Reino de Judá

Reino de Judá
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Raíz étnicaHebreos
Idiomahebreo
RegiónMesopotamia (actual Israel y Palestina)

El Reino de Judá fue un reino ubicado en en el antiguo Oriente Próximo. Fue en este reino que se escribieron gran parte de los libros proféticos que componen la Biblia.

Comúnmente es llamado Reino del sur para ser distinguido del reino norteño de Israel.

Historia

Tras la muerte del rey Salomón, las cosas se complicaron para Israel. El reino se partió en dos: al norte quedó Israel, y al sur, Judá, que agrupaba sobre todo a las tribus de Judá y Benjamín (1 Reyes 12:16-20). Jerusalén, con su imponente Templo construido por Salomón, no solo era la capital, sino el corazón espiritual de todos. Aunque al principio hubo tensiones y rivalidades, Judá logró mantenerse un poco más fiel a Dios que su vecino del norte, donde desde temprano se colaron dioses ajenos y altares paganos.

El hijo de Salomón, Roboam, se quedó con el sur. Su reinado empezó con mal pie: los egipcios, liderados por el faraón Sisac, no tardaron en saquear Jerusalén, llevándose hasta los escudos de oro del palacio (1 Reyes 14:25-26). Pero, pese a los tropiezos, Judá tuvo algo que Israel no: una sola dinastía real, la de David. Por ahí desfilaron reyes de todo tipo. Estuvieron los piadosos como Asa, que arrasó ídolos y hasta destronó a su propia abuela por promover cultos extraños (2 Crónicas 14:2-5), o Josías, el niño rey que rescató la fe de sus antepasados. Pero también hubo otros como Manasés, que hasta instaló altares paganos dentro del Templo, algo que ni los profetas podían creer (2 Reyes 21:1-7).

Ah, los profetas… Esos personajes incómodos que nunca callaban. Cuando Judá se hundía en la idolatría, ahí estaba Isaías, voceando advertencias y esperanza durante cuatro reinados seguidos (Isaías 1:1). O Jeremías, el que lloraba mientras anunciaba el desastre por la terquedad del pueblo (Jeremías 7:1-15). Y no olvidemos a Miqueas, el que les soltó aquello de “¿En serio creen que Dios les importa un bledo sus sacrificios si explotan a los pobres?” (Miqueas 3:9-12).

Hubo momentos de luz, claro. Como cuando Ezequías, en plena invasión asiria, decidió confiar en Dios en vez de rendirse. Y vaya que funcionó: el ejército enemigo amaneció muerto sin que Judá levantara una espada (2 Reyes 19:32-36). O cuando Josías, al encontrar olvidado en el Templo un rollo de la Ley, se rasgó las vestiduras y lanzó una reforma brutal: tiró ídolos, revivió la Pascua y hasta limpió los pueblos vecinos de altares paganos (2 Reyes 23:1-25).

Pero al final, ni las reformas ni los profetas evitaron lo inevitable. Tras Josías, los reyes que siguieron fueron poco más que marionetas de Egipto y Babilonia. La gente volvió a olvidar el pacto, y Nabucodonosor no perdonó: en el 586 a.N.E., Jerusalén quedó en ruinas, el Templo ardió, y casi todos acabaron exiliados (2 Reyes 25:1-12). Fue un golpe durísimo, pero curiosamente, en medio del llanto en Babilonia, surgió algo nuevo. Los profetas ya no solo hablaban de juicio, sino de un futuro donde Dios haría “algo nuevo” (Jeremías 31:31-34), un Mesías de la estirpe de David que uniría cielo y tierra (Isaías 11:1-10). Y así, la caída de Judá no fue el final, sino el prólogo de una esperanza que siguió latiendo.

Véase también

Fuentes