Centro histórico de Camagüey

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Centro histórico de Camagüey
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Obra Arquitectónica  |  (Ciudad)
Camaguey patrimonio.jpg
Descripción
Tipo:Ciudad
Localización:Camagüey, Bandera de Cuba Cuba

Centro histórico de Camagüey. La ciudad de Camagüey, antigua Santa María del Puerto del Príncipe, se revela como documento histórico cultural de sus moradores durante más de cinco siglos y se presenta a quienes la visitan como un interesante espacio urbano, en forma de laberinto.

A partir de la historia de la ciudad, la Dirección de Plan Maestro, se adentra en sus virtudes y defectos, sus problemas y perspectivas, su desnudez y vestimenta como partes objetivas de El Camagüey y, sobre ello, traza su futuro.

Origen de la ciudad

siglo XVII (1514)

Santa María fue fundada por españoles, en la costa norte de la isla, en un puerto al que, sin averiguar como lo llamaban sus moradores, nombraron Puerto del Príncipe; desde entonces, el Rey y Dios ganaron un nuevo territorio, había nacido otra villa: Santa María del Puerto del Príncipe.

Para algunos la fecha de fundación corresponde al 2 de febrero de 1514, mientras para otros, ocurrió en junio de 1515. Lo cierto es que los habitantes actuales celebran su fiesta, como desde el siglo XVIII, cada 2 de febrero, día de Nuestra Señora de la Candelaria, Patrona de la Villa y con relación a 1514.

Por la imposibilidad de convivir en la aridez del sitio, acompañado de plagas en las vírgenes costas, los conquistadores se trasladaron a las márgenes del río Caonao en 1516 y, tras la gran sublevación aborigen, se asentaron definitivamente entre los ríos Tínima y Jatibonico en 1528.

Se adueñaron de una extensa llanura que, por su fertilidad, se correspondía con un importante Cacicazgo de la región, llamado Camagüey, plantaron su cruz en nombre de Dios y también su Cabildo en lugar de la Ley. Quedó así, equidistante del mar, la villa que por mucho tiempo siguieron nombrando Santa María del Puerto del Príncipe.

Cuando los primeros pobladores conocieron las leyes de Cáceres, emitidas en 1573, ya la habían reparado según la posibilidad de sus 19 o 20 vecinos en 1534, entre los que se encontraban los Porcayo de Figueroa, de la Cerda Sotomayor, de Ovando, del Toro, de Consuegra y de Orellana, Sánchez, Becerra, Valencia, Díaz y Olón.

Así que se desatendieron de ellas para defender una parcelación realizada entre las principales familias, al margen de total orden y señal renacentista, al frente de la cual estuvo Vasco Porcayo de Figueroa, el colonizador que dirigió la fundación de las villas en la región central de la Isla.

Arquitectura típica camagüeyana

Desde la práctica, durante los siglos XVI y XVII, los habitantes hicieron una precaria arquitectura que definió una trama urbana repleta de pequeñas escenas y sonoridades al centrar su atención sobre los detalles inmediatos; una ciudad personal dentro del Caribe hispano por poseer una planta carente de pureza geométrica, pero muy funcional.

Al mismo tiempo, en la configuración urbana, se reveló el hombre del Príncipe: amable, sensible y generoso; arrogante y resuelto; religioso, conocedor del mundo; mas, amante de una manera propia de hacer, actuar y pensar el entorno.

Con estilo personal o sin manera alguna, crearon el núcleo urbano geométricamente y en su entorno, dejaron un juego de signos míticos y racionales que dista del aburrido orden de calles y casas enfiladas para abogar por las visuales cortas y sorpresivas; juego de formas y volúmenes, pequeños espacios de encuentros y desencuentros que se fueron fijando en los habitantes para sedimentar, con los siglos, una sólida identidad urbana.

La ciudad letrada, la trazada a regla y cordel, la significada, quedó reducida a un lote vacío en función de Plaza de Armas o Plaza de la Iglesia Mayor y a las afueras, curiosamente formando un imperceptible ángulo de 90 grados con el centro, los conventos de San Francisco de Asís (1599) y Nuestra Señora de la Merced (1601) junto a algún que otro tramo de calle derecha.

El laberíntico entramado de calles, fruto de obediencias y desobediencias de leyes y ordenanzas, se intentó reforzar como sistema defensivo contra piratas y filibusteros en una ciudad de aires medievales que, por murallas y foso, tuvo dos ríos y un enrevesado trazado.

En período de seca los moradores fijaron con agudeza su mirada en el paso más seguro del río para mejor comunicación con las villas cercanas, San Salvador de Bayamo y Espíritu Santo, antesala de sus capitales: Cuba y San Cristóbal de La Habana.

