Murales de la Escuela Normal de Santa Clara
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Murales de la Escuela Normal de Santa Clara . Surge como iniciativa del profesor de dibujo Domingo Ravenet. El objetivo era hacer en las paredes de los pasillos de la escuela una galería de murales al fresco. Para ello contó con la participación de los alumnos más destacados y un grupo de artistas que ya despuntaban en la capital por su talento y renovación tanto en el ámbito artístico como social: Amelia Peláez, René Portocarrero, Jorge Arche, Eduardo Abela, Ernesto González Puig, entre otros.
Sumario
Antecedentes
En este edificio existió una fortificación española, luego fue escuela de varones y después de señoritas. En 1916, ante la necesidad de mejorar el precario sistema de enseñanza, se inaugura aquí la Escuela Normal para Maestros. Desde entonces el centro se fue convirtiendo en un lugar de notabilidad, no solo por la magnificencia pedagógica, sino, además, por la posición del claustro profesoral ante el escenario de Cuba.
En la década del 30, cuando la polarización de ideas políticas alcanzó los extremos de una situación revolucionaria, la Escuela Normal para Maestros de Santa Clara sería uno de los polos más fuertes en la lucha estudiantil, esto provocó su clausura como la de otros centros de la provincia y del país.
Década del 30
A la caída de Machado se reiniciaron las clases y la vanguardia del Ala Izquierda exigió y logró el saneamiento del profesorado y la creación de una Junta de Gobierno con la participación de los estudiantes, incluso en los claustros. Los estudiantes lograron fiscalizar los exámenes de ingreso, procurándole honradez a este proceso y a la confección de los escalafones, pues estos se hacían para ocupar sesenta y cinco plazas, lo que propiciaba el negocio. Además, se eligió por primera vez mediante el voto popular el cargo de dirección de la escuela que fue ocupado por Pepilla Vidaurreta, esposa de Juan Marinello.
Esta fuerza del estudiantado revolucionario permitió que llegaran a la escuela otros destacados profesores de izquierda o progresistas, como Gaspar Jorge García Galló, Rafael Octavio Pedraza, el ya notable poeta Emilio Ballagas y el profesor de pintura Domingo Ravenet.
Dentro del plantel se agudizó la lucha, de un lado el Ala Izquierda, del otro una fuerza de derecha en la que coincidían los hijos de los burgueses y politiqueros, y un grupo de orientación neofascista amparado por el ABC.
Iniciativa
Estas condiciones de tenso enfrentamiento y efervescencia revolucionaria se mantuvieron mientras avanzaba la década, y ocurre que en 1937 surge del profesor de dibujo Domingo Ravenet una idea que hubo de presentar al centro y recibió el apoyo de profesores y alumnos: hacer en las paredes de los pasillos de la escuela una galería de murales al fresco, para lo cual se debía contar con la participación de los alumnos más destacados y un grupo de artistas que ya despuntaban en la capital por su talento y renovación tanto en el ámbito artístico como social: Amelia Peláez, René Portocarrero, Jorge Arche, Eduardo Abela, Ernesto González Puig, entre otros.
Gaspar Jorge García Galló, testigo presencial de aquellos días, apuntaría años después: «En este ambiente conservador, poco favorable, por tanto, al progreso, pero en un centro docente donde puede decirse que predominaban las ideas revolucionarias, se produce lo que puede calificarse de verdadero fenómeno: la realización de las pinturas murales».
El proyecto artístico
El proyecto de Ravenet no carecía de
atractivo: la técnica del fresco favorecía la experimentación a partir de la novedad de su utilización infrecuente en el ámbito nacional; además, la idea misma del desplazamiento hacia el interior del país pudo provocar el interés por lo que podía derivarse en una plaza desierta en lo referente a las artes plásticas.
De resultar exitosa la empresa, habría sido una oportunidad para nuevos encargos, pero también dadas las condiciones específicas de la ciudad de Santa Clara, desactivada como centro generador de una cultura visual, el enfrentamiento con los resabios de la codificación de Bellas Artes sería aun más tenso que en la capital, donde convivían diversas opciones en el terreno de la pintura y la escultura.
