en una compañía. Pudo después formar en triángulo otra compañía en una pequeña meseta despejada y sufrió la misma suerte: fué desbaratada y acuchillada. Deshecha de esta manera la vanguardia de las tropas enemigas, viendo su jefe el progreso que por aquel rumbo hacían las armas y temiendo que se interceptara el camino a la meseta de Soroa, situó como retén en otra altura un batallón con una pieza de artillería, mientras él con el resto de sus unidades tanteaba otros pasos más accesibles para ponerse en contacto con aquélla que en la referida meseta estaba destinada a proteger la erección de abrigos y trincheras. Con esto el fuego de fusilería por ambas partes se generalizó y el valle y la montaña de Soroa se llenaron de estampidos que repercutían en las alturas vecinas de Cansa Vaca, Brazo Nogal y Miracielos. De vez en vez las detonaciones de la artillería española se alzaban sobre el diapasón de los fusiles, en tanto que nuestro cañón neumático, habiendo sufrido desperfectos en el bombardeo de Artemisa, permanecía inactivo y silencioso.

Aquella misma mañana, como de once a once y media, hallándose el general Maceo inspeccionando los distintos puestos, acompañado del general Ríus Rivera, los brigadieres Hugo Roberts, médico del Cuartel General, y Francisco Frexes, auditor de guerra y jefe del despacho, los ayudantes tenientes coroneles Carlos González Clavell y Alberto Nodarse, yo y los capitanes Alberto Boix y Nicolás Souvanell y unos veinte números de la Escolta, se encaminó por un lugar entre la montaña y el valle. En ese rumbo, adelante, teníamos un puesto que por lo estratégico del sitio podía considerarse como la llave de la posición al flanco izquierdo, razón por la cual Maceo había confiado su defensa a un general de brigada con más de cien hombres. De pronto sonó a muy poca distancia una descarga de fusilería, y una rociada de plomo cayó sobre el grupo, ocasionándonos varias bajas: murió el brigadier Frexes, fué herido de gravedad el teniente coronel Alberto Nodarse, otros más resultaron heridos y al general Maceo le rompieron la caja de un Maüser que llevaba en la mano. El General me ordenó ponerme al frente de los hombres de su escolta y detener el avance de los españoles. Como no era cosa de aguardar allí mismo el progreso de éstos, y, por otra parte, no siendo el sitio aquel a propósito, porque por lo abierto permitía desplegarse al enemigo, avancé corriendo hacia la dirección de donde había partido la descarga, buscando posición en un lugar más estrecho. El camino efectivamente se iba haciendo más angosto a medida que por él me adelantaba. Súbito me doy de manos a boca con los españoles, que en hileras muy delgadas avanzaban en sentido contrario por el mismo desfiladero. Se trabé una breve lucha cuerpo a cuerpo y se cruzaron machetes y bayonetas. En el curso de la misma, habiendo logrado un soldado enemigo coger contra la escarpa de la loma a uno de los nuestros, jovenzuelo de veintiuno a veintidós años, salté con rapidez sobre aquél y lo maté de una estocada en el vientre. Los españoles, no pudiendo sostener aquel duelo que por falta de espacio no podía hacerse general, retrocedieron huyendo. El muchacho, sacado por mí de tan mal trance, una vez en pie me dijo:
—Comandante, usted está herido.
No sé si fué sugestionado por aquella afirmación que en el instante sentí un ligero escozor en mitad del pecho. Me desabroché la guerrera y vi allí donde me escocía una rayita roja, algo así como un arañazo, de forma vertical, de la que no manaba sangre. La deducción que yo hice fué que, al escaparse de las manos del muerto, el fusil había caído con la bayoneta inclinada sobre mi pecho.
Yo no hubiese podido encontrar otro Sitio mejor que aquel donde tuvo lugar el episodio que acabo de referir, para la acción defensiva que se me había encomendado, y de él tomé posesión en firme. Estaba sobre el mismo borde del valle que, bajando allí muy profundo, se extendía a mi derecha, y a mi izquierda se alzaba casi a pico la montaña. El sendero, adelgazándose ahora aún más y esquivando la cuenca de la hondonada, se arrimaba a la base de la montaña, y siguiendo los contornos de la misma desaparecía de la vista a unos ciento cincuenta metros al Oeste. De esta manera si el enemigo me atacaba, viniendo por el camino, tenía que hacerlo a la desfilada y recorrer la distancia antes dicha bajo el fuego de mis fusiles. Si lo hacía por el valle, también yo dominaba éste en una gran extensión que él tenía que recorrer a descubierto sufriendo los impactos de los proyectiles cubanos, y luego, al llegar a la proximidad de mi posición, estaría seguramente muy mutilado para asaltarla con éxito.
