Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición

Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición
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Institución

Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Aunque ajena esencialmente a la mentalidad cristiana inicial, varias instituciones de la Iglesia Católica se dedicaban a la supresión de la herejía, la imposición de pena de muerte y otros castigos al hereje se fue introduciendo lentamente, resultado de largos siglos de inefectividad que reclamaron el establecimiento de un procedimiento penal peculiar para lograr la unidad religiosa.

Historia

Brazo eclesiástico de la administración central del Estado español para la represión de la herejía (o lo estimado o temido como tal), con representación regional en Zaragoza -continuamente desde 1484 hasta la supresión final para toda España, en 1834- y breve y esporádica en otras ciudades aragonesas.

Orígenes de la Inquisición

Aunque ajena esencialmente a la mentalidad cristiana inicial, la imposición de pena de muerte y otros castigos al hereje se fue introduciendo lentamente, resultado de largos siglos de inefectividad que reclamaron el establecimiento de un procedimiento penal peculiar para lograr la unidad religiosa. Prisciliano, condenado como hereje en el concilio de Zaragoza de 380 y degollado en Tréveris por orden del emperador Máximo el 385 (pero por acusación de magia), es el primer caso histórico, con gran escándalo de la Cristiandad. La progresiva unión de Iglesia y Estado en los siglos medios produjo inevitablemente aquel resultado.

Se llega a su conciencia, a fines del XII, no sin decisivo influjo de dos monarcas aragoneses: Pedro II en 1197 y su hijo Jaime I en 1226 declaran pena capital al hereje que se halle en sus dominios. Se referían a los waldenses y a los cátaros, dos formas sucesivas y semejantes, originadas en Italia y sur de Francia, de movimientos espiritualistas, que propugnaban abolir la organización burocrática del cristianismo y, dado el sacerdocio común de los fieles, la jerarquía sacerdotal, así como el juramento y cualquier clase de homicidio aun legal. Su puritanismo, la creencia en el doble principio maniqueo del bien y del mal, y su consecuencia, la transmigración del espíritu, otorgaba fácil consuelo a aquellas masas fanáticas, lo que explica su enorme y temida popularidad.

La «primera Inquisición», llamada medieval o papel, se instauró oficialmente en Occidente tras la publicación en 1231 de la bula de Gregorio IX -con el apoyo del emperador Federico II- titulada Excommunicamus, que sentó las bases de una centralización de la vigente jurisdicción episcopal u ordinaria en materia de la conservación de la fe y corrección de los errores surgidos en el seno de la doctrina católica. La idea fue de Gregorio IX, y mucho le apoyó el catalán (entonces aragonés) San Raimundo de Peñafort; éstos no hicieron sino sancionar una norma seguida ya por los príncipes cristianos. Fue en el reinado de Jaime I y por especial interés del monarca, a instancias de Raimundo de Peñafort, cuando el concilio de Tarragona de 1242 estructuró definitivamente el tribunal de la Inquisición en Aragón y reguló su funcionamiento según un primer reglamento, debido al propio santo, que constituyó un primer «manual de inquisidores». También de la Corona de Aragón (de Gerona) fue el máximo tratadista inquisitorial, fray Nicolás Eymerich, cuyo Directorio de Inquisidores fue seguido y aplicado en todas las épocas. Sólo Aragón (la Corona), no Castilla, dio entrada a esta primera Inquisición, por su proximidad con la frontera francesa; iniciada en Lérida y Tarragona en 1232, se ciñó a la zona nordeste, centrada en la persecución y exterminio, muy difícil, de aquellos herejes. Logrados, atendió luego también, a veces, al problema de los judíos conversos tornadizos -varios de los cuales fueron inmolados en Aragón-, así como a dictar la entrega de ejemplares del Talmud para examinar sus posibles blasfemias anticristianas. Los reyes de Aragón, defensores de sus judíos, solían negarse a cumplir esas órdenes. La tortura, desconocida en Aragón como instrumento procesal, fue siendo aceptada en esos mismos años por presión de procedencia italiana.