Edificaron allí sólidos puentes de madera, entre 1738 y 1739, que los hizo célebres en toda la Isla y en busca de éste, señal del Camino Real, fueron edificando sus moradas, marcando el crecimiento de la ciudad hacía el suroeste.

Al borde de teoría urbanística, siguieron al indio y a la naturaleza, escogieron la parte más alta y guiados por el cauce de los arroyos, en busca del río durante la lluvia, lo custodiaron con simples colgadizos y chozas utilizando guano, yagua, tabla y tejamaní. Un paisaje arquitectónico posiblemente extinguido bajo los incendios de 1616 y 1668 que dejó como única huella la distribución de las edificaciones en el emplazamiento.

En lugar de rectificar la traza original, la afianzaron con materiales locales pero de mayor solidez y perdurabilidad: embarrado y mampuesto. Lejos del canto, de la piedra de cantería y de la armada portuaria, hicieron del barro el material constructivo más noble del territorio y, de espalda al espacio público calles, plazas y aceras, con marcada visión introspectiva, reedificaron sus viviendas a escala humana, con un pequeño puntal en la fachada y apenas a la altura de un hombre en el colgadizo que conducía al patio; el exterior, bajo un composición arquitectónica simple.

En intrarríos el principeño amasó fortuna a partir de un comercio ilegal de carnes saladas, cuero y otras producciones agrarias ganaderas y se enriqueció de obras de diferentes latitudes. No importó si llegaban por el multiétnico Caribe o directamente desde la "pura" metrópoli. Se nutrió de cuanto le fue posible y comprendió que, ante el excesivo control, sólo existía una estrategia: acatar, pero no cumplir.

La ciudad de las iglesias (siglo XVIII)

Con una fe de arraigo tradicional y distante de puertos como ventanas directas al mundo, los habitantes de Puerto Príncipe hallaron en la religiosidad la base para un orden social; costumbres, modos, hábitos, educación, sanidad y organización social descansaron sobre el catolicismo, modo de pensar que, durante el Siglo XVIII, definieron el perfil urbano para otorgarle el gentilicio de La ciudad de las iglesias.

Los principales patricios solicitaron autorización al Rey para fundar ermitas, iglesias y conventos, sobre los cuales establecieron mayorazgos dando muestra de un sentido de pertenencia al terruño. Las familias Betancourt, Hidalgo, Recio, Miranda, Varona y otras, fijaron su hidalguía en construcciones realizadas con técnicas y materiales tradicionales, un conjunto de edificaciones religiosas que, con el tiempo, terminó ofreciendo un sistema de hitos arquitectónicos que reguló la vida social, cultural y política de los principeños.

Las Iglesias de la Parroquial Mayor, San Juan de Dios, San Francisco de Asís, Nuestra Sra. de la Soledad y Nuestra Sra. de La Merced definieron un núcleo cultural urbano entre los cuales se organizó la villa, obras arquitectónicas que los ilustres patricios jerarquizaron con amplias plazas a su frente.

A las afueras se dibujaron las iglesias de Nuestra Señora de Santa Ana, Santo Cristo del Buen Viaje, Nuestra Señora de La Caridad y Nuestra Señora de la Candelaria. La belleza urbana se tradujo entonces en dotar al centro religioso de un espacio capaz que, intentando acercarse a una geometría definida, les aproximara a la ciudad ideal en el mundo hispanoamericano, aquella que se tenía por cómoda y prácticamente útil: la cuadriculada. Sin embargo, Puerto Príncipe era ya un error consumado.

Los templos definieron las parroquias y sobre ellas se formaron los barrios, la identidad urbana se fortaleció en un conjunto de costumbres dibujadas con sutil diferencias en cada uno. Las plazuelas personalizaron a los moradores que vivían en sus cercanías y un conjunto de asociaciones económicas, morales, espirituales o de carácter diferenciaron a los habitantes de la Plaza del Angel, los de la Plazuela del Puente o los de la Plazuela del Pozo de Gracia.

Costumbres negras, blancas e indias rivalizaron para, en un todo aparentemente homogéneo, dejar un rico arcoiris de maneras de ver el mundo. A 150 leguas de la Habana se hallaba la villa de Puerto Príncipe, que sobresalía en la arquitectura y caudales; mercantil en carne, cueros, sebo, azúcar, mulas y tejido de palma, con 14 380 personas.

A la prestancia de una buena arquitectura en los centros religiosos, se sumaron las moradas de las principales familias, casonas vinculadas a las plazas que elevaron su puntal para atemperar el cálido clima de la región y, en algunos casos, la edificaron de dos plantas, ocasionando una ruptura en el paisaje doméstico.