Como un cuarto de hora después de haber yo abrigado allí mi pequeña tropa dentro de un grupo de árboles, oímos la algazara de los soldados españoles a la vuelta de la montaña e instantes después los vimos asomar por el camino. Los dejé avanzar por el’ desfiladero hasta tenerlos a setenta u ochenta metros de distancia, y rompí el fuego. Los de las primeras hileras fueron derribados al fondo del barranco y los demás retrocedieron huyendo. Este intento lo repitieron tres veces más con el mismo mortífero resultado para ellos. Entre tanto, desde las posiciones bastante lejanas que tenía el enemigo a nuestro frente dentro del valle, nos hacían un fuego nutridísimo, pero todas sus balas iban a pegar en la pétrea cortina de la montaña. Al fin, como a las cuatro de la tarde, los españoles, convencidos de la imposibilidad de tomar nuestra posición de frente, intentaron un ataque de flanco por el valle y avanzaron con una compañía desplegaba delante. En cuanto se pusieron a buen tiro mandé romper el fuego, que duró unos cuarenta minutos. El enemigo retrocedió también. Había transcurrido después como una hora sin que los españoles dieran señales de su presencia. Oscurecía. Las primeras sombras nocturnales inundaban ya el fondo del valle borrando los términos de la perspectiva e iban subiendo al alto relieve de los montes: Cansa Vaca, Brazo Nogal y Miracielos perdían sus contornos y eran nada más que enormes siluetas destacadas en el grisáceo ambiente. Luego de haber colocado algunos hombres de trecho en trecho, como escuchas en los bordes de la hondonada, envié una pareja por el camino adelante a fin de hacer en él un reconocimiento. Esta pareja regresó dos o tres minutos después a informarme que el enemigo se encontraba a la vuelta de la montaña. Cogí entonces doce de mis hombres y en gran silencio nos fuimos acercando hasta dar vista a los españoles. Coloqué a aquéllos de la mejor manera que pude en el sendero, recomendándoles que cada cual tirara a un punto determinado de la masa presentada por los españoles y que no hicieran fuego hasta que yo no alzara el brazo. Nuestra descarga partió simultánea y certera. Pero el enemigo, como si hubiera estado listo para repeler la agresión, replicó instantáneamente y una bala me alcanzó en la pierna derecha. Fué la única baja que acertaron a ocasionarnos en aquel momento. Mi herida carecía de gravedad, pero me dejó por lo pronto inutilizado para andar y tuve que apoyarme en el brazo de un soldado para retirarme a nuestra posición original. Con gran fortuna para mí diez o quince minutos después llegó el teniente coronel Fleites con cincuenta hombres, para relevarme con mis fuerzas por orden del general Maceo. Instruí a mi sucesor sobre las posiciones ocupadas por el enemigo y cualquiera otro detalle que le pudiera interesar y me encaminé al Cuartel General. ¡Qué día aquel para mí de tan glorioso recuerdo! Cuando ya sobre las siete de la noche llegué a la casa donde se alojaba el general Maceo, éste, que estaba en aquel momento sentado a la mesa junto con el general Ríus, salió a mi encuentro diciéndome en alta voz:
—He estado oyendo su fuego todo el día.
Luego, cogiéndome de un brazo, me ayudé a subir dos o tres peldaños que había a la entrada de dicha casa y, ya dentro, en el comedor, me dijo:
—Siéntese aquí a m lado, para que tome un poco de sopa—, y se corrió a un lado del taburete que ocupaba para hacerme sitio.
Yo rehusé con insistencia. Me parecía una enorme irreverencia de mi parte tal familiaridad con aquel hombre augusto. Al fin él, convencido de que no lograría hacerme deponer mi respetuosa actitud, me dijo:
—Bueno, yo voy a tomar dos cucharadas más y usted se toma el resto.
Acepté no sin algo así como remordimiento de conciencia, pues aquel plato de sopa era todo el alimento que aquel día le habían podido proporcionar al General. Este se retiró a una pieza inmediata, siguiéndole instantes después Rius Rivera, y oí que el primero le decía a su interlocutor:
—¿Se convence usted de lo que yo le he dicho? Yo tenía en aquella posición a un general de brigada, con más de cien hombres, y no la ha podido conservar siquiera una hora, y este ayudante mío la ha sostenido todo el día.
La noche impuso a los combatientes una tregua por aquel día, para reanudar la lucha a la aurora del siguiente. Ahora las posiciones ocupadas por ambos bandos eran las siguientes:
el batallón español que cuidaba las obras de fortificación, en el mismo sitio del día anterior, o sea, la meseta de Soroa, y el coronel Segura, con un millar de hombres de que a4n podía disponer, en Brazo Nogal; y el general Maceo, con unos cuatrocientos, en la loma de Cansa Vaca. Desde Cansa Vaca intentó Maceo tres veces consecutivas cruzar a los cerros opuestos descendiendo al valle, para interponerse entre los españoles de la meseta de Soroa y los de Brazo Nogal; pero fué rechazado las tres veces. En una de las fases de esta porfía una fracción de! regimiento Moncada, cuarenta y cinco hombres al mando del comandante Manuel de la O, llegó por un flanco hasta la cima de Brazo Nogal y, sorprendiendo las tropas de reserva de Segura, macheteó varios hombres y se apoderó de la bandera de uno de sus regimientos.
Por su parte el coronel Segura intentó varias veces también arrojar a Maceo de Cansa Vaca sin poder lograrlo. Cinco horas más había durado la acción, y, como no era cosa de consumir allí todas nuestras municiones, el general Maceo dispuso la retirada.