Pero en conjunto la Inquisición aragonesa en la Edad Media funcionó como la de cualquier otro reino europeo de la época, pues dicha institución no fue nunca un tribunal ordinario y estable en una u otra región sino que estuvo representada por inquisidores que actuaban en cada una de estas regiones o reinos con carácter más o menos permanente. En este sentido fueron sobre todo los Dominicos o Padres Predicadores los encargados de controlar el buen funcionamiento de los tribunales inquisitoriales, como legados pontificios, que obedecían la legislación conciliar de la Iglesia sobre este particular y seguían las prácticas establecidas en el reglamento general vigente en los estados europeos y recogido en manuales prácticos como el ya citado de Eymerich o el famoso de Bernard Gui titulado Practica officii inquisitionis. Manuales que forman parte de una «literatura inquisitorial» que se fue desarrollando en torno a esta institución a partir del siglo XIII.

La intervención directa de la orden dominicana en los tribunales inquisitoriales no evitó, sin embargo, que la Inquisición actuase en Aragón para combatir la apostasía de algunos frailes de dicha orden mendicante. Así, por ejemplo, en 1246 el papa Inocencio IV facultó al maestro y frailes dominicos a que procedieran contra dicha apostasía; y en 1286 el rey Alfonso III ordenó asimismo a sus oficiales que prendieran a los apóstatas predicadores y los devolvieran a sus conventos de origen antes de ser perseguidos o juzgados como herejes.

A pesar de ello, en los siglos XIV y XV se redujo la intervención de los tribunales inquisitoriales en Aragón al disminuir el peligro de las herejías exteriores y no ser frecuente la existencia de judaizantes y falsos conversos que constituirían, en cambio, uno de los objetos primordiales de la Inquisición moderna. Si bien el vocablo «inquisición» se aplicará como sinónimo de «investigación» o «pesquisa» cuando se inicien procesos contra los oficiales del reino por su actuación pública en el desempeño de sus oficios, sin tener relación alguna con la Inquisición medieval eclesiástica que hemos visto.

Con el tiempo, esta «Inquisición medieval» perdió toda eficacia en Aragón, única zona -hoy más bien la catalana- donde teóricamente existió. Cuando el nuevo importante problema de los judaizantes exigió la atención a la vez real y eclesiástica, se pensó en revitalizarla dándole una organización más estricta y haciéndola real, no papal, es decir, instrumento de una política; pero su reinstauración, iniciada en Castilla con la bula de Sixto IV del 1-XI-1478, encontró ya en ella toda la jurisprudencia, de larga tradición.

La «Inquisición nueva» y los conversos

La introducción de la «Inquisición nueva» en Aragón fue empeño especial de Fernando II, quien forcejeó con Sixto varios años, entre licencias y derogaciones, hasta que el 17-X-1483 fue nombrado Torquemada inquisidor general, a la vez que de Castilla, de los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia. La oposición le fue intensa desde el primer momento, no sólo por la abundancia de conversos y el apego de los frailes dominicos a sus privilegios en la amortiguada Inquisición anterior, sino por el de los aragoneses a sus Fueros, en peligro de infracción ante este entrometimiento castellano; Fernando y Torquemada aprovecharon las Cortes de Tarazona de 1484, el 14 de abril; el 2 de mayo delegó el segundo sus poderes para Aragón en el dominico Gaspar Juglar y el canónigo Pedro de Arbués. El asesinato de éste en la madrugada del 14-lX-85, provocado por importantes Conversos zaragozanos, produjo el efecto, no deseado, del definitivo afianzamiento de la institución. Sucesivos autos de fe dieron buena cuenta de los responsables: «Nueve ejecutados, en persona, aparte de dos suicidios, trece quemados en estatua y cuatro castigados por complicidad», dice Jerónimo Zurita y Castro.

El rey se mostró siempre vigilante contra los abusos legales de los inquisidores, y generoso en otorgar exenciones a recomendados o pobres, sobre todo respecto a las temidas confiscaciones que las condenas conllevaban; pero enérgico. El 22-VII-1486 le escribe a Torquemada: «Quanto a lo que escriben que no han egecutado los matadores de maestre Épila pluguiérame mucho que vos escribieran las causas por qué» (AGCA, reg. 3684, f. 102). Los procesos de los veinte primeros años vieron desfilar a miembros de prominentes familias, tanto de Zaragoza como de Teruel, Calatayud, Monzón, Barbastro y Huesca. Hasta el 15-III-1502 hubo un total de 65 autos de fe en Zaragoza, pero los relajados fueron sólo 169 en total, cifra despreciable comparada con las de la misma época en tribunales como Toledo o Sevilla. La investigación actual desmiente las exageradas cifras de Bartolomé Llorente y García, al que sólo sigue cuando documenta sus afirmaciones.