Sin que se produjera una segregación social, la ciudad mostró la casona del hacendado al lado de la del comerciante de menor poder económico; el elegante alero de tornapunta alternó con el modesto sardinel, el sobradillo y el antaño tejaroz de herencia andaluza.

La suave comarca de pastores y sombreros matizó sus encantos urbanos sin borrar su pasado. De este modo, el caserío ganó en magnificencia urbana y determinó que algunos viajeros le llamasen grande y hermoso, villa algo rica que revelaba un pueblo muy aplicado al trabajo. A excepción de La Habana, no había alguno de la Isla que le excediera, ni aún le igualase.

A extrapuente por el Este, guiados por el santuario levantado a la Virgen de la Caridad, y señalando el Camino Real para llegar a él, se habían construido, en 1757, 180 casas de gente pobres que señalaron a los hacendados lo útil y agradable que sería tener allí sus casas de recreo.

Finalizando el siglo XVIII, agotados de las excursiones por la calle que llamaban del Paseo, por el Oeste, (calle San Ildefonso, hoy Bembeta), numerosas familias adquirieron terrenos en el Barrio de la Caridad y crearon sus casas quintas en correspondencia a lo virgen del terreno y a la vigilia del Alarife Municipal, intentaron disponerlas en el anhelado orden renacentista y las leyes, generadas por la experiencia y la práctica comenzaron a acatarse.

La ciudad ilustrada (siglo XIX)

El Santuario de La Caridad fue el núcleo generador de este nuevo pueblecito, que se unía a la ciudad mediante el sólido puente de mampostería reedificado en 1770.

Aparecieron los anhelados mapas y planos para, bajo concepción planificada, ordenar la nueva barriada, sólo que el cauce del agua durante la lluvia impuso la línea de fachada, lo recto de desdibujó pero dejó un fuerte contraste con la vieja ciudad; acá las visuales largas y paisajísticas, de amplios portales unidos unos con otros, allá lo tortuoso y sonoro, de fachadas simples.

En la vieja ciudad como muestra de un pensamiento generado por los dominicanos y figuras de otras latitudes que arribaron con la Real Audiencia (1800) y; más tarde, con los jóvenes de abogacía llegados desde la Habana, los espacios urbanos comenzaron a dialogar con la zona extrarríos y algunos ilustrados modificaron sus casas dotándolas de un amplio portal a costa de la Plaza de su frente, característica ajena a los antiguos moradores.

El Palacio Bernal, en la Plazuela de San Clemente y la Casa del Alférez Real Tomas de Cisneros, en la Plaza de San Francisco, dejaron huellas de esta actitud.

Por el oeste, a partir de 1825, apareció un conjunto arquitectónico monumental que dio continuidad a los sólidos templos del siglo XVIII, al tiempo que definió una nueva barriada. Sobrepasando el popular Pozo de Gracia, se construyó el elegante y armónico templo de Nuestra Señora del Carmen y a su lado, en 1829, el Monasterio de las Monjas Ursulinas; a su frente, mediante demoliciones de algunas construcciones se configuró un espacio capaz, como de costumbre, originando uno de los escenarios más hermosos del siglo XIX. La Plazuela del Pozo de Gracia, hoy de Bedoya, es el mirador al sobrio barroco principeño.

El 1844, la ciudad tenía de periferia, incluyendo el barrio de La Caridad extrapuente del Jatibonico, 16 600 varas castellanas. Tenía además 121 calles y callejuelas, la mayor parte estrechas y tortuosas y de malísimo piso en la estación lluviosa, de 3 600 casas casi todas de teja, y algunas de tejamaní y paja en sus extremos: las de alto tal vez no pasaban de 50.

En la medida de lo posible, los habitantes regularon la morfología del nuevo crecimiento urbano. La calle de La Reina, en su prolongación al Norte, se dispuso recta y todas las que las rodearan mostraron familiaridad por el ángulo de 90 grado para plantear una estética militar que se afianzó con la construcción de monumentales edificios.

Los cuarteles de Caballería e Infantería se establecieron al límite Norte de la Ciudad, para dar la impresión de una ciudad protegida, si bien no poseía un sistema de fortificaciones, al menos lo estaba por un ejército del Batallón de León.

A partir de 1819 la población del Príncipe abrió sus puertas a nuevos inmigrantes, españoles llegados para, incorporados al comercio, hacer fortuna y regresar a la Madre Patria. En esa fecha publicó su primera Guía de forasteros para orientar al visitante las normas y tradiciones de un pueblo grande, civilizado y fastuoso en medio de una Isla y, en 1828, orgulloso de su pasado, acompañó el almanaque del año venidero con una descripción compendiosa de la ciudad.