El combate de Soma fué uno de los más disputados de la campaña de Pinar del Río y también de los más adversos para el enemigo, que tuvo cerca de quinientas bajas por sólo sesenta y siete que tuvimos nosotros.
Algunos meses después de terminada la guerra conversaba yo con un individuo que poco antes me habían presentado. Parecía interesarse en los relatos de la campaña y lo tomé por un cubano entusiasta de las hazañas de los libertadores. En una ocasión quiso saber los lugares donde yo había operado y las acciones donde tomara parte. Cuando le cité Soroa me preguntó qué posición había ocupado en aquel campo de batalla. Se la reseñé y el hombre exclamó:
—Cuántas bajas sufrimos nosotros en aquel sitio! ¡A la barranca le pusimos por nombre la Barranca de la Muerte!
Aquel mal cubano se había encontrado en Soroa como oficial de guerrilla y tenía el cinismo de decírmelo.
Después de la acción de Soroa, y para restablecerme de la herida, fuí enviado a Limones, donde teníamos establecida una prefectura. Como el general Ríus Rivera había quedado con algunos hombres vigilando el camino de Soroa a Candelaria durante unos días, y habría de reunirse más tarde al general Maceo, le rogué que me avisara en su oportunidad cuando fuera a ponerse en marcha, para hacerlo yo también, ya que mí herida, siendo leve, no tardaría en sanar.
En Limones, como en todo otro lugar de Pinar del Río en aquella época, existían muy pocos recursos; pero recomendado especialmente como yo estaba al Prefecto y al entonces comandante Julián Zárraga, jefe de un pequeña unidad volante que operaba por aquellos a]rededores, no lo pasaba del todo mal, por lo que hice venir a otros dos compañeros heridos. Se trataba de un francés llamado Viel, abogado, y de un americano apellidado Floid, venidos en la expedición de Ríus Rivera. A Floid lo habían herido a mis inmediatas órdenes sobre el barranco de Soroa.
El francés era un hombre retraído y melancólico, taciturno, casi nunca entraba en conversación; en cambio, el americano siempre estaba alegre y de todo reía y hacía reír. Como casi nunca los alimentos eran bastantes a satisfacernos, algunas veces yo, acabado de comer, le preguntaba a Floid:
—Mr. Floid, ¿tiene usted todavía apetito?
Y él me respondía:
—Sí, como para un hombre más.
Una voz el comandante Zárraga nos mandó una gallina, que cocimos en caldo con, plátanos y boniatos. El animal debió de haber sido muy entrado en años, pues por mucha candela que le dimos no se ablandó. Floid me dijo:
—iCaramba!, esta gallina estar tan dura que yo no puedo introducir la cuchara en su caldo.
El 8 de noviembre, habiéndome el general Ríus Rivera enviado el aviso convenido, me trasladé a su Cuartel General, y en la tarde del siguiente día nos reunimos al general Maceo bajo el fuego de artillería y fusilería de diez o doce mil soldados españoles en las lomas del Rosario.


Acciones en el Rosario y el Rubí

Mes de noviembre
Los terrenos de la finca El Rosario se encuentran a unos veinte kilómetros al suroeste del Mariel y a ocho o nueve de Cabañas. El sitio es conocido también por Lomas del Rosario, nombra tomado con seguridad del de la sierra así llamada que, como es sabido, desciende en ondulaciones hacia la costa Norte. Entre El Rosario y Cabañas, colindantes con el primero, se encuentran las colinas y los bosques de El Rubí. Las unas comienzan a levantarse a la entrada de Cayajabos, al Sur, y los otros se extienden hacia el Norte, encuadrando el asiento de la finca últimamente citada al cual da acceso en aquella dirección una vereda de monte.
El día nueve de noviembre, acampado el general Maceo en un sitio llamado Tienda Nueva, en terrenos de El Rubí, tuvo conocimiento, ya muy entrada la mañana, de que numerosas fuerzas españolas, procedentes del Mariel, se hallaban en los valles de Tapia y Manuelita, y que otras, salidas de Artemisa, se encontraban por Cayajabos. De acuerdo con los informes recibidos por el General las distintas columnas enemigas sumaban de diez a doce mil soldados de las tres armas. El general Maceo, que después de la acción de Soroa diseminara la mayor parte de sus tropas a causa de la escasez de municiones en que nos volvíamos a encontrar, había retenido nada más que dos- ciento cincuenta hombres, de los cuales cien le había dejado al general Rius Rivera para vigilar, como ya se ha dicho, el camino de Soroa a Candelaria. De manera, pues, que él, Maceo, no disponía de más de ciento cincuenta combatientes en aquellos momentos. No obstante, con aquel exiguo contingente marchó de inmediato a El Rosario a presentarle combate al enemigo en aquellas lomas, en cuya dirección marchaba una de las columnas españolas como vanguardia.