Esta misma documentación pone de relieve que, aunque por breves temporadas, hubo tribunales también en varias ciudades. En Teruel fue establecido en 1485 tras extraordinaria oposición, perfectamente comprobada, que mantuvo a los inquisidores (el dominico Juan de Colivera y el maestro en Teología, Martín Navarro) en Cella durante casi un año; fue incorporado al de Valencia ya antes de 1502, de nuevo a Zaragoza por Adriano VI el 21-XI-1518, y a Valencia el año siguiente por él mismo, forma en que se mantuvo hasta el final a pesar de las protestas continuas de los turolenses en casi todas las Cortes por esta desmembración de la jurisdicción inquisitorial aragonesa. Barbastro tenía uno en 1488 (y algunas veces más), incorporado a Zaragoza en 1521; de Calatayud consta que lo tuvo al menos hacia 1498, y en ocasiones hasta 1519; Daroca tuvo cárcel propia alguna vez, como consta en 1498 por un recibo de Juan Royz, receptor real de Aragón; el tribunal de Huesca al principio, curiosamente, constituyó unidad con el de Lérida y Urgel, de los cuales pasa éste a Barcelona en 1498, y Carlos V vincula Huesca y Lérida, en 1519 y para siempre, al de Zaragoza; Jaca lo tuvo en ocasiones, transferido al de Zaragoza desde 1521; Tarazona lo mismo, en 1519. El tribunal de Zaragoza abarcó, pues, desde 1519 hasta el final, las diócesis de Zaragoza, Huesca, Jaca, Barbastro y Lérida.

«Heréticos» y moriscos

Concluido el tema de judeoconversos judaizantes (pero entre 1721 y 27 aún hubo un caso en Zaragoza), otros asuntos reclamaron la vigilancia de la Inquisición aragonesa. Primero, los erasmistas y luteranos. Quizá por ella, exacerbada a causa de la frontera francesa, fueron muy pocos. No más que Miguel de Miguel Mezquita, Miguel Servet, el confesor de Carlos V en Yuste, fray Juan Regla -arrestado en Zaragoza y obligado a abjurar dieciocho proposiciones-, Juan López de Baltuena en 1564 -de Calatayud, fue convicto de «luterano» y condenado a servir en galeras de por vida- y el castellano Pedro Mantilla -relajado en 1585 en Zaragoza como negador de la Trinidad y adversario de la autoridad papal-. No obstante, Llorca mismo, siempre apologético, admite que él ha contado entre 1566 y 1600 cosa de un centenar de quemados en Zaragoza; mientras que el Libro Verde de Aragón da siete como hugonotes entre 1546 y 74. En 1572 la Suprema obligó a los Tribunales de la Corona de Aragón (Zaragoza, Barcelona, Valencia, Mallorca) a prohibir maestros franceses en sus distritos y toda correspondencia de particulares con Francia. El comercio de libros era especialmente controlado.

Siguieron los Moriscos. Fernando cumplió su juramento ante las Cortes de Tortosa de 1495, repetido en las de Monzón de 1510, de no expulsar de Aragón a los moros y tratar bien a los moriscos, tan abundantes y necesarios para su economía rural. También lo prestó Carlos en 1518; pero, en vista de tantas reincidencias en mahometismo e instado por la Inquisición, le dispensó de él Clemente VII el 12-V-1524, y los Tribunales de Valencia y Zaragoza conocieron numerosos casos de reconciliaciones hasta 1585. En 1541 ordenóles la Inquisición, bajo pena de muerte, no cambiar de domicilio ni señor, pretextando peligro de difusión de sus inseguras prácticas cristianas; el 4-XI-1559 les prohibió llevar armas, y, suspendida la orden por apelación de los nobles de Aragón, se reanudó en 1593: dos inquisidores recorrieron el reino y se incautaron de 7.076 espadas, 3.783 arcabuces, 489 ballestas, 1.356 picas, lanzas, etc. La oportunidad de la medida se manifestó poco después: la lamentable expulsión de 1610, en que salieron de Aragón unos 75.000, no les permitió alzarse en rebeldía. Muchos quedaron atrás: el Tribunal de Valencia en Teruel, que actuó allí desde 1562, tuvo nada menos que 63 casos de moriscos ante sí, de los cuales 9 de Gea, villa totalmente morisca hasta el punto de que no se permitía residir en ella a ningún cristiano viejo.