Contribuyó a la realización del proyecto la capacidad movilizadora de Abela, cuya incidencia en el panorama cultural de la época era algo más que notoria, pues entre otras cosas, en torno a él se nucleaba el círculo vanguardista en su Estudio Libre, lugar donde confluía la promoción del 27 con jóvenes representantes de una segunda hornada de la vanguardia cubana.
Ravenet obtuvo la colaboración de estos creadores y le fue más fácil acudir a un grupo de artistas reunidos en un mismo espacio físico, comprometidos de antemano con un proyecto dado, que intentar aunar a pintores aislados de este vórtice renovador.
Tampoco puede obviarse que Domingo Ravenet, nacido en Valencia,
España, en 1905, pero trasladado por sus padres hacia Cuba en 1910, había coincidido con algunos de estos artistas desde su etapa de estudiante en San Alejandro y, luego, al recorrer junto a ellos las estaciones más importantes del arte moderno en Cuba, como la Exposición de Arte Nuevo en 1927, y el inevitable viaje a París. No es casual, por tanto, que eligiera para sus propósitos a los vanguardistas, a quienes le unía una misma actitud ante el arte y la vida.
Su gestión promotora cubrió todos los detalles de la experiencia. Albergó a los artistas procedentes de La Habana en a misma pensión donde, junto a su esposa, residía en Santa Clara; consiguió una pequeña cantidad de dinero del Gobierno Provincial para sufragar los gastos de alojamiento y materiales, y logró del Instituto de Segunda Enseñanza el préstamo de un albañil, Jacobo Martí, al que los artistas llamaron El fresquista y al cual, en gesto admirable, instaron a que colocara su firma junto a la de ellos en cada mural.
Durante las dos semanas en que se ejecutaron los murales al fresco, reinó entre los pintores participantes y los nueve alumnos seleccionados por Ravenet para ejecutar otros tantos frescos, una gran camaradería, explícita en la utilización de una misma paleta cromática en todos los casos y en determinados y perceptibles trazos de los profesionales en las obras de los estudiantes; asimismo, en la ayuda que le brindaron Ravenet y Ernesto González Puig a Eduardo Abela a la hora de subirse en los andamios y en el trazado de su mural sobre el muro.
Los murales
El proyecto muralístico de la Escuela Normal de Santa Clara
consta de tres partes: un mural exterior en la fachada, a cargo de González Puig; quince murales interiores distribuidos en las paredes que circundan el patio central y una obra escultórica en el centro del patio realizada en piedra por el escultor Alfredo Lozano.
Los murales interiores se pueden subdividir en cuatro conjuntos que se corresponden con cada una de las galerías que conforman el espacio centralizador abierto del patio: al norte Domingo Ravenet, al oeste Jorge Arche, Amelia Peláez, René Portocarrero y Mariano Rodríguez, al sur Eduardo Abela, y al este los alumnos normalistas.
Abela y Ravenet dominaron las galerías interiores al sur y al
norte, respectivamente, enfrentando sus obras con el patio por medio. Abela seleccionó el tema “La conquista”; Ravenet, una escena rural titulada “La siembra”. Arche, Amelia, Portocarrero y Mariano ocuparon los muros disponibles entre puertas y ventanas de la galería oeste con las obras “El huracán”, “Las escolares”, “La familia” y “Educación sexual”, en este mismo orden. La escultura de Lozano, denominada “Los sentidos”, se emplazó en el centro del patio.
En la galería situada al este se dispusieron los frescos de los estudiantes normalistas, algunos de ellos firmados y titulados según lo que representaban, con denominaciones más o menos auxiliares para su identificación, tales como “La niña en el camino”, “La lavandera”, “La vaquita y el ternero”, “La vega”, “Paisaje campesino”, “El jinete”.
Temas
Las temáticas de las obras recogen la desolación ante los desastres naturales (“El huracán”), la incorporación de la mujer, incluida la mujer negra, al estudio (“Las escolares”), la necesidad de instrucción para el campesino (“La familia”) y de educación sexual en la juventud.
El matiz social se manifiesta en la reiteración de personajes campesinos. En el mural de Arche la escena es desoladora por los efectos devastadores de un fenómeno natural, mientras Portocarrero lanza una provocación de futuro al llevar la sabiduría a los campos cubanos. La incorporación de la mujer negra a la sociedad y la igualdad de las razas en el tratamiento de “Las escolares”, de Amelia, indica preocupaciones sociales, más atrevidas para la época en el mural de Mariano quien incorpora el desnudo, masculino y femenino, vinculado a la utilidad de una educación sexual.