Maceo desplegó sus ciento cincuenta infantes en los sembrados de una sitiería existente entonces allí, y, a poco, la referida vanguardia enemiga al mando del general Echagüe, que venía por el camino de Cayajabos, entraba en contacto con nosotros, atacando de frente nuestras posiciones con los elementos delanteros y tratando de envolverlas con su centro. En esta situación, y durando como una hora el desarrollo de la primera fase del combate, se incorporó al general Maceo el general Ríus Rivera, con lo que el número de nuestros combatientes se elevó a doscientos cincuenta. Mientras tanto, viniendo de Manuelita, se veían asomar las cabezas de otras numerosas columnas españolas que, según supimos después, constituían e] centro de aquel gran contingente del ejército español, al mando de su propio general en jefe, capitán general Valeriano Weyler. Mas estas nuevas fuerzas llegaron a El Rosario demasiado tarde para tomar parte en la función de aquel día, a la que ya habían puesto fin las sombras de la noche. Ambos bandos quedaron en sus respectivas posiciones.
En una hora u hora y media, que había durado la acción, los españoles sufrieron 67 bajas, entre ellas un general herido, Ramón Echagüe, y nosotros solamente 8.
Al siguiente día, muy temprano en la mañana, el general Maceo, suponiendo que las fuerzas que constituían el ala derecha del ejército enemigo avanzaban por la finca El Rubí, dejó en El Rosario al general Rius Rivera frente a las posiciones que ocupaban allí los españoles, y él con unos ciento cuarenta o ciento cuarenta y cinco hombres, contando entre los mismos una fracción de las fuerzas del brigadier Pedro Delgado que acababa de unírsele, entró por la vereda de monte antes indicada y conocida por la Vereda de El Chumbo, que conduce al asiento de El Rubí, con el fin de disputarle el paso a aquellas tropas enemigas. Estas ya se habían adelantado y ocupaban el mencionado asiento. Allí mismo, disparándonos a quema ropa, se entabló el combate, los españoles en la meseta donde se levantaba la casa ya en ruinas del antiguo cafetal y nosotros cuesta arriba de la vereda de El Chumbo. La vanguardia de la columna enemiga, después de varios infructuosos ataques de frente para desalojarnos de aquella posición dominante, trató de flanquearla por la izquierda, pero fué rechazada igualmente.
Al mismo tiempo que este episodio se desarrollaba dentro del montuoso marco de El Rubí, tenía lugar otro de la misma índole en las lomas de El Rosario, donde el general Rius Rivera con cien hombres trataba de cerrarle el camino a seis batallones y una media brigada de artillería que, a las órdenes directas de Weyler, procuraban hacer su conjunción con la división que se batía en El Rubí al mando de González Muñoz, compuesta de dos mil soldados y dos piezas de artillería.
Llevábamos ya más de una hora de combatir a pie firme en la vereda de El Chumbo, cuando el General determinó la evacuación de ambas posiciones de El Rubí y El Rosario. Para cubrir su propia retirada y la de Rius Rivera me dejó en la vereda de monte, con los hombres de Pedro Delgado y algunos más de su escolta. Con objeto de no ofrecer al enemigo espacio donde desplegar ni atacarme de flanco, desanduve unos doscientos metros del camino que habíamos hecho en la mañana, y aposté mis gentes a la derecha de la vereda en un punto desde el cual dominaba a la izquierda una parte de lo que fuera el batey del cafetal El Rubí, donde los españoles habrían de mostrarse por fuerza al penetrar en la vereda. Estos no tardaron en iniciar el avance trayendo una compañía a vanguardia.
Aguardé a que toda la referida unidad se hubiese internado en el desfiladero y rompí el fuego, obligándola a detenerse y abrigarse entre el monte. Otra vez y dos veces más intentaron el avance gritando: “¡A la bayoneta!” y lanzando vivas a España entre interjección e interjección, pero otras tantas veces los paralicé con el certero fuego de mis hombres. Mientras tanto, las dos piezas de artillería de los españoles cañoneaban sin cesar nuestras posiciones. Sus granadas estallaban con ruido ensordecedor entre el reducido grupo de mis tiradores, entre los que recuerdo a Panchito Gómez Toro, hijo de nuestro General en Jefe, que voluntariamente se había puesto a mi lado. Por fin, como a los cuarenta minutos de estar resistiendo allí la acometida del enemigo, recibí aviso de haberse retirado ya el general Rius Rivera, de quien ahora debía formar la retaguardia, por lo que, haciendo fuego escalonado, dejé la vereda de monte.
La acción todavía se prolongó hasta las cuatro de la tarde, desarrollándose su última fase entre la loma Madama y la Gloria, a una legua al suroeste de donde comenzara el día anterior.
Pero no fué tan sólo en El Rosario y en El Rubí, y por la gente acaudillada por Maceo en persona, que fueron acometidas aquellas fuerzas españolas. La columna Segura, que había salido de Soroa con intento de reunirse a Weyler, fué combatida el día 11 por el coronel Juan Ducassi en el Delirio. La de González Muñoz, al dirigirse a Río Hondo, hubo de sostener combate en Loma Colorada con los destacamentos mandados por los coroneles Vidal Ducassi y Pedro Ibonet. El mismo González Muñoz, unido a los generales Bernal y Suárez Inclán, tuvo que luchar en San Blas, El Brujo y El Brujito, con los mismos destacamentos de Vidal e Ibonet y los mandados por el brigadier Francisco Peraza y Pedro Sáenz.