La abundancia de conversos judíos y moriscos en Aragón llevó poco a poco a equiparar ambas procedencias en la típica obsesión colectiva de la época por la limpieza de sangre, obsesión característicamente castellana en su origen. A pesar de intentos conciliatorios de Felipe II, el papa Pablo IV prohibió órdenes sagradas a descendientes de judíos, y Gregorio XIII, en 1573, a los de moriscos; las Cortes de Monzón de 1564 habían decretado eximirlos, pero se fue imponiendo la igualdad de tratamiento, ejecutada y controlada por la Inquisición, cerrándose así, al menos en teoría, el camino al sacerdocio y al reconocimiento social a multitud de candidatos valiosos, por una injusta discriminación.

Brujas y hechiceros

Otro de los puntos de gran actividad inquisitorial en Aragón fue el de las brujas y hechiceras. Cuando en Europa eran terriblemente perseguidas, aún teníamos de obispo de Tarazona entre 1309 y 1316 a don Miguel de Urrea «el Nigromántico»; la abundancia de saludadoras, entendederas, adivinas y ojeadoras de origen judío y morisco dejó huella en Aragón, unido a la pervivencia de tradiciones mágicas en los incomunicados valles del Alto Pirineo. La represión eclesiástica comienza en Roma con Juan XXII. En Castilla, al no haber Inquisición medieval, la asumió el poder civil. En Aragón, por la indiferencia del episcopado, recayó en la Inquisición, aunque Eymerich había considerado la hechicería en sí al margen del Santo Oficio, a no ser que entrañase creencias antidogmáticas. La cuestión de la jurisdicción resultó siempre teóricamente espinosa. Un erudito canónigo de Zaragoza, Bernardo Basín, que estudió en París, intenta demostrar en su Tractatus de artibus magicis, de 1492, que todo pacto con el diablo, explícito o implícito, hay que tratarlo como herejía.

El tribunal de Zaragoza tuvo su primer caso de hechicería en 1511, muy discutido ya entonces por falta de precedente. Las convicciones posteriores fueron pocas, sin embargo: el 28-II-1528 fue quemado por hechicero fray Miguel Calvo; el 13-III-1537, mosén Juan Omella; y el Libro verde, siempre atento a señalar las tachas de las mejores familias aragonesas, no vuelve a mencionar relajaciones por este concepto hasta 1574, con el que concluye. Castilla siguió la iniciativa antihechiceril de la Inquisición de Zaragoza.

Lo mismo ocurrió con las brujas. El primer caso de la Inquisición española se planteó también en Zaragoza, resultando en la quema de Gracia la Valle en 1498, seguida en enero de 1499 por la de Gracia Bielsa y en 1500 por la de otras tres; ninguna más hasta 1512 (Martina Gen y María de Arbués) y 1522 (Sancha de Arbués). Pero siguieron dándose casos esporádicos: en 1781 era acusada de bruja ante la Inquisición, Isabel Cascar, de Malpica.

A diferencia de la crueldad con que hechiceros y brujas fueron tratados en los Estados Pontificios y en los países tenidos por más ilustrados de Europa, la Inquisición muy pronto entendió que todo eso era mera alucinación. Tal fue la conclusión, ya en 1521, del gran tratadista inquisitorial Arnaldo Anbertino, en Zaragoza, consultado por el cardenal Adriano, luego papa. Esta teoría se impuso lentamente, sobre todo tras la famosa investigación en 1611 del inquisidor Alonso de Salazar y Frías, muy estudiada ya, en los valles pirenaicos de Navarra. Quizá este influjo explica la benevolencia con que se atendió el reclamo de dureza inquisitorial de Jacinto de Robles, secretario del gobernador de Aragón, en 1638, contra una muchedumbre de «endemoniadas» del valle de Tena.