En 1849, de los 14 618 emigrados, 868 eran canarios y 441 procedían de Cataluña, nuevas concepciones que con el tiempo transformarían la ciudad ganadera en comercial; las técnicas constructivas, los modelos de referencia y las necesidades propias de los establecimientos, enriquecieron la vieja ciudad y definieron la primera calle comercial de la ciudad al punto de desplazar de allí el nombre oficial, San Pablo, por Calle del Comercio.

Los coches (6), volantas (230), quitrines (25), carretas (25) y carretones (42), se agolparon en las tortuosas calles y acentuaron la necesidad de recurrir a las afueras para solaz recreo. La Alameda de La Caridad, a iniciativa del Sr. Magistrado don Pedro Pinazo y con la ayuda de las suscripciones se inició en 1843, bordeada en ambos costados por casas bastantes regulares, de una sola planta, hermosos paseo, plantado con árboles magníficos que comienza en el puente de la Caridad, sobre el río Jatibonico, y termina en la Plaza de la Caridad, donde se levanta una pequeña iglesia que lleva el mismo nombre.

A la entrada de este barrio el Muy Ilustre Ayuntamiento creó los Campos Elíseos del Príncipe, un gigantesco jardín botánico bajo el nombre del Casino Campestre en 1866 y muy cerca de él, se acondicionó una gran emplanada para la Plaza de Marte, desplazada de la de Armas por la de Recreo en 1837.

Hacía el oeste surgió la Calzada O’Donell, propuesta e iniciada por el Sr. Brigadier Teniente Gobernador Político y Militar de la ciudad, don Juan Rodríguez de la Torre en colaboración con los comerciantes, en 1846; un saludable paseo para los ociosos, un lugar de peregrinaje para los devotos que visitan el santuario y la tumba del Padre Valencia, a cuyos lados surgieron hermosas quintas con portones y pretiles neoclásicos, como la levantada por don Ramón Simoni frente a la Plaza de La Habana.

El tercer eje fue auspiciado por la Compañía del Ferrocarril, para bordear la significativa vía de comunicación con el añorado mar (el puerto de Nuevitas). Se construyó el Paseo del Ferrocarril, enriqueciendo, de manera muy diferente hasta entonces, el valor de los ejidos de la ciudad. Al encaminarse a las obras dieciochescas del Príncipe, los principeños señalaron los ejes de crecimiento urbano para período posteriores y marcharon tras ellos, como escapando del congestionado paseo urbano, guiados por uno de los 357 caleseros de color existentes entonces.

La Compañía del Comercio, la de los Ferrocarriles y los hacendados se interesaron por estos puntos de la ciudad, pero no abandonaron el antiguo centro que, bajo la ilustración, se habilitó de una Plaza de Recreo, algunos teatros e importantes Asociaciones de Instrucción y Recreo, transformaciones que mostraba el interés de los moradores por enriquecer la imagen de su ciudad. Las fiestas votivas, la dedicada a Nuestra Señora de los Desamparados –hasta 1914 se celebró el tercer domingo de septiembre y con posterioridad el 15 de septiembre- y la del Glorioso San Francisco de Borja (10 de octubre); la procesión del Santo Sepulcro (en semana Santa), los festejos del San Juan (24 de junio) y otras, continuaron animando el añejo centro urbano.

La moda del neoclásico, amparadas sobre las primeras ordenanzas municipales (1856), estimuló la resistencia de importantes familias a marcharse a las afueras y las fachadas de sus viejas casonas se revistieron para dar idea de elegancia y modernidad.

En el interior, continuaron los gruesos muros "ciclópeos" de ladrillos para testificar un pretensioso pasado en armonía con las numerosas casas que mantenían la apariencia del siglo XVIII. Puerto Príncipe, diría un viajero, no es semejante a las poblaciones occidentales. Hasta su arquitectura tiene sus puntos de peculiar. Muchas casas de las orillas son colgadizos y las distingue a casi todas un desgraciado guardapolvo, alero que corre todo el frente.

Las Guerras de Independencia (1868 y 1895), desmoronó la opulencia ganadera; las fértiles sabanas fueron escenarios de fuertes combates entre mambises y españoles, entre los que los patriotas camagüeyanos estuvieron en primera fila. En consecuencia, la ciudad se sumergió en un arduo manejo de su riqueza, en gran parte perteneciente a los 231 propietarios confiscados por su rebelde actitud ante España.