Las operaciones de Weyler terminaron el día 18 con, más o menos, cuatrocientas bajas. Las nuestras se redujeron a cincuenta y seis. Tal fué el resultado de aquella campaña en que el Capitán General español, con el iluso propósito de exterminar de una vez y para siempre al diminuto ejército separatista con que Maceo vencía a diario las armas españolas y asombraba al mundo, movilizara bajo su propio mando doce mil soldados de las tres armas y a nueve generales. Maceo, para hacerle frente, sólo pudo disponer de quinientos hombres.
Antes de continuar el relato de otras funciones bélicas quiero referir dos anécdotas, que forman parte de mis recuerdos de aquella época al lado de Maceo en Pinar del Río.
En los días que sucedieron a la acción de El Rosario y El Rubí se encontraba en la situación de “cuartel” en el Cuartel General un jefe, el comandante J, a quien el General había destituido de su cargo por “flojo”. Maceo no usaba nunca el calificativo de cobarde. Enemigo de epítetos injuriosos usaba aquel eufemismo para referirse a la cobardía, que tan odiosa le era. En una ocasión, conversando él con el general Miró, le oí decir:
—Al comandante 1 lo voy a poner a las órdenes del comandante Piedra, para que lo meta bien en el fuego.
Dos días más tarde, a la sazón que un grupo compuesto del Estado Mayor y una parte de su escolta a pie, en total cuarenta y cinco o cincuenta hombres, había hecho un breve alto en la marcha junto a unos tupidos maniguazos, salió súbitamente de los mismos un hombre de color, negro, quien, reflejando en el semblante la sorpresa y el miedo, dijo que venía a incorporársenos. Sospechando el General que aquel individuo fuera el práctico de alguna fuerza española que se acercaba, me envió con unos doce o quince soldados de su escolta por el mismo camino adelante en que había aparecido el sujeto en cuestión a hacer un reconocimiento, mientras él tomaba las otras providencias del caso. No se olvidó de ordenar al comandante J que se pusiera bajo mi mando. Me había yo alejado a paso ligero unos cuatrocientos metros cuando, en el cruce de un canil- no que cortaba al que yo seguía, apareció una partida de quince o veinte guerrilleros, los que, apenas cambiados unos cuantos tiros, huyeron. Al sonar los primeros disparos, el infeliz J se enterró en el maniguazo como un reptil asustadizo. La escaramuza fué tan rápida, que cuando el General acudió con el resto de las gentes no vió ni siquiera el polvo levantado por los guerrilleros en fuga.
Pocos momentos después el General me preguntó cómo se había portado el comandante J, y yo, pensando en lo grande que debía ser el patriotismo de un hombre que con tanto miedo dejara la paz de su hogar en la ciudad para compartir con nosotros las penalidades y miserias de la campaña, le aseguré que se había conducido de la ‘mejor manera.
Un par de días más tarde habíamos dejado el campamento, muy temprano en la mañana, y el General iba quejándose de su cocinero porque no le había dado desayuno.
—A ese B —murmuraba—, lo voy a meter bien en el fuego para que lo maten.
Pero en su acento no había cólera, era sólo la expresión de un momentáneo mal humor. Yo, que marchaba inmediatamente detrás de él, lo interrumpí en tono festivo:
—Muy bien, General, veo que usted a los que mete en el fuego, es con el deseo de que los maten.
El general rectificó al punto, diciendo:
—A unos sí, pero a los hombres de honor, como usted, para que se cubran de gloria.
Desde los últimos días de octubre el General había concebido la intención de cruzar hacia Oriente la trocha de Mariel - Majana. Con tal pro3ósito había dado instrucciones al general Ríus Rivera, a quien se proponía designar para que lo sustituyera al mando del Sexto Cuerpo de Ejército, afecto a la provincia de Pinar del Río. Desde entonces se habían practicado varios reconocimientos sobre la expresada línea militar. Su plan consistía en burlar la vigilancia de la misma, ya que para forzarla no contaba con los elementos necesarios. Si alguna vez se le había ocurrido la posibilidad de pasar por las aguas del Mariel creo que todos en absoluto lo ignorábamos, como ignoraba también la mayor parte de nosotros la existencia de aquel bote correo que, tripulado por Carlos Soto, Gerardo Llaneras, Eudaldo Concepción y Juan Punes, adeptos a nuestra causa, se deslizaba sobre las ondas de la bahía del Mariel y bajo las sombras de la noche, esquivando las avizoras atalayas de buques y fortalezas españolas, y ponía en comunicación postal al general Maceo con otras autoridades civiles y militares de la Revolución y con el mundo exterior.