Peculiaridades de la Inquisición aragonesa

Sería prolijo enumerar listas de inquisidores del tribunal zaragozano. Falta, por supuesto, un nomenclátor completo. Su estudio es importante, por haber sido los moldeadores, en representación de la Suprema, de la mentalidad pública aragonesa durante los tres siglos y medio de vida de la Inquisición: buen tema para historiadores con imaginación. Tampoco vale la pena aducir casos y cuestiones que tan sólo regionalizan módulos inquisitoriales nacionales. Sabido es que los tribunales regionales perdieron pronto toda independencia, no sólo con la unificación bajo un único inquisidor general en 1518 en la persona del cardenal Adriano (durante el mandato de Cisneros fueron inquisidores de Aragón Juan Enguera, O.P., obispo de Vich, y luego el cartujo Luis Mercader), sino especialmente desde la reorganización y centralización definitivas del nefasto inquisidor general Fernando Valdés (1547-1568), a partir del cual todos los tribunales, incluido el zaragozano, se convierten en meros trasmisores o ejecutores de órdenes superiores, y en tupida red de delación que amordaza toda la vida española.

La Inquisición de Zaragoza reflejó, pues, los mismos vaivenes, prejuicios, prepotencias y atribuciones de la Suprema, y en el ámbito regional debe cargar con sus mismas responsabilidades. Cuando alguien escriba, si escribe, su historia, podrá mencionar casos concretos, pero no distinta orientación ni menor acrimonia o fanatismo; envuelto, eso sí, en la conciencia, casi siempre innegable, que aquellos inquisidores tenían de estar llevando a cabo la «obra de Dios», y suavizado, tras las primeras décadas de exterminio de judaizantes, moriscos y semiprotestantes, por la enorme oposición que siempre, por ofender a sus Fueros y por su propio racial escepticismo, le opusieron los aragoneses. Las historias ya escritas y los múltiples documentos aún a nuestra disposición nos saturan, por otra parte, de innumerables abusos de la Inquisición aragonesa, no superiores a los de otras partes, que sólo a veces se intentaban corregir un tanto tras los informes de los «visitadores» llegados de Madrid, ex profeso.

Véanse algunos rasgos específicos de la Inquisición aragonesa. La tortura, desconocida en el Aragón medieval, sólo comenzó a emplearse por mandato de Clemente V en los procesos de templarios; por ello, cuando se estableció la Inquisición, no se hacía ya cuestión alguna de su legalidad y moralidad: era uso común. La Inquisición aragonesa practicó la tortura con mayor comedimiento que las otras: consta por muchos documentos inéditos.

También las galeras eran desconocidas en los antiguos Fueros de nuestro reino, tanto que las famosas Cortes de Tarazona, en el crítico año 1592, autorizaron su uso como castigo de ladrones: Fernando vivió toda su vida bajo el escrúpulo de haber iniciado en Aragón la costumbre de la Inquisición castellana, ya en 1502, de aligerar las cárceles o conmutar por galeras la pena capital en materias de fe; pero la necesidad de esta baratísima fuerza mecánica le hizo superar todo escrúpulo a Felipe II, que pide a la Inquisición condenados a galeras desde 1567, y entonces la Suprema ordena esa condena a partir de 1573, y desde el 91 incluso para los conversos relapsos, «aunque fueren buenos confidentes».

En consecuencia, y para que conste un ejemplo de diferencias penales civiles e inquisitoriales, la Inquisición de Zaragoza, en un informe al rey sobre el auto de fe del 6-VI-1585, se jacta de enviarle 29 esclavos a galeras por seis años, más tres de otro anterior, y eso, concluye Lea, «en Aragón, que prohibía ese castigo para los peores crímenes».

Sambenito (o «saco bendito»), reliquia de la Inquisición medieval, amarillo en Castilla y de ese color o gris en Aragón, encontró en éste siempre resistencia: los inquisidores de Zaragoza informaron a la Suprema en 1530 que nunca había sido uso llevarlo sino en el acto mismo de la reconciliación; la misma oposición se hizo siempre, y aun más, a la infamante costumbre de colgarlos, a la muerte del reo, del techo o paredes de las iglesias de la ciudad y pueblos, como pronto se hizo con los de los asesinos de Arbués, colgados de La Seo hasta tiempos bien recientes.

Hay una serie de primicias y peculiaridades inquisitoriales aragonesas que es preciso mencionar. Ni en Castilla ni en Aragón tuvo nunca la Inquisición especial jurisdicción sobre los practicantes de usura, judíos en su mayor parte. Desde las Cortes de Calatayud de 1461 se tuvo en Aragón especial interés en evitar la intromisión del Tribunal en este campo, a pesar de intentos de Fernando en 1504, protestados en las Cortes de Monzón de 1510. Varias escaramuzas posteriores documentan la amplitud de esta costumbre monetaria.