En 1883, la ciudad contaba con 46 956 habitantes que poseían 5 147 fincas urbanas, en sus alrededores quedaba el eco de 39 haciendas de crianza y algunas estancias próxima a la ciudad. Los vínculos con Estados Unidos trajeron nuevas concepciones urbanas y el alumbrado y el transporte, unidos a nuevas técnicas y materiales constructivas, volvieron la mirada futurista a la modernidad.

El Camagüey legendario (siglo XX)

El adoquinado y la instalación del ferrocarril urbano, demostró las ventajas de las calles amplias en contrapunteo con las tortuosas y estrechas. Sin embargo, a cada dificultad se le dio loable solución permitiendo la permanencia de la vida administrativa, religiosa, política y cultural en la vieja ciudad.

En consecuencia, se renovaron las leyes y ordenanzas tras asegurar un idóneo trazado urbano en las nuevas zonas y una construcción bajo códigos artísticos en boga. El eclecticismo, ofreció las coordenadas para el Barrio de La Vigía, al Norte de la Ciudad, engrandecido por el Ferrocarril Central de Cuba en 1909.

La Estación Central, creó un nodo importante para la periferia y centro de Camagüey. En su inmediatez, generó una importante red de establecimiento que, como infraestructura, no sólo se subordinaba a los viajeros, sino también a los habitantes.

En sus áreas aledañas se configuró una zona hotelera que acogía en sus bajos las más diversas ofertas al público en general, el Hotel New York, Europa, Plaza y el Hotel Camagüey, antiguo Cuartel de Caballería, acentuaron la red comercial de la antigua calle Reina, ahora bautizada como de La República y el eclecticismo invadió las edificaciones, en dirección a la desnuda Iglesia de la Soledad que culminó coronada con un pretil de balaustres.

En consecuencia, en la imagen de la calle proliferaron los lumínicos que, centelleantes anunciaban los productos más sofisticados. Puerto Príncipe, el pueblo de aspecto más antiguo y singular de la Isla hasta la llegada del siglo XIX, renunciaba, a diferencia de la hermana Trinidad, a quedar dormida en el centro de la isla.

Desde Finales del XIX, ya se había comenzado la parcelación de esta zona, lo cual evitó las anheladas manzanas cuadradas, de ahí que aceptaran las octogonales. La unidad quedó marcada por las calles rectas y los pretiles continuos. La Avenida de los Mártires se distinguió, en semejanza al Barrio de La Caridad, por los portales corridos de uso público; pero, a diferencia de aquella, mantuvo su carácter residencial.

La descongestionada calle posibilitó la extensión del tranvía hasta la Plaza de Méndez en la década del 20 completando un amplio recorrido, en sentido contrario, hasta la Plaza de la Caridad. La Ciudad quedó compactada en un viejo centro sostenido por dos largos brazos, convirtiéndola en un extenso conjunto de valores urbanos, arquitectónicos e históricos.

La llegada de la República Neocolonial trajo consigo la resignificación de todos los espacios urbanos de la ciudad. Al cambio de nombre de Puerto Príncipe por Camagüey, se sumó el renombrar de sus calles y plazas para honrar a los héroes y mártires de la Guerra de la Independencia. El espíritu de rebeldía y el amor a la educación de las nuevas generaciones bajo los principios de Varela y Martí, desencadenó un horror al vacío que se materializó en un cambio de imagen en las plazas coloniales de la ciudad.

La Plaza del Santo Cristo del Buen Viaje, transformada por el Brigadier Ampudia en parque durante la Guerra del 68, acogió el busto del Padre Gonfaus; la de San Francisco sus parterres y, similar a la de San Juan de Dios, se colocó en su centro una farola como elemento decorativo; la de La Merced, recibió nueva configuración y con el tiempo se le colocó el busto de José de la Luz Caballero.

Los árboles, bancos, fuentes y otros mobiliarios suplantaron los sorpresivos y amplios espacios de la tortuosa ciudad para marcar la vida pública del hombre moderno, distante del introspectivo carácter de los pasados moradores, materializado en el tinajón que salió de su interior para lucir la identidad camagüeyana en los espacios públicos. Bajo este principio fueron asumidos los espacios que el crecimiento dejaba en la trama urbana y sirvieron de motivo para homenajear a los héroes revolucionarios.

El Centro Histórico de Camagüey, compuesto por más de 300 largas hectáreas, constituye un grueso libro, cuyas páginas guardan los inicios, la evolución y el presente, no sólo del espacio físico en sí, sino de la actitud de quienes, durante siglos, han morado en ella. En su paisaje urbano se encuentra el documento histórico cultural más rico de sus gentes, en tanto es el más plural y polifónico de cuantos atesoran.

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