Acción del Jobo

La loma El Jobo forma parte de las estribaciones de la sierra del Rosario y se encuentra a cosa de una legua y media de la finca de dicho último nombre. Contigua a la lomo El Jobo y al Sur existe otra altura llamada San Roque. El general Maceo acampó el día 25 en El Jobo con el propósito de reconocer por sí mismo las condiciones de vigilancia y defensa de la Trocha, resuelto ya a cruzarla del 27 al 28 de aquel mismo mes por cualquier sitio que ofreciera alguna probabilidad. Con este intento salió de El Jobo el día 26, pero ya en marcha, como a las ocho de la mañana, tuvo conocimiento por los exploradores de que una columna española que había acampado en el demolido ingenio San Juan de Dios, a una legua al Norte de El Jobo, se hallaba en movimiento hacia este último lugar. Esta columna era la de Suárez Inclán. Minutos después se oyeron los disparos de su vanguardia contra una de nuestras guardias avanzadas que cubrían fuerzas del brigadier Pedro Delgado. Maceo, sin dilación, corriéndose por el flanco izquierdo en auxilio de aquel retén, entablé la acción en el mismo camino y obligó al enemigo a cambiar de frente. Este ocupó la zona de El Jobo e hizo funcionar su artillería, dándole, si no mayor efectividad, mayor aparato a la bélica función. Llevábamos como hora y media de pelea, cuando observamos algunos grupos sobre la loma de San Roque. El General me ordenó ir a reconocer qué clase de gente era aquélla. Sin necesidad de moverme de donde me encontraba yo podía afirmar, seguro de no equivocarme, que se trataba de fuerzas españolas, pues las veía con claridad. No obstante, tomé cuatro parejas, como me lo indicara él, y me dispuse a cumplir aquella misión.
He de referirme, antes de: continuar el relato de esta acción, a una peligrosa rivalidad a que nos entregamos en la misma otro oficial y yo: momentos antes el capitán Aldana, de la escolta del Cuartel General, me había contado que, con ocasión de haberme retirado de la línea de tiro durante el primer día de la acción del Rosario, como a las seis de la tarde —a causa de fuertes dolores en la pierna herida pocos días antes en el combate de Soroa—, aquel oficial había exclamado con acento de desdén:
—Ese, que dicen que es tan valiente, también se encasquilla.
No siéndome lícito retar a duelo a tal individuo por las ofensivas palabras que gratuitamente y a distancia vertiera contra mí, por ser este un procedimiento prohibido en nuestro ejército, se me ocurrió desafiarlo a una prueba de valor avanzando a a porfía contra el enemigo. Y me dirigí a él diciéndole:
—Usted tiene una deuda de honor conmigo desde el día en que durante el combate del Rosario dijo donde lo pudieran oír que yo estaba encasquillado. Como no nos podemos batir entre nosotros le propongo una clase de duelo cuya prohibición no está prevista por las ordenanzas. Estoy encargado de reconocer aquel grupo de hombres que se ve sobre la loma y tengo la convicción de que son enemigos. ¿Quiere usted que probemos a ver quién de los dos llega a menor distancia de ellos?
Aceptó él el guante, conviniendo desde antes que si cualquiera de los dos era herido de gravedad el otro se encargaría de conducirlo hasta nuestras filas.
Dejé yo mi pequeña escolta al abrigo de unos yerbazales que crecían en el fondo de una hondonada que nos quedaba al paso, y ambos solos nos dirigimos en seguida a escalar la loma por la derecha de los españoles. Estos al vernos abrieron fuego contra nosotros, que seguimos avanzando. Cuando nos hallábamos a unos cuarenta metros del enemigo mi acompañante volvió riendas y desapareció por una falda de la loma. Yo di unos cuantos pasos más hacia adelante y, habiendo podido observar que aquellas tropas españolas formaban parte de las que se retiraban de la loma del Jobo, regresé a informar de ello al General. Y en efecto, la columna Suérez Inclán retrocedía a Cayajabos. Maceo no había podido desplegar, frente a aquella unidad enemiga de novecientos o mil soldados, nada más que ciento cuarenta tiradores.
La columna española entró en Cayajabos hostigada por las fracciones de Pedro Delgado, y el general Maceo acampé en San Felipe, colonia del ingenio San Juan de Dios, o sea casi en el mismo terreno de donde aquella mañana había salido la co1umna española.
Yo tuve también ese día un lance singular parecido al que había tenido en el combate de Cacarajícara: marchaba a pie, algunos pasos detrás del último grupo de nuestra retaguardia, cuando un campesino, saliendo de unos maniguazos donde había un bohío abandonado, me avisó que por aquella dirección y muy cerca venía una fuerza española. Estábamos en ese momento a punto de cruzar un arroyo de difícil paso, a causa de ser la orilla opuesta muy escarpada, y, temeroso de que el enemigo nos sorprendiera en mala posición, me adelanté a comunicarle la noticia al general Maceo. Este me dijo secamente:
—Vaya a cerciorarse usted mismo—, y cruzó sin más el arroyo.