Ernesto González Puig recurrió a las alegorías: «una alumna practicaba sentada al piano; un estudiante leía un libro; un profesor daba clases de geometría tras una mesa, rodeado por sus alumnos» en “Los estudios”, a través del cual propone la conjunción de arte y ciencia en los programas de enseñanza.
La ironía en el tratamiento del tema histórico por Eduardo Abela: la conquista de la isla por los españoles, es una búsqueda indagadora en la identidad cultural. La actitud reposada y vaciladora del aborigen recostado a una mata de plátanos, evoca de cierta manera su permanencia en los procesos transculturales, mientras que El Bobo llegó por la vía hispánica en la figura de los colonizadores. En un boceto conservado por Irmina Quevedo—alumna normalista que realizó uno de los murales— el Bobo aparece en la cara del indio.
Repercusión
El 5 de diciembre de 1937 se inauguraron los murales al
fresco de la Escuela Normal para Maestros de Santa Clara, ciudad que por no haber recibido las incidencias de las vanguardias artísticas, no estaba preparada para aceptar fácilmente el hecho.
Existía una pequeña burguesía de ascendencia española y fuerte arraigo tradicionalista, ocupada sobre todo en las tareas burocráticas de la capital provincial y el comercio. La razones para el escándalo que provocaron las obras hay que buscarlas, pues, en este provincianismo, en la desinformación reinante sobre el acontecer de las artes plásticas, tanto en Cuba como en el extranjero, y por supuesto en el entrenamiento de patrones arcaicos que respondían a la política oficial del momento. Esta misma política fue la que determinó después el destino de los murales. No poseía la población una amplia tradición pictórica, y la que exhibía estaba fuertemente atada a lo peor del lenguaje académico en pinceles autodidactas.
Las críticas a los murales por parte de los sectores más reaccionarios de esta burguesía, aparecidas aun antes de que se concluyeran, arreciaron al extremo de que profesores del mismo claustro propusieran tapar algunos frescos y determinaron que los intelectuales progresistas agrupados en La Normal la abandonaran pocos años después de la realización de las obras.
Barbarie
En 1948, el entonces director de la escuela, sujeto de apellido Smith, en un acto de barbarie ordenó la eliminación de los murales que consideró más radicales, y se perdieron los realizados por Mariano Rodríguez, Ernesto González Puig y Domingo Ravenet. La escultura de Lozano sufrió idéntica suerte.
La prensa de la época denunció el atentado y clamó por sanciones para su autor: «Es un daño que alcanza y avergüenza a todos los cubanos», decía un artículo publicado por la Revista Carteles el 26 de marzo del propio 1948.
El resto de las obras sucumbió tras sucesivas capas de lechada a través de los años. En 1978 la Dirección de Patrimonio de la provincia realizó las coordinaciones pertinentes para restaurar el conjunto muralístico.
Rescate y conservación
Pese a que no había mucha experiencia en el rescate de pinturas murales realizadas al fresco, se lograron salvar aquellos que aún permanecieron, aunque dañados también por la espontánea acción de grabar nombres en las paredes y por la suciedad originada por sustancias contaminantes.
En aquel momento se realizó un extenso programa de recomendaciones para su conservación, que incluía medidas poco costosas, como la colocación de toldos en las zonas del patio donde la intemperie y la luz solar afectaban directamente a los frescos, y la limitación del acceso directo a cada una de las obras con una sencilla barrera.
La Resolución No. 26 de la Comisión Nacional de Monumentos, del 14 de enero de 1982, declaró Monumento Local el inmueble contenedor de tan valiosa experiencia.
No obstante los trabajos de restauración y las disposiciones patrimoniales vigentes, los murales se encuentran de nuevo en estado de deterioro avanzado, con faltantes y daños irreversibles, lo que hace latente una vez más la inminente desaparición de una importante, aunque casi desconocida, página de la vanguardia plástica cubana.
Fuentes
- Castañeda Pérez de Alejo, Alexis. La Sencillez sangrante. Santa Clara: Editorial Capiro, 2009