El tribunal de Zaragoza entendió del primer delito de usurpación de personalidad inquisitorial ya en 1487, por alguien que no era funcionario suyo. Varios casos como éste muestran también el interés sociológico del estudio de este tema. El mismo tribunal tuvo también la primicia de procesos por bigamia, que se suponía llevaba implícita la herejía de no creer en la unidad e indisolubilidad del matrimonio: el notario zaragozano Dionisio Ginot fue la primera víctima, ya en 1486. También el primer caso por blasfemia herética, en el auto zaragozano del 17-XII-1486: si el reo era cristiano, se le atravesaba la lengua con una aguja; si judío, se le ponía un freno en la boca y así sujetado se le llevaba por las calles con un caperuzo y portando él, como burro, una espuerta de paja.

Sólo los tribunales de Aragón (pero no en Mallorca ni Sicilia) entendieron en casos de sodomía o «pecado contra natura» a partir de 1524: al solicitar esta jurisdicción, para la Inquisición aragonesa, el duque de Sessa, embajador en Roma, presenta la costumbre como «pecado de moros»; en realidad, era de «fuero mixto», pues el tribunal arzobispal y el civil también entendían en él, lo que determinó numerosas protestas de las Cortes por la usurpación de jurisdicción en este campo por la Inquisición, la cual tuvo mucho que hacer con él hasta el final, especialmente contra clérigos sodomitas, aunque a ellos los trataba con mayor suavidad que a los laicos. También el tribunal de Zaragoza fue el primero en recibir (en 1573) órdenes de la Suprema de vigilar el contrabando fronterizo de caballos, así como de otros elementos valiosos para la guerra: el pretexto jurídico-teológico fue que es herejía ayudar con este tipo de exportación a países o regiones heréticas, como en parte lo era entonces el sur de Francia, el Béarn.

La Inquisición y Zaragoza

Los autos se celebraban casi siempre en La Seo (dentro, o a la puerta, o en la plaza) o en Nuestra Señora del Portillo; pero consta de algunos en «el patio de la casa del Arzobispo» o en el hospital. Eran, en definitiva, como todos, una exteriorización ceremoniosa de la creencia colectiva, una reafirmación pública de la fe y una declaración oficial de culpabilidad. Los condenados a hoguera (vivos los recalcitrantes, siempre pocos; previamente sofocados a garrote los arrepentidos de última hora) eran «quemados fuera de la puerta quemada». El quemadero o brasero, lo mismo que la picota, estaba en la plaza del mercado.

La sede del Tribunal fue habitualmente la Aljafería desde el 12-I-1486, y en ocasiones de paso de Fernando por Zaragoza y alojamiento suyo en ella, el palacio arzobispal: no le placía al rey el asentamiento de la Inquisición en la vieja fortaleza, y así se lo manifestó en cartas de 1511 y 1515 ordenándoles alquilaran casas de la ciudad; pero allí se quedó. Varios documentos hablan de pleitos con la ciudad por la pretensión de eximir de impuestos las tiendas allí establecidas con el pretexto de que vendían a los inquisidores y sus funcionarios.

La pobreza del tribunal aragonés fue siempre proverbial, en parte por la excesiva liberalidad de Fernando en los primeros tiempos con el destino de las numerosas confiscaciones de ricos judeo-conversos; luego, por la pobreza de los moriscos; después, por el número relativamente escaso de procesos prometedores. Más de una vez hubo de ser ayudado por otros Tribunales. Además, muchas iglesias fueron construidas o arregladas en Aragón con fondos inquisitoriales: San Juan de Calatayud recibió, desde 1491, 500 sueldos anuales; el convento de jerónimos -hoy desaparecido- de Santa Engracia, 13.000, en 1495, para comprar huertas, 10.000 en 1498, y además cada año 6.000 para el sustento de los frailes, pronto suspendidos por falta de fondos. En 1557, la Suprema permite derivar los provenientes de multas penitenciales para sufragar gastos de obras en la Aljafería. Por fin, en 1708, el Tribunal hubo de trasladarse, por no poder hacer frente a ellas, a otra residencia: la hoy llamada «Casa del Canal», en la plaza de Santa Cruz.