Mortificado al penar que el General se hubiese podido figurar que yo había visto “visiones”, retrocedí solo y casi corriendo por el camino. Estaba para llegar a un punto donde éste se curva a la izquierda en dirección a la manigua y el bohío antes citado, cuando de pronto y a cosa de cuarenta varas me encontré con un soldado español que por el mismo camino, que no era más que un angosto sendero hundido en el suelo, se adelantaba a los demás en sentido contrario, o sea sobre nuestra retaguardia. A esa distancia me disparó los cinco tiros de su Maüser. Pero lo hizo con tal precipitación, que sus proyectiles pasaron a no menos distancia de una vara de mi cuerpo. Yo, en cambio, disparé con toda calma mi fusil monocapsular y lo derribé. Al ruido de las detonaciones acudieron veinticinco o treinta de los nuestros que estaban para pasar el arroyo; pero les españoles, que de seguro constituían un pequeño destacamento explorador, retrocedieron con suma presteza.
Cuando ya del otro lado del arroyo alcancé al general Maceo, creyendo que iba a encontrar en sus palabras o en la expresión de su semblante signos de aprobación de mi conducta, lo que recibí fué un fuerte regaño por haberme adelantado solo a reconocer al enemigo. Pero ya he dicho antes que las amonestaciones del General en estos casos, por el mal oculto fondo de complacencia que se adivinaba en ellas, más que de correctivo servían de estímulo a la reincidencia.
En la noche del día 28 el general Maceo, acompañado del Estado Mayor, su escolta y una pequeña fuerza al mando del comandante Manuel Pacheco, fué a reconocer por sí mismo la Trocha; pero, persuadido de que por el lugar explorado no era posible el paso, regresó al campamento de San Felipe o San Juan de Dios. La noche era en extremo obscura y a la ida se nos extravió la retaguardia. Ya sobre la línea fortificada y después de esperarla por espacio de más de media hora, el General me ordenó ir a buscarla. Para ello me dió uno de los prácticos del lugar, un campesino que me resulté de lo más miedoso. La retaguardia no aparecía, después de una hora de búsqueda. El práctico rezongó:
—Estamos en terrenos del ingenio Cañas, donde hay un destacamento español con mucha caballería.
Yo me hice el desentendido. Poco más tarde, miró al cielo y exclamó:
—Pronto van a venir los claros del día.
Yo guardé silencio. Un rato después dijo:
—Si nos amanece por aquí, nos van a dar machete.
Le hice ver que aún tardaría varias horas en amanecer y que era preciso que encontráramos antes las fuerzas que buscábamos, que no podían estar lejos. Por último me dijo, sin pudor alguno:
—Si usted quiere seguir por aquí, lo dejo solo pues no estoy dispuesto a que me den machete.
Abrí el obturador de mi tercerola y. mostrándole un cartucho que tenía en la recámara de la misma, le dije en tono resuelto:
—Si usted se separa de mí, siquiera ocho o diez varas, le rompo el cráneo de un balazo.
El argumento no pudo ser más convincente: continuamos buscando y, cinco o seis minutos después, dimos con nuestra retaguardia. Su jefe, Pacheco, habiendo perdido el camino llevado por nosotros y no siéndole posible orientarse en medio de aquella oscuridad, se había tendido con los suyos en el suelo a esperar con filosófica calma, según me dijo, a que la aurora del nuevo día disipara las tinieblas, para moverse de aquel sitio. Pacheco era un bravo hombre: ni siquiera dió muestras de apresuramiento cuando le hice saber la próxima vecindad en que nos encontrábamos de un campamento español. Cuando nos reunimos al general Maceo eran las dos de la madrugada, hora en que emprendió la marcha de regreso a San Felipe.
El primero de diciembre el teniente coronel Carlos González Clavel, comisionado al efecto por el general Maceo, y acompañado de un oficial nombrado Pedro Núñez, como práctico, reconoció de nuevo la Trocha entre la caseta de Obras Públicas del Mariel y un camino que conducía a la playa donde terminaban las trincheras enemigas. Se creyó que por allí se podía efectuar el cruce y con estos informes, el General se dispuso a realizarlo a la noche siguiente, 2 de diciembre. Durante este día se hicieron exploraciones por el ingenio Regalado, al Sur de Guanajay, prosiguiéndose la marcha al obscurecer y, ya entrada la noche, llegamos a los primeros atrincheramientos del recinto militar. No era tampoco posible el paso por allí. A veinte o veinticinco varas, a que nos encontrábamos de la línea, veíamos las patrullas enemigas discurrir por la calzada y oíamos el “quién vive” que se daban unas a otras. El General determinó ir a buscar otro pasaje al Norte de Guanajay, con el mismo resultado negativo. Al retomar, como a las diez de la noche, tuvimos tiroteo can un destacamento español de la finca Zayas. En el canino el General cayó de repente de su caballo, presa de un vahido, accidente que nos causó a todos profunda y dolorosa impresión. A las seis de la mañana del día 3 hicimos alto en San Felipe.

Acción de Vejerano y la Gobernadora


Mes de diciembre
La serie de colinas conocidas por nosotros generalmente con el nombre de Vejerano y con los de lomas de Charco Azul, el Jobo, San Roque y Gobernadora forman parte de los eslabones del extremo septentrional de la Sierra del Rosario y se levantan en territorio del Mariel entre Cabañas y Guanajay a unos dieciocho kilómetros de la primera localidad a diez de la segunda y a unos veinte de la tercera. Todas estas eran centros de operaciones de las columnas españolas que tenían como uno de sus principales puntos de etapa y de confronta a Cayajabos, lugar más o menos intermedio.
En San Felipe, a poco de llegar, tuvo el general Maceo conocimiento de que una columna española de las tres anuas se encontraba en marcha por el camino de Vejerano hacia la Gobernadora quemando a su paso casas y sembrados, y en el acto dispuso ir a su encuentro.
Las fuerzas que tema a mano el general Maceo en aquellos momentos consistan en cincuenta infantes de su escolta la mayoría, y otros tantos jinetes todos jefes y oficiales del Estado Mayor amen de algunos que como el brigadier Roberto Bermúdez, se encontraban en el Cuartel General por una u otra causa.
De San Felipe a Vejerano hay más de una legua. Esta distancia se alargaba por las dificultades del camino que debíamos recorrer, que no era más que un angosto y pedregoso sendero que tan pronto trepaba a un ribazo como descendía al fondo arcilloso de una quebrada.
Resuelto el general Maceo a darle alcance al enemigo, de cualquier modo que fuera, y sorprenderlo en plena tarea incendiaria, entregó el mando de la infantería al general Pedro Díaz, recomendándole que, si por las malas condiciones del camino no le era posible marchar con la misma prontitud que él sobre la retaguardia se dirigiera a ocupar una de las colinas de Vejerano desde la cual pudiera contrarrestar la acción de los españoles desde la Gobernadora, en el caso de que éstos nos hubiesen ganado la delantera. Luego echó a andar con toda la celeridad que permitía el terreno hacia Vejerano, seguido de los cincuenta jinetes. A poco de aproximarnos a Vejerano comenzamos a oír descargas intermitentes de fusilería y disparos graneados en dirección a la Gobernadora lo que nos hizo conjeturar que algunas guerrillas de nuestras prefecturas estaban hostilizando al enemigo, que, a juzgar por el humo de los incendios, llevaba un rumbo perpendicular al que seguíamos nosotros. Continuamos de frente, a paso forzado, con el propósito de colocarnos al flanco izquierdo de aquél hasta llegar a un punto donde existía una cerca viva o vallado muy tupido y de altos árboles. No se veía ni escuchaba ningún rumor que denunciara por allí la presencia de los españoles pero continuábamos oyendo fuego por la Gobernadora aunque los disparos individuales de nuestras gentes sonaban mas distantes. En esto el general Maceo que can el general Miro y un paz de ayudantes se había apartado algunas varas a la derecha, a escudriñar una hondonada que bajaba desde el vallado descubrió allá en el fondo de las mismas al enemigo que marchaba en absoluto silencio Nos hallábamos nada más que a cuarenta o cincuenta metros del mismo Los disparos de revolver del General fueron la señal de ataque Los españoles, sorprendidos con tan brusca como inesperada acometida, demoraron no menos de un minuto en repeler la agresión. Nosotros oímos claramente las voces de mando de sus oficiales intercaladas de blasfemias y juramentos cosa que nos daba la idea de la gran
confusión que en las tropas enemigas habíamos producido. Entonces no fué ya desde el borde del barranco que disparamos
nuestros fusiles, sino que acortamos aún más la distancia situándonos en su mismo declive, desde el cual tirábamos sobre
la masa con toda seguridad de hacer blancos. Al fin el enemigo logró ordenarse y repelemos barranca arriba, donde nos hicimos fuertes, y cobró su máximo desarrollo el combate. Todavía abrigados nosotros por aquella cerca viva, y tirando de arriba a abajo, contrarrestábamos en parte la inmensa superioridad del opuesto bando. Este al cabo dejó la hondonada y fué a tomar posiciones en la Gobernadora. Mas antes de – haber escalado aquellas alturas hubo de caer bajo el fuego que, desde una colina de Vejerano, le hicieron los infantes comandados por el general Pedro Díaz, a los cuales se habían unido las guerrillas de las prefecturas, unos cincuenta tiradores, que habían sido los primeros en hostilizarlo. La columna española nos hizo varios disparos de cañón desde la Gobernadora.
El general Maceo, luego de haber dejado al general Pedro Díaz en la posición que ocupaba, y al teniente coronel Carlos
González Clavell, a quien había reforzado con parte de la gente del primero, sobre la retaguardia del enemigo, atacó de
nuevo a éste con cuarenta hombres por el camino de Vejerano.
Luego, reuniendo todas sus pequeñas tropas en Vejerano las dejó allí, y él, con un reducido séquito, se dirigió, como a las tres de la tarde, al ingenio Begoña.

Fuentes

  • Cenit
  • Colectivo de autores. Documentos investigativos. Museo municipal Ramón Roa Gari.
  • Santovenia,Emeterio S.Mis Primeros Treinta Años.Segunda Edición.Editorial:Minerva 1944|Santovenia,Emeterio S.Mis Primeros Treinta Años.Segunda Edición.Editorial:Minerva 1944.