Conflictos entre el Tribunal y los aragoneses

Los conflictos entre la Inquisición y el pueblo, la ciudad y las Cortes de Aragón fueron constantes. Como la mayor parte de sus funcionarios eran seglares y muchos castellanos, fue interpretada desde el principio como injerencia extraña en la administración del reino, siempre atento el Tribunal a extender sus inmunidades injustificadas y a aumentar el número de tales funcionarios. Abundan los documentos sobre tráfico ilícito, por parte de éstos, de caballos con Francia, de trigo con Valencia. La Inquisición reaccionó a esta oposición con especial violencia, ya que, aparte el temperamento popular, aprovechó los conflictos, como brazo eclesiástico del Estado, para ir mermando las libertades aragonesas; pocas regiones podían mostrarse tan fuertes, por la pervivencia de sus propias instituciones, especialmente la del Justicia, contra las incursiones de la Inquisición en materias seculares. Fueron formuladas protestas en las Cortes de Monzón de 1528, 1533 y 1537; en las de 1547 se recuerda al Tribunal que, debiendo tener diez familiares de la Inquisición en Zaragoza -según la Pastoralis officii de León X, confirmada en la Concordia de 1512-, «hay entre 600 y 1.000». En 1568 se consiguió la destitución de todos, quedando sesenta para Zaragoza y ocho, cuatro o dos para los pueblos, según su población.

El enfrentamiento Justicia-Inquisición se hubiera producido aun sin el catalizador de Antonio Pérez, el más importante caso, en toda la historia de la Inquisición española, de empleo de ésta al servicio de los intereses meramente políticos.

Las Cortes de 1626 tuvieron por tema principal las quejas contra la Inquisición. A pesar de las trascendentales consecuencias del asunto de Pérez para Aragón, las tuvieron aún peores para la Inquisición misma los enfrentamientos iniciados en Huesca en 1643 con motivo de la visita de un inquisidor zaragozano a su Colegio de Santiago. Las fricciones, que duraron dos años, culminaron en la apelación del Consejo de Aragón a Felipe IV —en Zaragoza a la sazón, camino de Cataluña- y de las Cortes de 1645, y en las siguientes exigencias: inquisidores y funcionarios aragoneses, jurisdicción limitada a asuntos de fe, mixta en materias graves (bigamia, brujería, sodomía, solicitación), o, en caso de no aceptarse negación de ejército aragonés para la guerra de Cataluña. Felipe no accedió; consultó a la Madre Ágreda, quien le aconsejó aflojar. Se resistió. A punto de salir para Madrid desde Santa Engracia, el pueblo, airado, le detuvo tres días. Aunque no se logró todo, las reformas fueron profundas: «Desde este día -dice la Memoria contemporánea- fue postrándose la autoridad y mucha estimación que la Inquisición tenía en Aragón, excediendo en esta parte a otras, pues tal vez miraban a un Inquisidor con más veneración que al Arçobispo y Virrey y oy se ve lo contrario y aun se oye que algunos dicen ‘ya se acabó la Inquisición’... y últimamente se ve y toca con las manos que en todo lo que no es negocio de fe tiene postradas las fuerças antiguas el Tribunal de Aragón» (BN, ms. D 118).

Los lentos siglos siguientes ofrecen varias lamentaciones de la Suprema y del Tribunal de Zaragoza por esta situación. Por lo demás, no tuvo ningún proceso resonante que lo sacara de su modorra. Por ello, resultan tanto más histriónicas una serie de ridículas querellas por razones de precedencia narradas al detalle por Lea (vol. I, 360-389).

Es digno de notarse que un inquisidor General, fray Luis de Aliaga, era zaragozano (1619-21), y que varios Inquisidores Generales fueron jerarcas de las diócesis aragonesas: Antonio Ibáñez de la Riva y Herrera (arzobispo de Zaragoza, 1709-10), Francisco Pérez de Prado y Cuesta, (obispo de Teruel, 1746-58), Manuel Abbad y Lasierra (oscense, obispo de Astorga, 1792-94); Ramón José de Arce (arzobispo de Zaragoza, 1797-1808), y el último, Jerónimo Castellón y Salas (obispo de Tarazona, 1818-35).

Fuentes